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Día 60 en estado de alerta: cuando el mundo cambió ante nosotros sin darnos cuenta

Ya se han cumplido 60 días

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Ocho de la tarde. Llevo mirando desde la ventana sesenta días. Sesenta. Suena a cifra grande. Y aunque las calles no reflejan el mundo entero, una pequeña esquina sí, y hoy mi calle estaba ocupada por la lluvia y el cansancio. Era todo vacío salpicado con un par de solitarios círculos negros en forma de paraguas. El agua, el raro frío de mayo, no acompañaban el día para salir al balcón y aplaudir. Aunque algunos vecinos se han animado. Pese a todo.

Cerca, la calle no parece tan muerta porque no pocos comercios se han animado a abrir la puerta. Hoy estaban prácticamente vacíos. Pero quién sabe si es el virus o solamente la lluvia. O las rutinas domésticas, que ya son todas. Todo se ha vuelto doméstico. Otra vez, mejor no mirar de golpe y quedarse con cada día. Porque uno aún es manejable. Y sesenta suena a mucho. (La ventana de Lucre)

Era viernes 13, como un mal presagio. Al mediodía últimaba el equipaje para irme de fin de semana a Portezuelo, un pueblito al norte de Cáceres. Las bolsas con la ropa, la comida y los bocatas para el camino.

El coronavirus había llegado a Italia y aquí comenzaban a sonar sirenas de alarma. Se hablaba de decretar el inminente estado de alarma. Los noticiarios no dejaban de dar datos alarmantes. Íbamos a ir con una pareja de amigos, pero se hablaba ya de evitar el contacto, el confinamiento como única arma para luchar contra la COVID-19, para tratar de evitar el colapso de los hospitales. Ante un panorama tan inquietante decidimos anular el viaje.

Impensable

De repente, todo estalló y se precipitó. Lo que hasta entonces habían sido noticias del extranjero estaban ya en casa y, como el que prende una mecha imparable, comenzaron a surgir las imágenes y a llegar las cifras de muertos, hospitales saturados, falta de mascarillas y respiradores. Ante nosotros se presentaba un mundo que jamás habíamos visto, más allá de las películas de ciencia ficción. Y todos desconcertados, con el miedo metido en el cuerpo, corrimos a casa a cerrar la puerta.

El 14 de marzo se decretó el estado de alarma. Y comenzamos a aprender a vivir con mascarillas y guantes, a teletrabajar o perder el trabajo directamente, al telecole, a dejar de ver a la familia y amigos. Estábamos noqueados, en estado de shock. ¿Qué iba a pasar? Empezó a llegar el miedo al desabastecimiento, comenzaron a aparecer imágenes de supermercados con los estantes vacíos, incluso comenzó a escasear el papel higiénico y se convirtió en el tema central de no pocos memes. Había en estos primeros días un punto de euforia, surgieron los aplausos a los sanitarios, luego vendrían otros. Nos hiperconectamos y el Whatsapp y las videoconferencias echaban humo. Nos entregamos como locos a la gimnasia en casa.

Y así comenzaron a caer las hojas del almanaque, una tras otra, y comenzamos a cansarnos de todo, de tomar una cerveza con los amigos por Skype, de vídeos sacando al perro, de salir a comprar escalonadamente y debidamente protegidos.

Han pasado sesenta días, impensable hace sesenta. El mundo ha cambiado para siempre ante nuestras narices en estos días y, quizás, aún no lo hemos entendido. (La ventana de Luis)

Los feroces sesenta

60 días de cuarentena caen con una rotundidad feroz. Nunca pensé que el estado de alarma fuera a durar 15 días, siempre lo multipliqué por cuatro. Está claro que me equivoqué, que contra el enemigo invisible no hay prisas ni atajos. Durante el segundo mes de cuarentena, una vez hecho mis cálculos económicos y con la pandemia aflojando el nudo de la soga, decidí trabajar con cierta calma mental y reduciendo el estrés lo máximo posible. Sabía que lo vendría después iba a ser una carrera complicada.

Pues bien, ese estrés ha comenzado ya. Y, por supuesto, ha llegado para quedarse. Ha sido con la fase 1 e, irónicamente, con ese artilugio del demonio con el que algunos se han martirizado durante 60 días para cervecitas virtuales, cumpleaños familiares, reuniones interminables y encuentros de todo tipo. Amigos, Zoom ha llegado a mi vida. Que Dios (o quien quiera que ande a los mandos divinos) me coja confesado. (La ventana de Alejandro)

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