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Prisioneros de los presos

Quim Torra tras visitar a Turull y Rull en la cárcel de Estremera

Toni Soler

Se dice a menudo que el conflicto catalán es principalmente un asunto interno (es decir, entre catalanes) y los resultados electorales lo demuestran. Pero esta no es toda la verdad. También es un conflicto entre dos gobiernos y dos mayorías, la catalana y la española. Por otra parte, un conflicto sólo es interno si se puede resolver internamente, y es evidente que el futuro político de Catalunya no se va a resolver sin la participación activa del gobierno español, que se atribuye la fuerza y la legitimidad para intervenir. Por lo tanto, los partidarios de una solución viable tienen que actuar en dos frentes; alimentar el diálogo entre catalanes y hacer todo lo posible para que el gobierno español de turno muestre a las claras que quiere formar parte de la solución, en lugar de bloquearla o sabotearla.

Los partidos que defienden el 155 y la suspensión de la autonomía lograron un 43% de los votos en las últimas elecciones autonómicas. Es una minoría, pero una minoría lo bastante amplia como para no desecharla sin más en una futura mesa de diálogo. Sin embargo, son más los votos independentistas, y aún más los votos favorables al derecho a decidir (independentistas + comunes). Sería de una ceguera terrible imponer a este bloque mayoritario un desenlace que se limite a mantener la actual autonomía catalana bajo tutela, y con la intimidación añadida de los presos políticos, encarcelados de forma preventiva por unos delitos que toda la justicia europea está poniendo en cuestión.

La apuesta soberanista por un referéndum a la escocesa parecía ser una solución aceptable; al menos, en las encuestas recibía un apoyo masivo. Pero la fuerte subida electoral de Ciudadanos ha demostrado que una parte de los catalanes se sienten incómodos con esta solución binaria, que no encaja con un perfil identitario mucho más complejo. Así las cosas, muchas voces en Catalunya reclaman un nuevo pacto nacional que sustituya al Estatuto de Autonomía de 1978, inutilizado por el revolcón que sufrió su reforma en 2006. Este pacto tendría que dar a luz un nuevo estatus para Catalunya, una fórmula nueva que contente al menos una parte de los anhelos del independentismo (a nivel político, financiero y simbólico) sin que los catalanes más identificados con España se sientan amenazados o excluidos. Quizá el problema no está en el cómo (el referéndum) sino en el qué (cuál es la fórmula que debe ser sometida a votación).

Si se lograra sustituir la desprestigiada autonomía actual por un estatus de libre asociación de corte confederal, muchos independentistas podrían superar el agravio del 1 de octubre y muchos unionistas se olvidarían de la actual escalada de tensión callejera que a menudo es utilizada y exacerbada por la ultraderecha. Para que eso ocurriera, todos los sectores tendrían que actuar con mucha generosidad. Los grupos más extremos quedarían fuera del consenso, pero al menos se terminaría con la actual dinámica de bloques defensivos. Es complicado, pero en Catalunya se ha sufrido mucho estos últimos meses; mucha gente está dispuesta a lo que sea para que se produzca un entendimiento que suscriba, al menos, dos tercios de la población catalana.

Por desgracia, este planteamiento parte de una base soberanista, es decir, de la necesidad de que sean los catalanes los que gestionen su pluralidad. Y no estamos en este escenario; cualquier planteamiento tiene que pasar por Madrid, proponer una reforma constitucional y convencer a los tres grandes partidos, que ahora mismo están demasiado ocupados utilizando el anticatalanismo como argumento electoral. Es muy difícil. Y por encima de todo está el gran obstáculo de los presos políticos. Los presos son una arma intimidatoria, rehenes con los que se pretende aplacar al independentismo. Pero para muchos catalanes, independentistas o no, los presos son la expresión de un castigo injusto, un Estado hostil, y un obstáculo para que se inicie un proceso negociador que contente a una mayoría cualificada.

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