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Patricia Guerrero, una bailaora como una 'catedral'

Patricia Guerrero.

Amalia Bulnes

Producía un escalofrío casi sobrenatural -puesto que la noche se presentaba como una liturgia religiosa- asistir este viernes a la comprobación de que, con 26 años, el perfil estilizado de una bailarina clásica -más que la exuberancia y voluptuosidad que dan forma a las flamencas-, y ambiciones que van más allá de la ortodoxia del baile, se puede tener esa seguridad en el escenario, dar esas muestras de madurez artística y llevar, de pleno, el peso completo de un espectáculo tan complejo y trufado de matices como fue este viernes el estreno de 'Catedral', la última apuesta de Patricia Guerrero.

Empleando un juego de palabras de lo más obvio, podríamos decir que Patricia es ya, sobre todo después de este estreno, una bailaora como una 'Catedral'. Granadina de 1990, subida a los escenarios desde los 8 años y tenaz en no dejar a un lado su crecimiento y formación artística, cada aparición de Patricia en la Bienal de Flamenco -y fuera de ella- está siendo una sorpresa más que grata.

Contextualizando el asunto: Venía Patricia Guerrero a la Bienal a hablarnos del dolor y la represión de la mujer, conceptos -los represivos- que ha manejado siempre muy bien la tradición judeo-cristiana, por lo que nos sitúa la granadina en un espacio sagrado, una catedral barroca por donde parecen desfilar las célebres santas que pintara Zurbarán, con un cuerpo de baile enfundado en ropajes ampulosos, con sus brillantes claroscuros y un tenebrismo tan inquietante como profundamente sevillano.

El responsable de esta puesta en escena donde Patricia Guerrero se desenvuelve con la soltura de una bailaora ya hecha y cuajada, es uno de los creadores teatrales más singulares, con un universo propio tan genuino como exquisito, que ha dado Sevilla al panorama teatral nacional: Juan Dolores Caballero. Ha querido el director de escena entroncar este espectáculo con la España oscura que tan bien sabe retratar, y con una tradición estética presente en nuestro Barroco, pero también en Goya y sus pinturas negras.

Sobre este ambiente opresivo, donde destaca un trabajo descomunal en la percusión y exquisito en los cantos religiosos, se despliega el baile flamenco más desgarrado y trascendente que le he hemos visto hasta la fecha a Patricia Guerrero. Qué manera de bailar -también en lo cuantitativo, sin apenas aliviarse en la hora y media de espectáculo-, qué escorzos en una seguiriya donde el cantaor José Anillo y la guitarra de Juan Requena se sumaron a esta liturgia mística, qué giros en el romance de La Monja Gitana, qué paso a dos bellísimo…

Los tangos del deseo

Pero como el deseo es más poderoso que cualquier doctrina, el espectáculo encuentra su quiebro perfecto en un necesario cuadro por tangos -'Los tangos del deseo'- que alivian tanta oscuridad, tanto dolor, tanta frescura reprimida. Aquí las tres bailaoras que acompañan a Guerrero -Maise Márquez, Ana Agraz y Mónica Iglesias- se contonean con la libertad que sólo sabe mostrar el flamenco, en un cuadro tremendamente estético donde termina por incorporarse la protagonista.

Patricia Guerrero, toda fuerza y rebeldía dentro de ese cuerpo de formas sutiles, se entrega al final vestida de rojo, después de haber ido despojándose paulatinamente de los ropajes más asfixiantes, con el pelo suelto y la verdad del baile en un lamento final, donde lucía esplendorosa, igualmente segura, cuajada y tocada por la gracia del baile flamenco, liberador de cualquier tiranía. El trabajo ha sido muy redondo, y la conjunción Dolores Caballero-Patricia Guerrero, una brillante alineación de talentos, la unión del magisterio escénico con la precocidad artística.

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