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Javier Márquez Sánchez, escritor: “Nos gusta que estafen al sistema porque nos sentimos estafados por él”

Javier Márquez Sánchez

Alejandro Luque

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Después de escribir libros dedicados a Elvis Prestley, el Rat Pack o la cocina actual, así como varias novelas negrocriminales, los lectores podían esperar de Javier Márquez Sánchez (Sevilla, 1978) realmente cualquier cosa. La nueva sorpresa lleva por título A peseta por estampita, ha visto la luz en el sello Muddy Waters Books y, como su título sugiere, brinda un repaso a los más asombrosos timos y fraudes de todos los tiempos.

La idea surgió cuando Márquez Sánchez trabajaba como subdirector de la revista Forbes. “Pensando temas para la revista se me ocurrió investigar sobre estafas originales, y encontré tanto material que acabé lanzando un podcast”, recuerda. “Aquellos guiones y los que se quedaron en el tintero acabaron dando cuerpo al texto. Así que podemos decir que este libro sobre timos y estafas nació trabajando sobre los grandes empresarios y las grandes fortunas del mundo”.

Para adentrarse en el volumen, no obstante, conviene distinguir entre dos tipos de estafas, y el autor tiene claro cuáles prefiere. “El timador que da el palo a una joyería, que se hace pasar por arqueólogo y entierra sus hallazgos la noche antes de venderlos, el que convence a alguien de que puede ganar duros a pesetas... Quienes hacen cosas así son verdaderos magos; al servicio del mal, sí, pero maestros de la prestidigitación al fin y al cabo. Ese tipo nos gusta y nos seduce -sin que excusemos su crimen– porque es avispado, atrevido... Pero la otra estafa, la de millones que deja arruinadas a familias enteras, esas son estafas muy feas, nada seductoras, y no me interesaba en absoluto tocarlas en el libro”.

Gangas y tocomochos

Entre los primeros casos, hay todo un abanico de astucias que Márquez Sánchez desgrana con fruición. “Sin duda los dos casos que mejor responden a los clásicos de la estampita o el tocomocho son los timos ejecutados por George C. Parker, Arthur Ferguson y Victor Lustig, que llegaron a vender grandes monumentos como la Torre Eiffel, la Estatua de la Libertad o el Puente de Brooklyn a incautos que realmente pensaban que podían comprar a precio de ganga estas infraestructuras públicas para cobrar entrada y hacerse ricos”.

“Otro de los casos fascinantes”, prosigue, “es el de Gregor MacGregor, que convenció a la flor y nata de la sociedad londinense para invertir en el reino del que él era príncipe en Sudamérica... reino que por supuesto no existía. Sin olvidar a la astuta Cassie L. Chadwick, quien se hizo pasar por hija ilegítima del magnate Andrew Carnegie y llegó a arruinar algunos bancos con los pagarés falsos supuestamente firmados por su padrastro. El secreto de su éxito estuvo en suponer que nadie se atrevería a hablar con uno de los hombres más poderosos del país para decirle que su hija ilegítima le debía dinero. La clave de todas estas estafas fascinantes radica en la época, la mayoría ocurrieron entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando confluyen una serie de factores que las hacen posibles”.

"La mayoría de las estafas que conocemos hoy no son nada atractivas", lamenta el periodista

Casi podría hablarse de una época dorada del timo, que hoy queda muy lejana en el tiempo. “La mayoría de las estafas que conocemos hoy no son nada atractivas”, lamenta el periodista. “Aprovecharse de unos ancianos haciéndose pasar por empleado de una compañía de suministros para darles el palo no tiene nada de talentoso. Lo de la gente que pica en lo de la herencia de un familiar desconocido que te anuncian vía email tiene su gracia, pero está lejos de ser como antes”.

“Las grandes estafas –grandes en cuanto a sofisticadas– que se han dado últimamente han tenido a la propia sociedad por víctima”, agrega. “Gente que ha triunfado como escritor o como científico y al final era todo un montaje. Lo del autotune en el caso de la música es una forma muy liviana de estafa, pero estafa al fin y al cabo, sin duda. Y ahí tenemos el mejor ejemplo de por qué han funcionado siempre los pequeños timos: mientras nos hagan disfrutar y no perdamos la camisa, acabamos picando. ¿O no hay siempre alguien en la mesa del trilero convencido de poder ganarle?”.

Un verdadero subgénero

Lo cierto es que la literatura y el cine se han alimentado incansablemente de estas prácticas, hasta el punto de casi permitir hablar de un verdadero subgénero. “El género de las estafas, que muchas veces se confunde con el de los robos, cuando se trata de tramas con aires de prestidigitación, siempre ha fascinado al lector y al espectador. Por un lado está el componente de artista del criminal, es decir, su capacidad para engañar a todos sin usar la violencia y salirse con la suya. Pero más allá de eso, nos gustan porque aviva nuestro subconsciente animal, ese que mantienen a raya las normas sociales. ¿Cuántas veces no hemos bromeado con lo que le haríamos al jefe o al banco de turno? Pero evidentemente no lo vamos a hacer. Sin embargo, proyectamos ese deseo en la ficción”.

¿Quién va a criticarle a Lazarillo que le robe la longaniza al ciego, si este no deja de hacerle pasar hambre? Pues eso mismo piensa el currante medio de a pie cuando disfruta con la historia de alguien que le da un palo a un ricachón o a un gran banco"

El mejor resumen de ello lo encuentra Márquez Sánchez en la película El caso de Thomas Crown, la versión de 1968. “Crown es un millonario que se dedica a robar obras de arte. Cuando otro personaje le pregunta por qué lo hace, él viene a explicar que es un desafío, dice: ”Soy yo contra el sistema“. Y esto no es algo del siglo XX, ahí están Rinconete y Cortadillo, el Lazarillo... ¿Quién va a criticarle a Lazarillo que le robe la longaniza al ciego, si este no deja de hacerle pasar hambre? Pues eso mismo piensa el currante medio de a pie cuando disfruta con la historia de alguien que le da un palo a un ricachón o a un gran banco”.

“Nos gusta que estafen al sistema porque la mayoría nos sentimos estafados con él”, concluye el autor de A peseta por estampita. “Pensemos en los políticos: prometen algo a sus electores para obtener lo que quieren -los votos- y luego es mentira, la mayoría de las veces no les dan lo prometido, y los votantes se quedan con dos palmos de narices. Si eso no es un tocomocho en toda regla...”.

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