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Recuento de daños

Carles Puigdemont, expresidente de Cataluña

Toni Soler

La inmovilidad del constitucionalismo español hace prever que el contencioso catalán no se resolverá en breve; por otra parte, la mayoría de los catalanes sabe que el soberanismo catalán no tiene la fuerza coercitiva para imponer una solución a las bravas, aunque esta solución sea tan democrática como un referéndum de autodeterminación. Se podría decir que estamos ante un empate indestructible; ni Catalunya se impone como sujeto político, ni España consigue hacer de Catalunya un hecho diferencial controlable, al estilo valenciano.

Sin embargo, los hechos no respaldan tal empate: Tras los acontecimientos del octubre pasado, la estrategia independentista quedó en evidencia, parte de las élites económicas desertaron, los dirigentes más notorios del soberanismo quedaron fuera del tablero, y los actores internacionales han ignorado el problema. Los sondeos no cuestionan la mayoría soberanista pero los partidos que la integran están desorientados, lamiéndose las heridas y enzarzándose en estériles pugnas intestinas.

Lo que ocurre es que el conflicto catalán encierra, desde el punto de vista peninsular, una paradoja: Dada la importancia territorial y económica de Catalunya, su “derrota” perjudica también al conjunto de España. Y no sólo en términos macroeconómicos; el reto del soberanismo catalán afecta a la pluralidad del Estado, la gestión de las minorías nacionales, y la capacidad de los partidos de ámbito español para encarar un reto democrático con herramientas políticas.

En todos estos aspectos, España ha suspendido, su imagen internacional es peor, y la “desafección” catalana hacia instituciones clave del Estado, como la monarquía, la judicatura y los cuerpos de seguridad del Estado, no ha remitido, antes al contrario. Así que España, si bien ha logrado su objetivo fundamental (evitar la secesión catalana) no puede sentirse satisfecha del balance de lo ocurrido desde los hechos de octubre.

El gobierno de Rajoy se sintió presionado por Ciudadanos (aupado en las encuestas por su firmeza anticatalanista) y, tras su fiasco en las elecciones del 155, explotó a fondo la vía judicial, lo que, huelga decirlo, ha resultado ser un campo de minas. No solo ha traído sufrimiento a los presos y a sus familiares; también ha crispado los ánimos en Catalunya y ha puesto en tela de juicio el espíritu democrático de la justicia española.

Por si fuera poco, la demanda de extradición de Carles Puigdemont se ha resuelto con un sonoro bofetón de la justicia alemana, que niega los cargos de rebelión y sedición, con lo que el ex president, que ya ha dejado de ser oficialmente un “fugado”, podrá moverse con plena libertad fuera de España y hacer proselitismo para su causa –y para su partido-. La justicia española renuncia a traerle de vuelta. Si a pesar de esto Junqueras, los Jordis y los antiguos consellers son procesados por rebelión, estaremos ante un disparate jurídico difícilmente justificable, que puede recalentar la situación catalana. El enfado catalán con la situación de los presos rebasa los límites estrictos del independentismo, y se diría que en España no hay consciencia de ello.

Es imprescindible que España, como Catalunya, haga un recuento de daños y se pregunte si realmente este pulso se puede mantener indefinidamente, antes de que la política en mayúsculas se abra paso. Todos sabemos que es inevitable.  

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