Violencia y retórica de la atrocidad en la red digital
Sexo mediatizado y cargado de violencia
Es bien sabido que la pornografía fue uno de los principales incentivos que llevaron a las masas al ciberespacio. La pornografía digital aparece desde la infancia de Arpanet, se difunde masivamente por internet a través de bulletin boards especializados y la red usenet, y se convierte en uno de los más poderosos motores del progreso y desarrollo del www. Nunca antes tanta pornografía fue vista por tantos, nunca antes un producto tan controvertido, irritante y transgresor fue distribuido de manera gratuita en todos los rincones del planeta.
Sin embargo, un fenómeno inevitable en la pornografía es que la abundancia a menudo se traduce en insensibilización, las imágenes porno se devalúan con una exposición excesiva y pierden su poder de estimular cuando demasiados ojos las han visto. Pornografía sin novedad no es pornografía. Pornografía sin transgresión moral no es pornografía. Si la pornografía se normaliza y su poder de seducir se diluye, el púbico busca otro tipo de estímulos límite en otras imágenes tabú.
Cuando esto se escribe la web ha rebasado los 21 años, ha alcanzado por tanto la mayoría de edad y por lo menos una generación ha aprendido todo lo que sabe del sexo viendo porno en la red. Si a esto sumamos que hemos vivido once años de guerra con una proliferación de imágenes atroces de muerte, sometimiento y tortura, difundidas tanto por los medios masivos como por canales alternativos, tenemos que el resultado inevitable es una gran confusión cultural, una gran ambigüedad en lo que se refiere al sexo y la violencia, al horror corporal y al hardcore. Así, no es raro que muchos vean con una curiosa displicencia la exposición grotesca de cuerpos destrozados, o bien que tengan un insaciable apetito por estímulos visuales extremos cada vez mayores.
Este ambiente fue el caldo de cultivo para el regreso revitalizado de una cultura del sexo violento en todas sus acepciones, lo cual desató no sólo un reciclaje de viejas imágenes sino una proliferación de nueva pornografía que daba la apariencia de ser cada día más y más provocadora. Dada la forma en que las secuencias se repiten con un mínimo de variantes en la mayoría de estos vídeos, es claro que se trata de puestas en escena y no de auténticas violaciones. Pero eso no resta un ápice a la violencia y la sensación de angustia y desesperación que proyectan las actrices-modelos-víctimas. Esto no quiere decir que todo el ciberporno sea violento; de hecho los aficionados a este tipo de imágenes son minoría. Sin embargo, las imágenes que los excitan son tan provocadoras que crean un impacto difícil de ignorar u olvidar y su existencia da lugar a un fenómeno de pánico moral.
Violencia mediatizada y sexualizada
En el pasado los cineastas que vivían del morbo y la explotación tenían dificultades para obtener imágenes de crueldad o muerte real, por lo que a menudo optaban por falsificarlas. Hoy, en cambio, hay un auténtico diluvio de vídeos espantosos y sanguinarios en extremo disponibles para cualquiera que los quiera ver. La abundancia de cámaras y las recientes guerras han dejado una enorme colección de imágenes de muerte, accidentes, tortura y desolación. Asimismo ciertos grupos insurgentes, terroristas y cárteles criminales se han dado a la tarea de documentar sus ejecuciones, torturas y escarmientos para luego subir los vídeos y fotos a la red. Así han surgido auténticos clásicos macabros en vídeo digital, como la decapitación del estadounidense Nick Berg en Irak a manos de supuestos jihadistas, el asesinato del periodista David Pearl, las fotos de los juegos sádicos de los guardias de la prisión de Abu Ghreib, el vídeo difundido por Wikileaks denominado Asesinato colateral, el interrogatorio y ejecución de un hombre llamado Manuel Méndez Leyva por sicarios del narcotraficante el Chapo Guzmán y la increíble ejecución de un hombre del Chapo con una sierra eléctrica. Estos vídeos sobreviven en la red y se convierten en objetos polimorfos, en entretenimiento grotesco que se consume para asustar y estimular y que a menudo son ofrecidos en sitios pornográficos, lado a lado de vídeos de sexo explícito, como si compartieran la misma finalidad masturbatoria.
