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The Guardian en español

Un fotógrafo se reencuentra con la mujer cuya imagen simbolizó la desintegración del Líbano

Martin Chulov

Beirut —

Durante casi 33 años, Samar Baltaji fue la mujer con una sola pierna que aparecía en una foto llevando de la mano a su hija mutilada, Nistine, mientras caminaban a través del paisaje bélico de Beirut.

Vestida con falda y una blusa, y un transistor asido a la cadera, miró a la cámara de un joven fotógrafo, Maher Attar, que estaba cubriendo los enfrentamientos cerca del campo de refugiados palestinos de Sabra y Chatila. La foto llegó a la portada del New York Times, retratando la desintegración del Líbano como pocas otras imágenes durante el conflicto que duró 15 años de duración, y lanzó la carrera del fotógrafo.

Durante las décadas siguientes, la calma de estas madre e hija bajo la cruda luz del verano fue la imagen que caracterizó a la guerra civil, una imagen de dignidad y superación en medio de las matanzas y contra todas las probabilidades.

La semana pasada, el fotógrafo y la fotografiada se reencontraron. Maher estaba yendo a un gimnasio en el distrito de Verdun, en Beirut. Samar estaba pidiendo limosna cerca de allí. Ahora con la segunda pierna amputada –la perdió hace 12 años por una enfermedad ósea–, ambos dicen que se reconocieron de inmediato. “Le dije ‘te doy una pista: sonríe’, relata Attar. ”Y en seguida ella me respondió: ‘Maher’“.

Samar recuerda ese instante del 2 de junio de 1985 como un inusual alto el fuego tras días de enfrentamientos entre las facciones palestinas y la milicia chií Amal. “Cogieron a Maher y le dieron una paliza”, explica ella. “Él estaba tomando fotografías desde la ventana del coche y se le cayó la cámara. Yo se la devolví”.

Samar se fue olvidando de aquel breve encuentro. Tenía una familia que cuidar en una ciudad donde las cosas no eran fáciles. La amenaza de otro misil, como el que le arrebató la pierna en el salón de su casa, seguía siendo muy real. Su salud se fue deteriorando hasta que perdió la otra pierna. Con cuatro niños que alimentar y con poca ayuda pública para ella o los otros 150.000 civiles heridos en la guerra de Líbano, tuvo que salir a las calles.

“Mi marido murió. Mi hijo trabaja, pero pagamos 327 euros al mes de alquiler y pensé que si pido limosnas igual puedo juntar un poco dinero para no tener que tocar el dinero del alquiler”, dijo esta semana. “Nunca me ha ayudado ninguna ONG ni organización de caridad. Sólo me han ayudado las calles y la gente”.

La vida familiar tampoco ha sido fácil para Samar. Su marido, Ziad, murió electrocutado hace ocho años y ella tuvo que irse de la casa tras una discusión con su hija. “Sacrifiqué mi pierna para salvar la suya en 1982, porque necesitaban mi cartílago, y después de la muerte de su padre, me echó de casa”.

Ahora, con el rostro curtido por el sol y su pequeño cuerpo apenas sobresaliendo del respaldo de la silla de ruedas, dice que no tiene mucho de qué arrepentirse en sus 58 años de vida. “A veces me siento en el balcón, me pongo a pensar y acabo llorando. Pero luego pienso en que tengo suerte de estar viva y vuelvo a tener paciencia”.

Maher afirma que el fortuito encuentro lo ha dejado con el “deber personal” de ayudar a Samar. “Quizá sea por mi edad, quizá porque soy ya maduro, pero lo cierto es que tengo que hacer algo,” asegura.

Samar y Maher se habían reencontrado sólo una vez antes, cuando un programa de televisión buscó símbolos de la guerra en 2005. “Pero fue un encuentro breve y me dijeron que ella estaba bien”, explica Maher. “Ahora sé que necesita ayuda”.

El miércoles, Samar y Maher volvieron al sitio cerca de los campos de Sabra y Chatila donde se encontraron por primera vez. Pasaron por dos cementerios, donde están enterrados algunos de los muertos de la guerra, buscando el sitio exacto. “¡Es aquí!”, gritó Samar, cuando pasaron cerca de un edificio agujereado por las balas.

“Es 50 metros más allá”, aseguró Maher. Al final, los dos estaban equivocados: estaban mirando en dirección contraria. Cuando por fin encontraron el punto exacto, o estuvieron lo bastante cerca, tanto el fotógrafo de 55 años como la entonces joven madre parecieron de la edad que tienen. Ambos estaban a la vez satisfechos. Él la llamó “tía”. Ella lo llamó “hermano”.

“Juro que soy mejor persona por haberte conocido”, afirmó Samar. Claramente, el sentimiento era recíproco.

Antes de separarse, preguntamos a Samar cuál era la canción que sonaba en la radio mientras ella recorría la zona de guerra.

Era una canción de amor llamada Me preguntan, de Warda, una cantante argelina. Aquel día, la canción fue un arrullo en medio del caos. Hoy, se ha convertido en la banda sonora de una vida marcada por la pérdida y la dignidad. Al oírla otra vez, Samar rompió a llorar.

Información adicional a cargo de Nadia al-Faour

Traducido por Lucía Balducci

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