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Sobre este blog

Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Nepotismo y escasez: una estrategia perdedora

Gasto total en I+D en España en el período 2000-2012. Datos: Informe COTEC 2014.

La investigación científica siempre ha sido una paria del gobierno de España y de la mayoría de los gobiernos regionales. Una actividad incómoda que suele estar en manos de políticos sin experiencia ya que, al no mover grandes cantidades de dinero, no permite tampoco ejercer mucha influencia. Una paria itinerante que, en las cuatro últimas legislaturas, cambió cuatro veces de ministerio, hasta acabar en el de Economía, donde languidece ahora.

Hace unos años, una pequeña asociación interdisciplinar de científicos y tecnólogos preparó una serie de recomendaciones estratégicas sobre política de I+D en España. Sólo algunas llegaron a buen puerto, pero merece la pena volverlas a leer y comprobar lo poco que ha avanzado el sistema en sus aspectos más urgentes: financiación estable y predecible; estructuración de la carrera científica; movilidad del personal científico; reducción del nepotismo y la endogamia; introducción de evaluaciones transparentes, fiables y con consecuencias; tolerancia cero ante el fraude científico, el conflicto de intereses y el acoso laboral.

Así estaban las cosas, y así siguen. Los años de bonanza trajeron el aumento de las inversiones en I+D, reduciendo de forma efímera la brecha con los niveles de nuestros socios europeos. Pero en ausencia de medidas estructurales, una gran parte del gasto se disipó sin dar frutos duraderos, para beneficio de quienes controlaban tanto la política interna de sus respectivas instituciones como los procesos de asignación de fondos públicos (plazas, contratos, becas, proyectos y créditos a empresas). Aún así, el extraordinario rendimiento mostrado en esos años demuestra el compromiso, talento, largas jornadas de trabajo y bajos salarios de muchos “jóvenes” investigadores (en España, la “juventud” académica dura mucho tiempo) a los que bastaron las migajas que, gracias a la abundancia, escapaban al control del nepotismo imperante.

Y los años de crisis trajeron… recortes indiscriminados y trampas en la rendición de cuentas. En lugar de aprovechar las nuevas circunstancias para abordar una mejora a fondo del sistema, la baja financiación ha servido para reforzar los vicios de siempre. El escaso dinero sigue fluyendo por los circuitos clientelares de antaño, la independencia de los investigadores (mas vulnerables que nunca) ha sufrido una merma sin precedentes, y nuestro talento está saliendo en desbandada al extranjero.

Después de casi dos décadas de informes y contrainformes, de políticas nacionales y regionales de uno y otro tipo cuya eficiencia podía evaluarse fácilmente, ¿cómo es posible que nadie tuviera prevista una respuesta estructural a la crisis de nuestro sistema de I+D? ¿Cómo puede ser que lo único que se les ocurriera a nuestros ministros de hacienda, de economía, de educación, fuera recortar a ciegas, multiplicando los vicios ancestrales en lugar de combatirlos?

La respuesta parece clara: porque no les interesa la I+D. Para ellos, es tan solo una pequeña partida de gasto público sin trascendencia práctica.

Pero no hay mal que cien años dure. Es hora de enderezar el rumbo de nuestra política de I+D y, para hacerlo, nada mejor que encargar un informe a un grupo de expertos europeos. Al fin y al cabo, es año pre-electoral.

El informe, hecho público recientemente, presenta un diagnóstico tan razonable como poco sorprendente de nuestro sistema de I+D. Y aboga por una serie de medidas que todos podríamos firmar. En política, sin embargo, el diablo está en los detalles. La experiencia nos dice que este tipo de informes suele utilizarse de forma muy selectiva, ejecutándo tan sólo aquellas medidas que resuenan ideológicamente con quienes lo han encargado e ignorando el resto.

¿Cuáles son las medidas estrella de este informe? Podemos destacar dos.

1. Incrementar el gasto público en I+D al 0.7% del PIB en tres años, confiando en que este incremento “inicie un ciclo de crecimiento del gasto privado en I+D”.

A pesar de su optimista lectura (¡los expertos recomiendan aumentar la financiación!), esta medida no es nueva, positiva ni realista.

No es nueva, porque no hace sino repetir los objetivos de la Estrategia Española de I+D+i 2013-2020, presentada por el ministerio de economía (el mismo que ha encargado ahora el informe) hace un año y medio. Esta estrategia prevé para 2016 un gasto total en I+D del 1.48% del PIB, resultante de sumar contribuciones casi equivalentes de financiación pública (0.73%) y privada (0.75%) (pág.40, Tabla2).

No es positiva, porque traza un objetivo de financiación de la I+D que, tras sumar contribución de inversión privada, apenas llegará al 1.5% del PIB. Este objetivo no sólo supone renunciar a la estrategia de Lisboa (lanzada en el año 2000), que proponía alcanzar el 3% del PIB y el 67% de financiación privada en 2010, sino que renuncia a alcanzar la mitad de dicho objetivo.

No es realista, porque la contribución de la inversión privada en I+D nunca ha respondido en España a estímulos así de débiles. Como muestra el gráfico que abre este artículo (basado en datos del informe COTEC 2014), incluso durante la “década mágica” que precedió a 2008 la inversión privada en I+D aumentó a remolque del gasto público, disminuyendo progresivamente su contribución al gasto total. Además, fue la primera en retraerse en cuanto se inició la crisis. En consecuencia, la contribución de la financiación privada al gasto de I+D fue, en 2010, la más baja de la década. Tan solo la brutal caída del gasto público a partir de 2011 permitió una recuperación cosmética de la contribución del sector privado, a pesar de que su gasto en I+D había seguido bajando.