Uno de los espectáculos mediáticos determinantes del fin del siglo XX fue la selectiva transmisión televisiva de la 1ª Guerra del Golfo, la cual se caracterizó por aquella cámara bomba que se destruía a sí misma al filmar cómo alcanzaba su blanco. Ese espectáculo pirotécnico mortal que lanzó al estrellato al canal informativo de cable CNN tenía un claro programa ideológico que consistía en suprimir las imágenes de cuerpos despedazados y en enfatizar la noción de una guerra peleada con tecnología y armas inteligentes. Las smart bombs protagonizaron entonces un conflicto deshumanizado que pretendía ofrecer un rostro emocionante, aceptable, heroico, despojado de estrés y culpa de la guerra. Así la tecnología digital de comunicación comenzó a promover una insensibilización moral al convertir un acontecimiento sangriento en una especie de juego de vídeo.
Resulta hasta cierto punto paradójico que la multiplicación de cámaras digitales en los siguientes conflictos bélicos sirviera para retratar la imagen opuesta de la guerra, su cara grotesca y atroz. El misil cámara con su muy propagandizada precisión fue sustituido por la cámara portátil e incluso la cámara del celular con las que soldados, civiles, agresores y víctimas registraban todo tipo de atrocidades. De esa manera comenzó un diluvio descontrolado de visiones infernales. La imagen casi lúdica, reiterativa e insistente de las bombas impactando impecablemente en sus blancos fue remplazada por las tomas de cámara en mano, que registraban trampas explosivas en las carreteras, decapitaciones, tortura y mutilación de civiles.
Los 'narcovídeos''
Quizás influenciados por los vídeos de grupos jihadistas islámicos que aparecen durante la guerra de Chechenia y proliferan tras la invasión estadounidense a Afganistán, grupos criminales y cárteles de narcotraficantes mexicanos comenzaron a grabar en vídeo a sus cautivos. En algunas ocasiones los captores presentan a sus rehenes en medio de hombres armados y encapuchados antes de ejecutarlos; a veces el cautivo es interrogado por una persona que se encuentra fuera de cámara; algunos aparecen atados, vendados, desnudos o pintarrajeados, convertidos en grafiti humano para comunicar algún mensaje. Casi siempre los cautivos responden obedientemente a las preguntas incriminándose, muy pocas veces se les ve tratar de defenderse y rara vez suplican por su vida o lloran desesperados. Algunos vídeos son de una simpleza extraordinaria, como el llamado La confesión del Z43, en donde únicamente se ilumina el rostro del cautivo. Otros son más complejos y extremadamente gráficos, como aquellos que incluyen la ejecución del rehén, como la del antes mencionado Manuel Méndez Leyva, que termina cuando el sicario le dice: “Ya de aquí te vas tú”, y MML pregunta: “¿A dónde?” justo antes de que el asesino le clave un cuchillo en el cuello y lo decapite. En algunos casos ni siquiera hay interrogatorio, como el de una mujer de cabellera rubia que decapita a un hombre y después le desprende la piel de la cara con una navaja.
Este tipo de vídeos ha encontrado su canal natural en internet, donde circulan, se conservan y reproducen con un mínimo riesgo de que sean censurados o sus autores rastreados. La intención original de estas obras era enviar mensajes que podían ser provocaciones, extorsiones, venganzas, amenazas, demostraciones de ausencia de piedad, pero finalmente pasan a convertirse en entretenimiento morboso, inyección digital de adrenalina y una prueba para la tolerancia de los sentidos. Estos vídeos a su vez han desatado una competencia en crueldad, una escalada de sadismo en la que los asesinos tratan de mostrar que están dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias con tal de intimidar a sus enemigos. La paradoja es que, como demostró el propio Marqués de Sade hace dos siglos, las posibilidades del horror corporal no son infinitas y si la intención es mostrar lo inmostrable, después de varios asesinatos de mujeres y niños, de documentar desmembramientos, extracciones de vísceras y desollamientos es relativamente poco lo que puede trastornar los sentidos. No obstante, esta corriente representa una absurda y trágica competencia que seguirá cobrando víctimas y convirtiendo el crimen real en espectáculo.
