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Menos mujeres, menos democracia

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Máriam Martínez-Bascuñán

A lo largo de los últimos años muchas autoras han mostrado evidencia empírica de la brecha de género que existe en lo que Nancy Fraser denomina como “las vías de interpretación y comunicación de la sociedad”. También sobre la presencia abrumadoramente masculina en foros e instituciones públicas y privadas. La política de la presencia sigue siendo un tema clave en los principales debates sobre teorías de la justicia porque estar es contar. Es por ello que la exclusión de las voces de las mujeres de la expresión pública y de sus instituciones continúa perpetuando una de las maneras más peligrosas de minar los principios de justicia que deben ordenar nuestras democracias. Vamos a explicar por qué.

En primer lugar debemos aclarar que la evidencia de dicha realidad sesgada no siempre se ve como problemática o lo que es peor, a veces ni se ve. En una sociedad en la que todas las personas son formalmente libres e iguales, en la que predomina una moral pública comprometida con los principios de igualdad de trato de todas las personas, parece razonable que los juicios sobre la superioridad o inferioridad sobre éstas se hagan individualmente, esto es, de acuerdo a aptitudes individuales. Esto quiere decir que si una mujer logra visibilidad y reconocimiento en los espacios públicos es porque “ella lo vale”, y aquellas que no lo logran, es porque no lo valen. Según este razonamiento, si del total de miembros de la Real Academia Española de la Lengua por ejemplo, más de un 80% son hombres, la explicación debe buscarse en la valía personal de las escritoras. Ellas no lo valen. Este tipo de razonamiento (que pone la carga de la prueba sobre quienes sufren la discriminación) nos impide reparar en el hecho de que es la forma en la que hemos organizado el orden de las cosas la que construye esa desigualdad como un hándicap individual.

Sin merbago, cualquier científico social sabe que estos datos son importantes porque ayudan a poner en evidencia una estructura de desigualdad. Cualquier científico social sabe que la menor presencia de mujeres en foros públicos de opinión, en tribunas, debates o en suplementos culturales, no obedece a la incapacidad individual de ellas, ni a las fuerzas misteriosas del azar, sino a una estructura social desigual que pone más obstáculos a ellas para alcanzar esa visibilidad, presencia y reconocimiento públicos. Conviene recordar que el reconocimiento público está vinculado con el reparto de poder. La palabra reconocida es una palabra autorizada, una palabra que se obedece aunque sólo sea escuchándola. Por eso el reconocimiento es un tipo de capital cultural que sigue siendo abrumadoramente masculino. ¿Pero qué implicaciones tiene esto?

El hecho de que del total de la Eurocámara paralmentaria por ejemplo, sólo un 36’75% sean mujeres, quiere decir que existe un fallo sistemático en la estructura social e institucional que indica que las mujeres, insisto, mitad de la población, no están presentes de forma proporcional en los procesos que dan lugar a la toma de decisiones. Estos resultados muestran una falta de voluntad política para asegurar que las decisiones que se toman a todos los niveles, que afectan a la vida de todos los ciudadanos, se alcanzan tanto por hombres como por mujeres. Por eso la inclusión de mujeres logra una mejor promoción de la justicia, garantiza una equidad al establecer en la agenda pública todas las opiniones sobre los puntos fijados en ella, posibilita que un mayor número de intereses y necesidades sean reconocidos en las deliberaciones que tienen lugar en el ámbito público.

Las cuotas son una medida que ayuda a paliar esta injusticia estructural, pero no son suficientes. Hay gente, sin embargo, que está más preocupada por poner en cuestión el sistema de cuotas que por pensar en qué medidas complementarias desde un punto de vista de la organización social e institucional deberían ponerse en práctica para solventar la discriminación que produce el sexismo. Incluso medidas creativas tendentes a desafiar los estereotipos y los clichés que están ampliamente diseminados y que refuerzan las posiciones de poder que ocupan mayoritariamente los hombres. Al estar tan ampliamente diseminadas, esas expresiones culturales se transforman en expresiones normales, universales, y por tanto corrientes. Por ejemplo, no parece llamativo ver un debate político en el que intervienen 6 hombres. ¿Se imaginan este caso a la inversa? Y si se lo pueden imaginar, ¿por qué de hecho no sucede? Pensemos en el género del relevo generacional de la clase política que está experimentando este país. ¿No es llamativo que las “jóvenes promesas” destinadas a ocupar las cúpulas de los principales partidos sean todos hombres?

Las cuotas deben ser entendidas como medidas complementarias a muchas otras, que no sirven para “desfavorecer” a los hombres, sino para crear sociedades más emancipadas. A todo ello se refería Carol Gilligan cuando afirmaba que la situación de la mujer es la clave fundamental para entender el orden social, para mantener o transformar ese orden desde un nivel tan profundo que realmente sería revolucionario. Nuevas voces crean nuevos métodos. Nuevas maneras de organizar la sociedad; de mirarla y de representarla. Si sólo hablan los hombres, estamos construyendo una visión sesgada de la realidad. Y eso tiene efectos importantes para la construcción del orden social y para la preservación de principios fundamentales que afectan al grado de desarrollo de nuestras democracias. Un medio de comunicación que no incorpora voces de mujeres de forma proporcional no es pluralista. Un partido político que no atiende a las listas cremallera no es democrático. Como afirma Martha Nussbaum, la cuestión sobre la voz y la presencia de las mujeres es un indicador del grado de desarrollo humano de las sociedades. Según esto y a la luz de las cifras, ¿qué tan desarrollada es nuestra sociedad?

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