2025 y el miedo al diablo
El año 2025 debería haberme dado miedo, pero me he insensibilizado tanto ante la catástrofe que ya la reconozco como parte del paisaje. Otro año que debería haber sentido miedo por los gazatíes y por esos niños que han aprendido antes el zumbido de un dron que el sonido de una canción o de los veinteañeros rusos y ucranianos condenados a matarse vete a saber por qué; me debería dar miedo que en Europa empecemos a hablar de rearme con la misma facilidad con la que antes hablábamos del Erasmus+; otro año que debería darme miedo que el vocabulario bélico haya adelgazado tanto que ya casi no pesa en la lengua. Debería aterrorizarme el clima; no su colapso, porque eso sería hasta honesto, sino esta cosa a plazos donde el verano dura cada vez más y el agua falta un poco antes y los incendios se extinguen un poquito más cerca. El apocalipsis en cómodas mensualidades
Podría seguir enumerando catástrofes, pero el problema no está ahí fuera. El fin del mundo ha dejado de ser un acontecimiento y se ha convertido en algo que siempre les pasa a otros y que pasa todo el tiempo; a otros niños, a otros jóvenes, a otras familias; a otras gentes. Nos hemos entrenado para mirar sin mirar, para asumir que el horror tiene una geografía específica y que, mientras no se nos acerque demasiado, podemos seguir adelante. El apocalipsis ya no asusta porque casi siempre cae sobre gente que no conocemos, en lugares que pronunciamos mal, y eso lo vuelve soportable. El miedo se redistribuye y se desplaza. Nos hemos socializado en torno a la idea de que el mundo puede acabarse muchas veces al día siempre que no sea el nuestro, siempre que no afecte a quienes amamos, siempre que podamos seguir sentándonos a la mesa con la sensación –precaria, pero suficiente– de que, por ahora, seguimos a salvo. El fin del mundo son los otros.
Pero qué hipócrita resulta hablar de valentía cuando la verdad es otra; cuando se confunden la resistencia y la comodidad, y nos convencemos de que soportar es lo mismo que hacerse cargo. He pasado 2025 mirando el desastre del mundo con una distancia cínica, clínica y privilegiada, creyéndome lúcido por no escandalizarme; maduro, por no venirme abajo, cuando en realidad, todo era una anestesia. Era la tranquilidad, en el fondo, de saber que casi nada de eso me exigía cambiar nada de mí. Con qué derecho me podría escandalizar de lo que pasa ahí fuera, si en lo que de mí depende he sido capaz de horrorizarme a mí mismo más de lo que ha podido intentar el 2025. Si no hay mayor catástrofe que haya podido ver en todo el año, que mis ojos reflejados en un espejo de decepción. Con qué autoridad le pido al mundo que dejemos de fallarnos todos, si yo he sido capaz de fallar a quien más quiero; es el último límite humano que volvería a cruzar: el de mirar a unos ojos que devuelven la misma mirada de decepción de quien está viendo arder el mundo y piensa que no tiene solución. 2025 me ha servido para recordar que no estoy aquí para avivar más fuegos, sino para extinguirlos. Y eso pienso hacer.
7