Los narcovídeos parecen en cierta forma una extensión de los sórdidos montajes e instalaciones que hacen algunos grupos criminales con los cuerpos y partes de sus víctimas, a los que decoran con mantas, letreros y parafernalia diversa en plazas públicas para intimidar a la población y demostrar su impunidad. Estos asesinatos y la posterior manipulación de los cadáveres, como señala la doctora Lilian Paola Ovalle[i], “trascienden el objetivo de acabar con la vida de alguien”. Independientemente de los motivos para eliminar a estos sujetos lo importante al transformarlos en protagonistas de sus filmes snuff es reducirlos a mensajeros-mensajes de terror, al estilo de las confesiones forzadas de las purgas estalinianas, mostrarlos humillados, arrepentidos, dóciles, cooperativos, en una especie de resignación fatalista con la que se denuncian a sí mismos, a sus compañeros, jefes, familiares, protectores y redes. Nuevamente la actitud, las poses y las acciones recuerdan a los vídeos de los fundamentalistas islámicos, pero obviamente despojados de la carga religiosa y de argumentos anticolonialistas e independentistas.
Estos vídeos registran entonces rituales con elementos comunes y reconocibles de “violencia unilateral”, como la llama Ovalle. Se trata de muestras de poder y control, donde la víctima en su condición vulnerable y sumisa refleja a una sociedad cautiva, incapaz de defenderse. Los narcovídeos pretenden mostrar a los sicarios como justicieros, a veces vestidos con indumentaria paramilitar con la que parecen querer crear una imagen en cierta forma institucional de orden y jerarquía, como si impusieran un nuevo código moral donde decapitar y desmembrar son castigos legítimos y reconocidos por alguna autoridad contra los infractores de sus reglas. Así, estos vídeos interpretan una ficción en la que no aplican una violencia exagerada sino apropiada, donde no hay nada espontáneo sino que existe un sistema, un protocolo de ejecución impersonal y solemne. La mayoría de las veces se conducen con un símil de profesionalismo, sin insultos ni golpes y muy rara vez subiendo el tono de voz. Es de imaginar que antes de que la cámara se encienda ha habido suficiente tortura, golpes y amenazas como para suavizar al cautivo. En pocas ocasiones se rompe esta ilusión de respeto.
Estos vídeos, que en realidad son evidencias en casos criminales, son reciclados para una difusión masiva e indiscriminada y obviamente imponen un serio dilema. Por un lado, debido a las características propias de internet, son imposibles de retirar de la circulación, y por otro son demasiado agresivos y brutales como para mostrarse en los medios informativos masivos. Las imágenes de la muerte son, como dijo Sontag, “(…) una especie de retórica. Reiteran, simplifican. Agitan. Crean la ilusión de consenso”[ii]. Son imágenes importantes para entender lo que sucede, para materializar la catástrofe en que está hundido México, pero es un error perder de vista la función que tienen para sus propios autores, para aquellos que le han dado la vuelta a la tarea de documentar el horror y los han convertido en una herramienta más para aterrorizar y dominar
Lo que debemos preguntarnos es: ¿cómo nos transforman estas imágenes? ¿Qué diferencia hay entre ver una ejecución en vídeo y haber sido testigo de las ejecuciones públicas que hasta mediados del siglo XX eran comunes en gran parte del mundo y aún siguen siéndolo en unos cuantos países? Y de la misma manera en que debemos preguntarnos cuál es el impacto de la cámara y de internet en la imaginación de quienes cometen estos crímenes, también es importante cuestionar si estos vídeos se consumen como si fueran pornografía y si pueden producir efectos similares.
Podemos pensar que la cultura de la violencia que estamos viviendo ha sido influenciada por el cine de horror gore, por los vídeojuegos y por la insensibilización creciente del público, podemos responsabilizar a la cultura popular de la corrupción de nuestro gusto. Pero la realidad es que nuestra afición por lo espantoso ha estado con nosotros siempre, sólo que ahora tenemos mejores juguetes que permiten que hagamos de la atrocidad un espectáculo pornográfico de consumo instantáneo y compulsivo.
[i] Ovalle, Lilian Paola, “Imágenes abyectas e invisibilidad de las víctimas. Narrativas visuales de la violencia en México”. El Cotidiano, num. 164, Nov-dic, 2010, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, México, Df. Pp. 103-115.
[ii] Sontag, Susan, Regarding the Pain of Others, Picador, Nueva York, 2003. Pág. 8.