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La reforma del sistema autonómico y la política excepcional de Rajoy

El conseller de Hacienda valenciano, Vicent Soler, y el ministro Cristóbal Montoro se saludan en una reunión del Consejo de Política Fiscal y Financiera.

Adolf Beltran

Si las riendas del Estado estuvieran en manos de un Gobierno con vocación reformista y de progreso, aprovecharía la oportunidad. La masiva manifestación que este sábado se ha celebrado en Valencia, convocada por sindicatos y empresarios y apoyada por un espectro civil y político del que solo se ha desmarcado el PP, urge a reformar el sistema de financiación autonómica. Y no lo hace porque a los valencianos les haya dado por exigir más dinero después de unos años de corrupción y despilfarro protagonizados por gobernantes de la derecha apeados en 2015, sino porque la Comunidad Valenciana es objetivamente la Administración peor financiada, por debajo de la media en renta y, pese a ello, contribuyente al sistema.

Aunque no se hayan enterado muchos opinadores que observan el mundo armados de preconceptos, sí que lo han hecho los expertos nombrados por el Consejo de Política Fiscal y Financiera al emitir su informe. El modelo, caducado desde hace tres años, es complicado y poco transparente, genera una distribución desigual, adolece de un déficit de responsabilidad fiscal por parte de las comunidades autónomas, carece de mecanismos que aseguren un equilibrio en el reparto y parte de un desequilibrio vertical en la asignación de los recursos públicos a favor del Estado, que se queda la mayor parte, en detrimento de las administraciones autonómicas, donde se gestionan la mayoría de los servicios.

Que la Comunidad Valenciana sea la peor parada de un sistema cuyos vicios se arrastran desde los orígenes con la transferencia de competencias insuficientemente dotadas explica que sea la sociedad valenciana la que levante la voz. Pero no invalida el hecho de que en estos momentos está sobre la mesa del Consejo de Política Fiscal y Financiera un diagnóstico técnico general muy claro del problema. Un diagnóstico que viene a confirmar que no se está garantizando la equidad en la financiación de los servicios públicos fundamentales, aquellos que definen el Estado del bienestar y deben convertir en realidades los derechos de los ciudadanos.

Dejando al margen la singularidad de los conciertos vasco y navarro, de cuyos cupos también se podría hablar largo y tendido, no se propugna que las comunidades de régimen general entablen una pelea por repartirse el botín sino una racionalización de la financiación autonómica en un sentido federal para que los recursos por habitante ajustado destinados a los servicios públicos fundamentales sean equiparables en todo el territorio, lo que obligaría a la Administración central a ceder parte de su privilegiada financiación.

Pese a la aplicación de mecanismos de nivelación, las asimetrías del sistema vendrían después, fruto del alcance de las competencias asumidas, los márgenes de capacidad fiscal y recaudatoria y el reconocimiento de identidades nacionales. En otras palabras, serán fruto de los niveles de autogobierno político asumidos por cada cual. Ese planteamiento aconseja situar el asunto en el marco amplio de una reforma constitucional que otorgue más autonomía tributaria, refuerce organismos multilaterales como el CPFF, convierta el Senado en una Cámara territorial (no solo para aprobar el 155) y consolide los principios de financiación.

Simplificar el sistema actual de financiación para hacerlo más transparente, pues, no es el menor de los retos que presenta la reforma que teóricamente se ha comprometido Mariano Rajoy a poner en marcha. Descartada la independencia unilateral de Catalunya, bien podría recibir la financiación el primer impulso en un programa amplio de reforma del dañado edificio del Estado autonómico. Sin embargo, puede que tampoco sea el caso.

Con la desacralización de la intervención completa de un autogobierno como la que ha supuesto, con la inestimable colaboración del exaltado independentismo catalán, la aplicación del artículo 155 de la Constitución culmina un rosario de acciones que han caracterizado la ejecutoria de Mariano Rajoy. El multimillonario rescate de la banca, los recortes de derechos y prestaciones en nombre de la austeridad frente a la crisis, el uso y abuso del decreto-ley, los préstamos a las comunidades autónomas mal financiadas (singularmente el País Valenciano, pero también Catalunya) a través del Fondo de Liquidez Autonómico -que el ministro Cristóbal Montoro administra con la displicencia de un monarca antiguo- y la intervención de la Generalitat de Catalunya han sido los instrumentos de gobierno del PP en estos años, cuando tenía mayoría absoluta y cuando no la tiene pero actúa como si la tuviera.

La desgana con la que se ha incorporado el PP a la comisión del Congreso de los Diputados sobre el modelo territorial que Pedro Sánchez arrancó a Rajoy a cambio de apoyar el 155 resulta elocuente de una actitud que no ha cambiado. El presidente del Gobierno no ha dado ni medio paso adelante para modernizar el sistema autonómico, ni para atajar el conflicto en Catalunya hasta que ha estallado, no le apetece nada emprender reforma alguna de la Constitución y probablemente tampoco del sistema de financiación de las comunidades autónomas. Más proclive a la reacción que a la regeneración, a la involución que a la reforma, la de Rajoy es una política excepcional, no porque sea buena sino porque está construida a golpes de procedimientos de excepción.

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