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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Pueblos indígenas y justicia internacional entre Chile y Bolivia

Bartolomé Clavero

Durante esta primera semana de mayo se desarrollan en el Palacio de la Paz de La Haya audiencias públicas de la Corte Internacional de Justicia acerca del contencioso mayor sobre fronteras interestatales hoy enquistado en las Américas, el que enfrenta a Bolivia con Chile por la comunicación al océano Pacífico de la que le privó una agresión militar chilena emprendida en 1879 y consumada en 1883. Se trata todavía de deliberación sobre objeciones preliminares acerca de la admisibilidad de la demanda. Bolivia alega “la obligación de negociar de buena fe” entre ambos Estados para poder recuperar una “salida plenamente soberana” al mar. Chile se atiene a un tratado que en 1904 restableció la paz con Bolivia imponiéndose el hecho consumado, lo que, según el Estatuto de la Corte (art. 38.1.a) en la interpretación chilena, habría de bastar para darse la pretensión boliviana por infundada sin más trámite. Pacta sunt servanda, los tratados deben cumplirse por encima de todo, afirma Chile. El Estado chileno parece olvidar que también tiene tratados con pueblos indígenas.

Bolivia se entiende obligada a recurrir a la justicia internacional por imperativo de su reciente Constitución, de 2009, que contiene un capítulo sobre Reivindicación Marítima con este pronunciamiento: “El Estado boliviano declara su derecho irrenunciable e imprescriptible sobre el territorio que le dé acceso al océano Pacífico y su espacio marítimo. La solución efectiva al diferendo marítimo a través de medios pacíficos y el ejercicio pleno de la soberanía sobre dicho territorio constituyen objetivos permanentes e irrenunciables del Estado boliviano” (art. 267). Se responde a una historia bastante constante de reivindicación por parte de Bolivia. Y hay más en su Constitución interesando al caso. Adopta la identificación de Estado Plurinacional en razón del reconocimiento de la presencia y los derechos de los pueblos indígenas. Y contiene, entre otras previsiones al efecto, una en sede de Relaciones Internacionales sentando el principio de que éstas deberán guiarse por el “respeto a los derechos de los pueblos indígenas” (art. 255.I.4). No es tan sólo asunto interno.

El territorio en discordia (más de 100.000 km2 con unos 400 km de litoral) era en el momento de la conquista chilena primordialmente indígena, como lo sigue siendo hoy en parte, con comunidades atacamas y aymaras entre otras. El tratado de 1904 ignoró esa presencia humana. El Estado Plurinacional de Bolivia está obligado constitucionalmente a atenderla, pero la elude. Sigue reduciendo el contencioso territorial en su reclamación internacional a un problema exclusivo entre Estados, como si la presencia indígena no fuera relevante. Y eso que existe, desde 2007, la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas reconociéndoles como sujetos colectivos de derecho tanto internacional como interno. Y que la Constitución de Bolivia asume justamente los planteamientos de esta Declaración al registrar derechos indígenas. Sin embargo, el gobierno del Estado Plurinacional se toma la Constitución a su provecho, reclamando créditos sin satisfacer réditos. Pese a que, conforme al derecho internacional actual, la ignorancia de la presencia indígena sería un buen argumento para cuestionar la persistente validez del tratado de 1904, Bolivia prefiere soslayarlo por la sencilla razón de que está al tiempo intentando desactivar internamente el registro constitucional de los derechos de los pueblos indígenas. Al menos se guarda coherencia.

Respecto a Chile, ante su postura de aferrarse a tratado pese incluso a anacronismos flagrantes, hay organizaciones indígenas que aprovechan el trance para reclamar que se le tome la palabra en relación a sus propios casos. Principalmente se trata de los tratados celebrados con el pueblo mapuche en el continente y el rapa nui en la Isla de Pascua durante el siglo XIX para reconocimiento mutuo. Chile alega que no existe ningún tratado con pueblo indígena ratificado y registrado por el Congreso, como constitucionalmente corresponde. Cierto es, sólo que se silencia el resto de la historia. Para tratar con el pueblo mapuche se facultó al Presidente de la República. Y el tratado con el pueblo rapa nui se aplicó sobre la marcha ocupándose la Isla de Pascua y eludiéndose su ratificación para no cumplir con las contrapartidas. No son casos muy distintos a los de conquista coetánea del colonialismo europeo en África, en los que también mediaron tratados incumplidos como prolegómenos del sometimiento. Mas el incumplimiento propio ya no excusa, a nuestras alturas, la consumación del fraude.

