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¿Mayorías amplias?

Un cordón policial intent impedir la votación del 1-O

Toni Soler

El aniversario del primero de octubre y los hechos acaecidos en las semanas posteriores es fuente de un intenso debate, especialmente en Cataluña, pero también en el conjunto de España, ya que el referéndum fallido, la represión policial y sus consecuencias (muy particularmente el discurso del rey del día 3) han suscitado un amplio debate sobre el modelo territorial y la vigencia de la Constitución de 1978.

Que el asunto ha trascendido fronteras lo demuestra el estreno del documental Las dos Cataluñas que Netflix acaba de estrenar. Todavía no he podido verlo, pero el título me parece muy significativo del marco mental que parece haberse impuesto entre la opinión pública española: La tesis del conflicto interno. El “problema catalán” entendido no como una confrontación entre Cataluña y el Estado, sino una profunda grieta dentro de la sociedad catalana, a la que España asiste como una simple espectadora. Es la tesis que han abonado, con bastante éxito, los dirigentes de Ciudadanos, PSOE y PP. Y es una tesis con base, pero no explica el problema en su conjunto.

La división del electorado catalán en torno al proyecto independentista es una obviedad reforzada en los últimos comicios (es más discutible si esta división implica fractura interna, porque los incidentes ocurridos en torno a -por ejemplo- los lazos amarillos, nunca han revestido gravedad, pese a la insistencia con que Ciudadanos los atiza). En cualquier caso, la división no debería ser una coartada para la inacción política: Los temas conflictivos deben abordarse con amplitud de miras, reconociendo las razones (o al menos la existencia) del otro.

Por otra parte, la historia reciente nos dice que en las relaciones de Cataluña y España la consecución de mayorías amplias nunca ha sido la receta para conseguir nada. La autonomía catalana avanzó durante décadas a base de pactos puntuales entre la CiU de Jordi Pujol y los gobiernos de González, Aznar y Zapatero, motivados por cuestiones de aritmética parlamentaria.

Pueden tener razón los que dicen que con un 48% de voto independentista no se puede actuar de forma unilateral como se hizo en octubre pasado. Pero hay que ir un poco más atrás en el tiempo para explicar como se llegó a ese punto.

En 2006, el Parlamento catalán aprobó la reforma del Estatuto de autonomía con 120 votos a favor y sólo 15 en contra. Una mayoría próxima al 90%. Eso no impidió que el Congreso de los Diputados “se cepillara” el texto (como dijo Alfonso Guerra), que volvió a Cataluña con severos recortes. Se aprobó en un referéndum desangelado, pero legal y legítimo. Y a pesar de todo ello, el Tribunal Constitucional intervino para corregir a la baja el resultado del sufragio popular. Todo ello dio alas al independentismo y a una amplia reivindicación del llamado “derecho a decidir”. Fruto de este consenso, el Parlamento decidió en 2014 solicitar la delegación de competencias prevista en la Constitución para organizar un referéndum de autodeterminación. Votaron a favor 87 diputados (casi dos tercios del Parlamento catalán, pertenecientes a CiU, ERC, ICV y la CUP). La respuesta del gobierno Rajoy fue un portazo en las narices.

En estos dos casos, a los representantes catalanes se les dijo, de forma inapelable, que ante el muro constitucional poco importaba si el consenso catalán era más o menos amplio. (Lo de la “división” no era un argumento recurrrente, porque la causa del referéndum era -y todavía es- ampliamente apoyada en Cataluña). En cierto modo, a los independentistas catalanes se les dijo que cambiaran de idea o que se olvidaran del tema, lo cuál equivalía a ponerles entra la espada y la pared. Si renunciaban al referéndum, incumplirían su principal promesa electoral y reconocerían que el pueblo catalán no tiene el derecho a pronunciarse sobre su futuro político. La presión popular hizo que se movieran en sentido contrario, convocando un referéndum sin pacto previo, con el resultado de todos conocido.

Si las fuerzas políticas españolas, siempre prestas a atizar el anticatalanismo para recolectar votos, hubieran tenido un poco de sentido de estado, habrían admitido que un problema de ese calado no se podía ventilar de un plumazo, usando la Constitución como una mazmorra. De ahí que en estos días, cuando se acusa al soberanismo de no buscar un consenso más amplio, como si ésta fuera la condición básica para dialogar de una vez sobre cómo y cuándo se podrá ejercer el derecho a decidir, en Cataluña mucha gente -bastante más que el 48%- tiene la sensación de encontrarse ante la enésima tomadura de pelo.

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