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Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

De muletas y miedos

La primera muleta

Anita Botwin

Llevo una muleta en el maletero del coche. Es curioso. Me di cuenta cuando no cabían más maletas en un viaje este verano. Me percaté ya que no tenía sentido dejarla allí porque impedía que cupieran los bártulos que llevaba. Aún así me negué a moverla del sitio que ya le correspondía por derecho. El sitio que yo le había otorgado sin darme apenas cuenta.

Esta muleta no tiene ningún valor simbólico. Me costó seis euros en una farmacia. La compré un día deprisa y corriendo. Ni siquiera sabía como iba el tema de las muletas porque nunca me he hecho un esguince y pensaba que serían muy caras o que te las daban en los hospitales -ingenua de mí.

La neuróloga me había recomendado que no las usara para no acostumbrarme a ellas y atrofiarme.

- ¿Y qué hago cuando estoy agotada?

- Te sientas

- ¿Y si no hay sillas?

- Pues en el suelo.

Su respuesta me resultó convincente e incluso punk, así que no volví a hacerme preguntas sobre el tema. Hasta ese día.

Era un día en el que me encontraba especialmente agotada y apenas podía sostenerme en pie. Me quedaba mucho día por delante y tenía que aguantar. Quizá la muleta me ayudaría a sostener el peso de mi cuerpo. Pensé que además me daría la legitimidad social para estar sobre ella o para gritar a voces a los asistentes: “¡ey mirad! Estoy chunga. Voy a sentarme en el suelo”. Esa noche había una reunión importante en el Palacio Pumarejo de Sevilla que no quería perderme bajo ningún concepto. Cuando fui a comprar la muleta las preguntas eran muy extrañas y yo sólo sabía responder: “Una muleta, normal, de andar por casa. Sobre todo barata”. Me dijo que la más barata era de seis euros y me pareció razonable. Tampoco veía la diferencia entre unas y otras. Cuando iba en dirección al evento me eché atrás y decidí volver al coche y dejarla en el maletero. En primer lugar porque me di cuenta de que en realidad no me servía o no sabía usarla. Ya no sólo me dolían las piernas sino que ahora me dolían las piernas y el brazo con el que sostenía mi cuerpo. Menos mal que me he gastado seis euros y me he comprado la más normalita, pensé. Por otro lado sentí vergüenza y miedo. No quería que vieran que había empeorado físicamente. Menuda tontería. Casi nadie me conocía en el lugar al que iba después de todo… Es decir, me estaba avergonzando de mí misma, conmigo misma, como quien hace algo reprobable a hurtadillas y cree que todo el mundo le está mirando, pero está solo, él solo y su delito.

Después de eso empecé a imaginarme cómo sería la primera vez que llevaría muletas -de darse el caso-. Es inevitable para mí pensar en los prejuicios sociales. Además no quiero que mi gente se preocupe más de la cuenta. Y que todo el mundo te pregunte -con buena fé- ¿qué tal estás? Pues hombre...bien, bien, no estoy.

Y curiosamente, meses después… hice mi incursión habitual al hospital para recibir el tratamiento que frena precisamente que tenga que hacer uso de muletas, entre otras cosas. Coincidí con más pacientes con esclerosis múltiple, y algunas de ellos estaban visiblemente más afectados que yo. Hablé con ellos, intercambiamos experiencias, opiniones, hablamos sobre el rodaje de Juego de Tronos en Sevilla -que no todo va a ser enfermedad-. Yo recibo el mismo tratamiento que ellos, que es el que te dan cuando estás cascao o tienes bastantes posibilidades de estarlo relativamente pronto. Sin embargo, en mi caso tengo pocas consecuencias visibles. Ahí es cuando me entró miedo al tener que levantarme de la silla e irme una vez terminada la dosis. ¿Dónde estaba ahora mi muleta? Me sentía culpable por estar aparentemente mejor que ellos, por no ir en silla y tan siquiera llevar una muleta. Es absurdo porque seguro que sabían perfectamente que la discapacidad no siempre es visible, pero… no pude evitar sentirme una farsante.

La muleta sigue en mi maletero. Quizá un día de estos la necesite. O la venda en una web de segunda mano. O quizá un día la saque a pasear para vencer mis miedos.

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