Piratas del Caribe
Primero fueron a por las narcolanchas y yo no dije nada porque no era una narcolancha. El 10 de diciembre de 2025, Estados Unidos interceptó el buque Skipper, cargado con dos millones de barriles de crudo venezolano, a 60 millas de la costa de La Guajira, en plena zona económica exclusiva de Venezuela; lo remolcarán hacia aguas estadounidenses para incautar la mercancía. Justificar esto es complicado. Es curioso cómo en el derecho internacional es mucho más fácil de explicar el asesinato que el robo; y esto se debe a un viejo dicho pirata que dice que los muertos no cuentan historias. La carga del Skipper será subastada discretamente a refinerías texanas y el dinero irá a parar a algún fondo para la oposición venezolana porque si no nos venden el petróleo barato pues tendremos que robarlo. Podría decirse que esto sienta un precedente terrible, pero no es la primera vez que ocurre. Ya lo hicieron con el Luna iraní en 2020, con el Grace 1 en Gibraltar en 2019 (esa vez hasta el Reino Unido se prestó al juego). Ahora, lo único, es que sacan pecho de ello.
Me resulta muy gracioso que la doctrina Monroe naciera con la idea de stop colonos con peluca y 150 años después, Donald Trump. Ya han conseguido subvertir el año 1823 y van de camino a revertir el 1865; de hecho, están dejando de ser yankees y están pasando a ser dixies. Este final de año coloca al Caribe otra vez en ese lugar histórico donde el imperio prueba su fuerza lejos de casa. Venezuela, concretamente, se ha convertido en un laboratorio a cielo abierto donde se ensayan fórmulas de coerción que el derecho internacional reconoce, delimita y rechaza desde hace décadas.
El artículo 101 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, que Estados Unidos no ha ratificado al completo pero que invoca cuando le conviene, define la piratería como “cualquier acto ilegal de violencia o depredación cometido con fines privados por la tripulación o los pasajeros de un buque privado (...) contra otro buque o las personas o bienes a bordo del mismo en alta mar”. Con fines privados es piratería, pero con fines estatales es un acto de guerra. El objetivo es desangrar a PDVSA, forzar la caída de Maduro, y, de paso, desplazar a China, que se lleva el 60% del crudo venezolano. En los últimos años, Washington ha ido ampliando el uso extraterritorial de sus sanciones marítimas mediante acuerdos bilaterales con países del Caribe y Centroamérica que permiten inspecciones, retenciones y cesiones de custodia fuera de su jurisdicción directa. Colombia y Aruba figuran entre los puntos clave de esa red informal de cooperación y la práctica se apoya en memorandos administrativos más que en tratados firmados, y evita deliberadamente cualquier paso por instancias multilaterales. El mar deja de ser un espacio común y pasa a funcionar como extensión móvil de la frontera estadounidense.
El mar Caribe conoce bien la secuencia de avistamiento, persecución y abordaje; la única diferencia es estética. Las fragatas de madera y nombre de santo y cañones ahora son destructores grises, con nombres de políticos muertos, cargados de misiles que no necesitan ni explotar para hacer que te rindas, pero el resto es lo mismo. La intercepción del Skipper demuestra que la ley es un producto gestionable. La piratería, en esta nueva fase del imperialismo, se ha convertido en una sofisticada herramienta de gestión de activos. Los buques de crudo no se saquean; se les aplica un proceso de incautación administrativa, un simple cambio de titularidad justificado con warrants judiciales. La semántica importa porque limpia la sangre del agua. Pirata es el otro; pirata es el que no tiene juez propio; pirata es el que no puede llamar incautación a lo mismo que ayer se llamó robo.
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