Una contribución privada así es comparable a la de Canadá, Italia, Irlanda, Francia o el Reino Unido (45-51% en 2008), pero muy inferior a la de Alemania, Estados Unidos o Japón, en donde aumentó considerablemente la década pasada (pasando del 60-73% en 1996 al 67-78% en 2008). También es muy inferior a la de países emergentes como China, que en la última década ha pasado del 1.1 % al 1.9% de inversión (en % del PIB) apoyándose en un incremento del 49 al 72% en la contribución privada.

En todos estos países, la financiación privada no ha sustituido a la pública - sino que, atraída por la combinación de una financiación pública generosa y políticas empresariales adecuadas, la ha estimulado y complementado. Al contrario que en España, donde la “década mágica” trajo un gran despilfarro empresarial de los fondos de I+D que hizo que la inversión e incentivos públicos desplazaran, en lugar de fomentar, la inversión privada.

En mitad de una recesión, fomentar la inversión privada solo es posible mediante políticas generosas, inteligentes, transparentes y sometidas a evaluación (en base a resultados, no a trámites burocráticos) con seguridad jurídica, pero también con consecuencias.

Aunque parezca paradójico, la debilidad de nuestro tejido innovador hace que para aumentar la contribución de la inversión privada, sea necesario aumentar el gasto público y reformar profundamente los mecanismos de inversión. Algo incompatible con las políticas desarrolladas hasta la fecha.

2. Eliminar el funcionariado de la I+D pública, sustituyéndolo por contratos fijos renovables tras evaluaciones periódicas

El informe de expertos es, probablemente, el caballo de Troya para una política de desfuncionarización de nuestra I+D. Es este un objetivo central de nuestro gobierno y sus asesores en políticas de I+D, expresado en afirmaciones como esta, recibida en una crítica a uno de nuestros trabajos:

Los autores olvidan mencionar que una de las especificidades más importantes del sistema español (y el de otros países latinos) es que la mayor parte del presupuesto estatal para I+D (y educación superior) está reservado para cubrir los salarios de los académicos e investigadores que son funcionarios; esto quiere decir que los salarios están fijados por ley y el personal tiene puestos permanentes y, por tanto, el gobierno tiene solo un margen limitado para reducir el gasto cuando afronta las demandas de los ajustes fiscales, lo que le obliga a hacerlo en la cantidad destinada a financiación competitiva [proyectos, becas, etc.]: sin transformar las relaciones de empleo en el sistema científico, podemos esperar pocos cambios”.

Si este párrafo refleja algo más que la opinión de su autor, es evidente que el objetivo de flexibilizar el despido de los académicos e investigadores no es aumentar la eficiencia y la excelencia científica, sino poder “ajustar” el gasto en personal cuando los recortes se consideren necesarios. (Dada la escasa entidad del gasto en I+D, es importante resaltar que estos recortes son siempre opcionales y más relacionados con la miopía política que con una contención razonable del gasto). La “excelencia” es una excusa para los “ajustes”, no el objetivo de estos.

No hay que engañarse: acabar con los reiterados abusos de muchos trabajadores (funcionarios, pero también fijos o temporales) que no cumplen con los mínimos exigibles en el puesto de trabajo es una necesidad imperiosa de nuestro sistema público – también del de I+D. Todos los autores de este post recordamos como nos hervía la sangre cuando, en los lejanos tiempos de becarios, algunos técnicos e investigadores hacían ostentación de su negativa a cumplir con sus obligaciones laborales; o cuando sorprendíamos, recurrentemente, a algunos profesores jugando solitarios cuando acudíamos a las tutorías; o cuando algunos investigadores alardeaban de su negativa a “publicar”. Y sentimos la misma rabia al comprobar que siguen en sus puestos.

La pregunta que subyace es: ¿qué es necesario para conseguirlo?

Para empezar, desfuncionarizar no es imprescindible. Como señala tímidamente el informe, el establecimiento de incentivos (complementos salariales, ascensos) y penalizaciones (rebajas salariales, prejubilación, despido) al personal funcionario (investigadores, técnicos e incluso administrativos) en base a la productividad y excelencia es habitual en varios países. En Holanda, por ejemplo, todos los grupos e investigadores son evaluados cada cuatro años, y aquellos que reciben una evaluación negativa tienen un período adicional de 2+2 años (con sendas evaluaciones bienales) para mejorar su desempeño. Si no lo consiguen, el grupo se cierra o el individuo pierde su puesto de trabajo.

Lo que sí es imprescindible es contar con mecanismos preestablecidos y estables para realizar estas evaluaciones. Y lo más importante: asegurar que éstas sean independientes, objetivas y transparentes, y ofrezcan seguridad jurídica a ambas partes (evaluador y evaluado). La institucionalización de esta necesidad tiene todavía un largo camino a recorrer en España. Conseguirlo exige un compromiso en la elección de evaluadores realmente independientes y una fiscalización real del conflicto de intereses.

Este compromiso es mucho más importante que la desfuncionarización. Sin él, la contratación y el despido de personal revertirá en niveles de politización y corrupción iguales o superiores a los actuales, como los demostrados en la gestión de las cajas de ahorro, televisiones autonómicas y empresas públicas.

Y sin este compromiso, no hay futuro posible. Porque si toleramos (como hemos hecho hasta la fecha) el nepotismo y la endogamia en la contratación de personal, ¿cómo podemos asegurar que mejoraremos la calidad de nuestra I+D introduciendo estos mismos componentes en el despido?

Y, de igual manera, si los privilegios en el reparto de becas y proyectos sesgan las oportunidades de aprendizaje y desarrollo, ¿cómo podemos estar seguros de que la producción científica o técnica vayan a reflejar realmente el talento y la capacidad de quien sea evaluado?

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