Mucha pedagogía, poca pedagogía. Imagínese que en la clase de su hijo hay un compañero con alguna discapacidad intelectual. La que sea. Un niño que es diferente al resto, pero todos le aceptamos, of course. Todos le integramos; faltaría más. Pero a nuestros propios hijos no les explicamos en casa nada sobre la discapacidad. A fin de cuentas, el “problema” no lo tenemos de puertas para adentro. No es nuestro hijo el diferente. Es el otro. Está en clase. Ya se ocupará el colegio de enseñarle sobre la diversidad.
Y el niño diferente hace cosas diferentes. Obvio y es de esperar. Un día empujará en el patio a otro compañero (bueno, esto lo hacen todos los niños, pero si el pequeño en cuestión “tiene algo”, el empujón cuenta) y otro día tal vez distraiga a toda la clase no estándose quieto y otro día tal vez fastidie a su hijo querido, a ese al que no se le puede ni toser, porque es su hijo y usted le adora y velará por él hasta el final de sus días o hasta que el cuerpo le aguante.
Pero un día, como usted evita en casa hablar de la discapacidad de fulanito, porque a lo mejor no sabe ni cómo abordar la cuestión con su hijo de ocho años, entre otras cosas, bienintencionadamente para no darle más importancia, seguramente por no poner el acento en la diferencia y tratar de darle un trato igualitario a ese niño, decía, pues, que está olvidando que a su hijo tal vez le falten competencias lingüísticas para hablar de la diferencia de su compañero y tal vez un día su hijo, sin mala intención, dirá “fulanito es tonto”, o “fulanito está malito” o… vaya usted a saber, porque si usted no nació sabiendo, su pequeño de ocho años tampoco tiene por qué saber expresarse mejor.
Pero su hijo ha dicho en clase que menganito está malito, y resulta que el maestro lo ha escuchado. En otro deficiente y bienintencionado intento de normalizar la situación le ha echado la bronca del siglo a su hijo, porque “menganito no está enfermo de nada, simplemente es así, va a otro nivel, funciona de otra manera”. El maestro se ha equivocado en las formas, aunque tenía claro el concepto. Otra oportunidad de aprendizaje perdida y emponzoñada. ¡Qué miedo nos dan las palabras!
La consecuencia de toda esta desafortunada cadena de despropósitos es que, una vez más, la discapacidad en la escuela se convierte en motivo de conflicto. Por un lado, usted siente que el maestro ha sido injusto con su hijo (y no le quito razón), ya que en vez de aprovechar el hecho para explicar qué es, pongamos, el autismo, o el síndrome de lo que quiera que tenga ese compañero, ha sacado las cosas de quicio con bronca incluida, usted está indignado y seguramente renegando de la dichosa inclusión en la escuela, el resto de niños ha aprendido que de menganito mejor no hablar por si acaso se mete la pata, los padres del niño estarán tan ajenos en su casa pensando que la escuela lo está haciendo bien y la casa sin barrer, una vez más.
Mi sugerencia. Adelántese, no deje en manos de los otros la explicación cabal de las cuestiones difíciles. Si su hijo tiene un compañero distinto, con discapacidad en clase, no espere que otros hagan el trabajo por usted. La discapacidad no implica enfermedad, en el mundo hay personas distintas y, ciertamente, cada cual lleva un ritmo, un nivel. Como bien dijo su madre a Forrest Gump, tonto es el que hace tonterías, con o sin discapacidad. Y, permítanme el descaro, pero sobre todo sin discapacidad.