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Sin plastas no hay paraíso

Bol con la expresión "Azúcar de las Indias Orientales, no hecho por esclavos". British Museum

Economistas Sin Fronteras

Carmen Valor —

Vivir a contracorriente no es fácil. Si ha participado en movimientos sociales habrá vivido en sus carnes el estrés que supone estar en permanente lucha. Cuando el estrés se mantiene durante largos periodos de tiempo y las estrategias de afrontamiento no lo reducen, uno acaba teniendo síndrome de 'burnout' y abandona. Esto es justo lo que no podemos permitir. Para sanar a un mundo herido, necesitamos a muchos imprescindibles, a esos que, como decía Brecht, luchan toda la vida. A los que son capaces de manejar el estrés.

En el grupo de investigación E-sost hemos estudiado las estrategias que desarrollan consumidores sostenibles para no claudicar. Todos nuestros informantes sin excepción manifestaban síntomas de estrés: frustración, tristeza, ansiedad y agotamiento. Nada que sorprenda, porque estos consumidores-ciudadanos viven en permanente tensión con el demonio (el modelo neoliberal que pone por delante el crecimiento y la acumulación material caiga quien caiga), con el mundo (los otros que ni comprenden ni comparten y se burlan, critican o menosprecian) y con la carne (con mis otros gustos y mis otros proyectos que esta lucha compromete).

¿Cómo manejan estos activistas el estrés? Pues parece que lo hacen de dos formas. La primera es poner en práctica un elenco de tácticas para enfrentarse a los problemas coyunturales. El listado es amplio, así que dejo aquí sólo una muestra por si pudiera ayudar. Para resolver el estrés que surge de no saber qué comprar, emprenden una búsqueda tan extensiva en tiempo y esfuerzo que se les podría convalidar primero de Biblioteconomía. Y si, a pesar de todo, no encuentran qué comprar, optan por no consumir; suspenden decisiones hasta no tener información completa que les permita elegir algo en conciencia. Cuando se topan con un entorno social hostil, se callan; siguen viviendo como creen que deben, pero discretamente, sin llamar la atención. Si la cosa se pone muy mal, buscan otros grupos que les den el sostén que necesitan. Cuando notan que se les acaba la energía, cargan baterías. Vuelven a leer sobre los problemas, para sentir en sus hombros la urgencia de la tarea. Se re-energizan, trabajando las emociones que les mantienen activos: el enfado moral, la esperanza, o el orgullo de saberse en el camino adecuado.

Pero todo esto no parece suficiente. Aún con estas estrategias de afrontamiento siguen padeciendo estrés. Lógico, porque las estrategias coyunturales no pueden resolver un problema estructural: los obstáculos a los que se enfrentan no son episódicos, sino continuos. Hay un desencuentro permanente con el sistema, y o te sales del sistema o te adaptas a él. No hay otra.

Así, con el tiempo, empiezan a desradicalizarse. El término es de los informantes, no nuestro. Desradicalizarse consiste en reformular enteramente la lucha, desde cómo se plantea hasta cómo se practica y se siente, para poder seguir en la brecha, pero de otra manera.

Así, por ejemplo, replantean los fines: no se fijan tanto en el fin último de cambiar el mundo, sino que ponen su atención y su fuente de felicidad en lo concreto. Comprar azúcar de comercio justo, por ejemplo. Son bien conscientes de que esa acción, aislada, no va a solucionar la desigualdad norte-sur; que esto se acomete desde otros niveles. Pero por mí que no quede, dicen. Es una gota en el océano, pero prefiero vivir sabiendo que pongo esa gota. Lo que no suma, resta.

Otra cosa que hacen es normalizar la culpa. No pueden ser absolutamente coherentes o sólo lo podrían ser pagando un precio social y personal muy alto. Así que dejan de sentirse culpables cada vez que no hacen lo que creen que deberían hacer. Si puedo, lo hago; si no puedo, no pasa nada. La próxima saldrá mejor. Se ven como parte de un colectivo que está haciendo cambios. El paso de verse como un ciudadano aislado a un movimiento es muy importante para enfrentarse al estrés. Primero, porque sienten que hay una comunidad imaginaria que les sostiene. Segundo, porque, aunque algunas veces cedan a la tentación o a la presión del entorno, no pasa nada; hay otros que siguen empujando en la buena dirección. Me paro un rato, tomo aliento y me vuelvo a unir.

Con esto que he contado, estará pensando que desradicalizarse es otra manera de decir descafeinarse. De bajar la guardia. De pactar. Y un punto de razón tiene, qué duda cabe. Pero quizá la pregunta más relevante es por qué tienen que desradicalizarse. Porque socialmente no admitimos a los que tratan de vivir su vida bajo un código moral estricto. Porque les decimos a la cara que su vida es un auténtico peñazo y les pedimos que dejen de dar el coñazo a los demás. Porque no les dejamos que verbalicen las emociones negativas que sienten, como el enfado moral, el disgusto o la culpa. Tanto, que al final, dejan de sentirlas. Y ahí es donde la cosa se pone preocupante: porque si no se sienten estas emociones, no va a haber cambio ni personal ni social.

Cuando el consumo se plantea como el espacio de la satisfacción del deseo, del placer, de la experiencia sensorial, de la diversión, no cabe la expresión moral. La construcción del consumo como espacio hedónico inhibe la expresión de emociones morales. El consumo es el espacio del abanico de posibilidades; elija usted la que más le gusta, pero no venga a decir que hay una mejor que otra, no venga a traer el bien común, que aquí esto no aplica, por favor. Podemos expresar enfado moral si atacan nuestros derechos individuales; pero el entorno no deja que los consumidores muestren enfado moral porque el consumo ataca derechos colectivos. La liquidificación o el posmodernismo hacen flaco favor a los movimientos de transición. Que sí, que han sido fuente de liberación para muchos colectivos. Pero para esta lucha van fatal.

¿Qué hacemos, pues, para sostener a los imprescindibles? ¿O están condenados a la extinción? Se me ocurren varias cosas y ninguna nueva. Primero, el paso largo. Tenemos que reconstruir el consumo como un espacio de expresión ciudadana. Replantear los códigos de elección para que entren bienes superiores. Demostrar que el consumo, como casi todos los espacios de elección, no es éticamente neutro. Como espacios morales cabe, pues, la expresión de emociones morales. Y con la expresión de emociones morales se performa, a su vez, el consumo como espacio moral.

Además, tenemos que replantear el consumo como espacio eudaimónico, no hedónico. Hedonia y eudaimonia son las dos rutas de la felicidad. La hedonia tiene que ver con tener afectos positivos y no tener negativos. La eudaimonia tiene que ver con la vida plena, con el florecimiento individual y colectivo. Tenemos que reconstruir el consumo como un espacio de crecimiento eudaimónico donde lo valioso no es la experiencia inmediata, sino el para qué y por qué de lo que (no)compramos.

En el paso corto, demos caravanas de recursos a los activistas para que no claudiquen. Facilitemos la información. Creemos más opciones. Agradezcamos, reconozcamos, reforcemos sus esfuerzos. Presentemos a estos consumidores como héroes y no como aburridos aguafiestas.

Los buenos no gustan, está claro. Entre otras, porque son el espejo en el que vemos reflejada nuestra propia imperfección. Así que cuando me entre la tentación de menospreciar, de ridiculizar, de criticar al otro por vivir a contracorriente, que recuerde esto. Porque no nos podemos permitir perder a los imprescindibles.

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.

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