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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Llamar las cosas por su nombre

Tatiana Cardenal

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Es lunes por la mañana y medio dormida subo al autobús camino al trabajo. Conmigo sube un grupo de chicas que se incorporan al instituto; con unas sonrisas que no esconden su emoción comentan los cambios que se les vienen encima. Una de ellas saca el móvil, en su carcasa pone: “Sólo sí es sí”, e inevitablemente pienso a qué se habrán enfrentado ya a sus 14 años... porque a los 14 años a todas nos ha pasado algo ya, o a alguna chica cercana, y a pesar de que reivindicamos sin complejos nuestro derecho a ocupar el espacio público con libertad y sin miedo, de un modo u otro sabemos que tenemos que cuidarnos. Llega su parada, las chicas bajan y yo sigo mi camino.

Apenas dos horas después, leo en la prensa digital que un hombre ha sido detenido por matar a su expareja, a su exsuegra y a su excuñada. Otra vez. Delante de sus hijos de 4 y 7 años. El martes por la noche otro suceso de una brutalidad salvaje sacude nuestra realidad: de nuevo un hombre acuchilla a su mujer hasta matarla en presencia de sus hijas de 8 y 10 años, un episodio que se repite con la obstinación de una pesadilla recurrente de la que parece que no despertamos.

En 2019 la friolera de 42 mujeres han sido asesinadas víctimas de violencia machista, 32 niños han perdido a su madre y 3 menores de edad han sido asesinados víctimas de esa misma violencia descargada contra sus madres. Y aún hay a quienes hay que explicarles eso de que un maltratador no es un buen padre.

Entretanto, al tiempo que se van engrosando las cifras, mientras aumentan las estadísticas de asesinatos y agresiones sexuales, soportamos (con)vivir con esta pesadilla e interiorizamos que como mujeres nos es propia una suerte de vulnerabilidad constitutiva que implica vivir siempre en alerta y nos obliga a mirar el problema desde lo colectivo, trascendiendo nuestra propia experiencia.

Todo esto sucede en un contexto en el que la ultraderecha nos brinda bochornosos momentos, cuando perdiendo sin pudor cualquier tipo de decencia básica, se presenta en el minuto de silencio por la asesinada en Madrid con una pancarta que pone “la violencia no tiene género”. La obsesión por relegar la violencia machista al ámbito doméstico bajo la pantalla de la violencia intrafamiliar parece esconder cierta añoranza de aquellos tiempos en los que las mujeres, confinadas dentro de las cuatro paredes de nuestro hogar, no dábamos la lata.

Por suerte, el movimiento feminista ha ocupado las calles con fuerza y valentía los últimos años para dejar claro que las violencias machistas no son una violencia aislada dirigida a una persona en concreto, sino que son manifestación de una discriminación y de una situación de desigualdad hacia las mujeres en el marco de un sistema de relaciones de poder que están atravesadas por el género. Este sistema estructural tiene un nombre que ya no es desconocido para nadie que no viva en una cueva y pase el tiempo soñando con la reconquista: heteropatriarcado.

La filósofa Judith Butler escribe en 'Vida Precaria' “que una insoportable vulnerabilidad haya quedado expuesta, que hayamos sufrido una enorme pérdida en vidas humanas, ha sido y es motivo de temor y dolor; pero también constituye un estímulo para una paciente reflexión política”. Aunque con permiso de Butler, voy a quitar eso de “paciente”. La reflexión y la acción hoy en día es de extrema urgencia.

La violencia contra las mujeres no es arbitraria ni doméstica, no queda relegada al ámbito privado del hogar, sino que nos atraviesa y nos afecta allá donde vayamos. Es por ello que tal y como está contemplada en la Ley 1/2004 de violencia de género, esto es, concibiendo la violencia dentro de las relaciones afectivas (parejas o ex-parejas) no da respuesta a la realidad que vivimos; y no sólo eso, sino que también resulta algo trasnochada. Ya que si bien concibe que existe una violencia específica en la sociedad que sufrimos las mujeres por el mero hecho de serlo, sigue otorgando la condición de “víctima” en función de nuestra situación sentimental con un hombre, como si fuera ésta la que nos define como “sujetas” de derecho, recordando mucho a aquellas palabras de Simone de Beauvoir que en 1949, y a propósito de la construcción del sujeto, decía “la humanidad es masculina y el hombre define a la mujer, no en sí, sino en relación con él; la mujer no tiene consideraciones de ser autónomo”.

A pesar de lo que contempla la ley, para ser víctima de una agresión machista no es necesario tener ni haber tenido una relación amorosa con tu agresor. Es el caso del crimen que tuvo lugar este lunes, en el que sólo una de las tres mujeres asesinadas contará como violencia de género: su exmujer. Su exsuegra y su excuñada, a pesar de haber perdido su vida a causa de la misma violencia, quedarán fuera de las estadísticas. Puede parecer frívolo hablar de números y estadísticas cuando nos estamos dejando vidas por el camino, pero reconocer la magnitud del problema, llamar las cosas por su nombre y hacer un adecuado diagnóstico es fundamental si aspiramos a ser capaces de acabar con él. Y es, por qué no decirlo, de justicia para con todas nosotras.

Pero la insuficiencia de la ley vigente no acaba ahí, también se deja fuera los atentados contra la libertad sexual, a pesar de que el Convenio de Estambul ya recoge que se tratan de violencia machista. La no inclusión de este enfoque en el Pacto de Estado es incomprensible, una oportunidad perdida. Bien lo sabía esa chica de 14 años que me crucé el lunes en el autobús cuya carcasa reivindicaba algo tan sencillo como su derecho a vivir una vida libre de agresiones sexuales, que el sexo sin consentimiento es una violación y que una violación es violencia machista.

Estas chicas, como tantas, están creciendo sabiendo que una, en tanto que mujer, ocupa el espacio público bajo la posibilidad de sufrir violencia. Sin embargo, bajo el paraguas de la ley vigente sólo unas formas de dolor son reconocidas oficialmente ¿Para cuándo una ley que esté a la altura de lo que hasta las adolescentes ya saben?

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