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Cuando descubrí a María Lejárraga, su escritos, sus ideas, su presencia en la cultura y la política de este país, sentí un gran enfado, como si me hubieran robado una pieza del puzle. Una pieza, que de no haber sido sustraída, habría configurado mi manera de entender el mundo. No me refiero a la pieza de María, en concreto, no a la suya individualmente, quiero decir, sino a la de todas esas autoras, escritoras, artistas, pensadoras que me habrían ofrecido una mirada distinta sobre nuestra propia historia.
Es la misma sensación de pérdida que tuve hace unos días cuando visité la exposición restrospectiva de Maruja Mallo que acoge el Museo Reina Sofía. Pérdida mezclada con fascinación.
No es que su nombre me sea ajeno, ni mucho menos, de hecho es uno de los pocos (femeninos) que sí que estudié en la Facultad de Historia del Arte. Pero su presencia siempre fue más como un apunte en el margen del retrato de los grandes hombres de la época, más como algo exótico que serio, un personaje secundario.
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