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Ganar tiempo

Rajoy dice que España pedirá a la UE que aumente la ayuda para los países con ébola

Antón Baamonde

Fue la catástrofe del 98 la que marcó el inicio del fin de la segunda restauración borbónica. Aquello había sido negro sobre blanco, el fracaso de una potencia colonial pero, sin embargo, fue leída en un marco historicista y nacionalista como una crisis existencial que ponía en cuestión el ser de España. Es importante hacer notar que las élites españolas sabían desde hace tiempo que la guerra de Cuba no podía ser ganada. Pero prefirieron seguir adelante con ella antes de asumir la crisis del régimen que se derivaría de ese reconocimiento.

No les salió mal la jugada. La Restauración siguió renqueando. Después vino la favorable coyuntura para las exportaciones que supuso la neutralidad en la guerra del 14. Eso les dió más tiempo todavía. Otra guerra colonial, la de Marruecos, abocó a la Dictadura de Primo de Rivera. Después, ya agotados todos los recursos del régimen, vino la ruptura. La Generación del 14 –Ortega y Gasset, Marañón, Azaña- tomó el relevo. Fue el momento de la Segunda República. Francia era el modelo a seguir, por tanto lo que se buscaba no era una revolución sino una modernización burguesa. Pero en España eso parecía demasiado.

Este es un relato que podría componer una parábola sobre la más inmediata actualidad. El régimen nacido de la Transición está en horas bajas. Está en crisis la monarquía, el modelo territorial, el sistema de partidos: el entero entramado institucional. Una crisis económica mundial, nacida al otro lado del Atlántico y reduplicada después por la burbuja inmobiliaria y la crisis del euro, está poniendo en cuestión no sólo el edificio del Estado, sino también el marco mental heredado, lo que se ha dado en llamar “la cultura de la Transición”.

La sociedad española le ha visto los dientes al lobo. Ha tardado en hacerlo, pero ya muy poca gente se cree aquel lema culpabilizador creado al parecer por un think tank dependiente del Deutsche Bank: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Sabe o intuye que está en marcha una operación de rediseño del modelo social que consiste en beneficiar a los grandes y perjudicar a los pequeños. Y sabe que la actual política es una cooperadora necesaria a la hora de plasmar ese horizonte turbio. Por cierto, ¿alguien sabe, expresado en deciles, qué parte de la riqueza atesoran los españoles? ¿Y cúal ha sido su evolución en el último septenio?. Es de suponer que la Agencia Tributaria o Hacienda lo sabrán y que podrían darle esa información a los ciudadanos. Sería un servicio público insoslayable.

Frente a ello ¿qué se le ocurre a los representantes más conspicuos del régimen?. Ganar tiempo, como antaño. Ganarlo en relación al problema catalán, ganarlo frente al clamor del descontento social y ganarlo frente al desgaste del sistema de partidos. Mariano Rajoy se viste de Don Tancredo. Y hay que reconocer que lo hace muy bien. Fumando puros y leyendo el Marca, nada le conmueve. Nadie sabe si es por pereza o por poseer alguna forma de inteligencia astral. El caso es que, hasta el momento, apoyado en las mayorías absolutas ha sabido no mover ni una coma y cumplir con presteza los requerimientos de Merkel y del Ibex 35.

Sin embargo, en lontananza aparecen turbulencias. Podría suceder que en las municipales de Mayo y en las convocatorias electorales en Castilla La Mancha y Galicia, el pueblo soberano manifieste su descontento cambiando el sentido de su voto. ¿Y qué se le ocurre a Mariano Rajoy, a Núñez Feijóo, a Dolores de Cospedal, a tales genios de la aritmética aplicada al digno oficio de robar elecciones?. Cambiar las leyes electorales en una nada sutil aplicación de la Ley del Embudo, estrecha para otros, ancha para mí. Es un escándalo que vuelve a poner en circulación otro clásico de la Restauración: el gobierno que hace las elecciones decide ganarlas.

Romero Robledo, como ministro de la Gobernación, fue el más reconocido entre aquellos que se dedicaron con ardua dedicación a manipular el voto en la España de la Restauración. Tal vez no por los motivos correctos, pero alcanzó con ello justa fama imperecedera. Más tarde, el artículo 29 de la Ley electoral de 1907, aprobado por el gobierno de Maura, permitía que cuando en un distrito o en una circunscripción no llegaban a presentarse más candidatos que el número de puestos a cubrir, los candidatos únicos se proclamasen sin votación. Fue uno de los grandes artificios del caciquismo en España. En Galicia hasta no hace mucho se usaba la expresión “o carallo 29” para sugerir incredulidad. Fue la contribución del gobierno al sarcasmo del pueblo.

No es que la ley que pretende cambiar la norma electoral ahora, antes de unas elecciones que se presume van a ser un batacazo para el PP, sea más sutil que las que alumbró la Restauración. En realidad, lo que sorprende es el descaro. Y que lo que se les ocurra para darle aire o más tiempo al régimen, antes de que se haga más perentoria la necesidad de su transformación sea recurrir al fraude. ¿Tendrán éxito en su intento de congelar el cambio?. ¡Ah! Chi lo sa. Pero no tiene pinta...

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