La Constitución de Chile ignora olímpicamente la presencia indígena, pero esto no implica que el asunto quede a la discreción del Estado. Hoy existe un derecho internacional con previsiones al efecto. He aquí lo dispuesto por la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas: “Los pueblos indígenas tienen derecho a que los tratados, acuerdos y otros arreglos constructivos concertados con los Estados o sus sucesores sean reconocidos, observados y aplicados y a que los Estados acaten y respeten esos tratados, acuerdos y otros arreglos constructivos” (art. 37.1). Y más: “Los Estados, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, adoptarán las medidas apropiadas, incluidas medidas legislativas, para alcanzar los fines de la presente Declaración” (art. 38); “(…) los Estados promoverán el respeto y la plena aplicación de las disposiciones de la presente Declaración y velarán por su eficacia” (art. 42). ¿Alguien dijo que esta Declaración no es vinculante para los Estados como miembros de Naciones Unidas?

El problema se cifra en que, si los Estados no alegan con empeño este nuevo derecho ante la Corte Internacional de Justicia, ésta cede a la inercia y al prejuicio de ignorarlo. La misma sigue guiándose por un entendimiento obsoleto del derecho internacional, el contenido en el citado artículo 38 de su Estatuto colocando a los tratados en primer lugar, incluso por encima de principios y normas internacionales generales, y desprendiendo además un desagradable tufo colonialista (art. 38.1.c: “principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”). No en vano tal artículo procede literalmente, sin reforma alguna desde entonces, de tiempos tan coloniales como los de la primera posguerra mundial. A alguna modulación viene procediendo perezosamente la Corte, pero no hasta al punto de mostrarse dispuesta a contemplar la existencia de otros tratados que no sean bilaterales o multilaterales entre Estados ni a asumir la precedencia del derecho de derechos humanos en su integridad, lo que comprende la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, como derecho supraestatal por encima de cualquier otro derecho internacional.

Júzguese ahora la importancia de la defección del Estado Plurinacional de Bolivia respecto a su obligación constitucional e internacional de responder tanto interior como exteriormente al reconocimiento y respeto de los derechos de los pueblos indígenas. El Estado Plurinacional lo que suele hoy por desgracia es manipular la causa indígena. Habida cuenta de que, con la Declaración internacional sobre sus derechos y todo, los pueblos indígenas siguen sin legitimación para personarse ante la justicia supraestatal, Bolivia está no sólo debilitando su propia posición, sino también comprometiendo el desarrollo del proceso de reconocimiento y garantía de los derechos de los pueblos indígenas a una escala y con un alcance que ya les diesen por fin acogida y acomodo como naciones entre naciones, todas con minúsculas.

A la hora de la verdad de la justicia, el Estado Plurinacional de Bolivia se comporta de la misma manera que la República mononacional de Chile, ignorando la existencia de naciones indígenas dentro y fuera de sus fronteras así como a caballo también entre ellas; tal es el caso, entre Bolivia y Chile, de las comunidades afectadas por “el diferendo marítimo”. He aquí lo previsto al respecto por la susodicha Declaración: “Los pueblos indígenas, en particular los que están divididos por fronteras internacionales, tienen derecho a mantener y desarrollar los contactos, las relaciones y la cooperación, incluidas las actividades de carácter espiritual, cultural, político, económico y social, con sus propios miembros, así como con otros pueblos, a través de las fronteras” (art. 36.1). ¿No tendrán que ser parte en contenciosos fronterizos?

No recarguemos las tintas sobre las responsabilidades de Bolivia, pues, al fin y al cabo, las de Chile, por resultar menos visibles dado el mononacionalismo de su Constitución, no son menores. Iguales resultan las de los Estados activos en el orden internacional que, por una parte, promocionan normas regeneradoras como la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y, por otra parte, se resisten en redondo a adaptar principios y procedimientos de la justicia internacional para hacerlas efectivas. Responsabilidades y complicidades andan repartidas.

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