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“Me dijeron que lo mejor era sentar a mi hija en una silla y verla degenerar”

Beatriz Melendo tiene 32 años y padece Atacsia de Friedrich. Foto: Juan Manzanara

Óscar F. Civieta / Óscar F. Civieta

Zaragoza —

En la casa de Dolores López se respira alegría. Y eso sorprende. Quizás el desconocimiento empuja a pensar que detrás de esa puerta habitaba una familia hundida. Pero no. Todo son risas y buenas palabras. Han decidido echarle un pulso a la vida y a la enfermedad. Sacan lo bueno de lo más nimio y demuestran ser una familia realmente unida.

En el salón, sentada en su sillón, está Beatriz Melendo, tiene 32 años y padece una enfermedad rara llamada Ataxia de Friedrich, que hace que sea dependiente total. A su lado está su madre, Dolores López. Solo en momentos muy puntuales de la entrevista su cara se tornará seria. Por el pasillo aparece Lorena Melendo, la hija pequeña con 26 años. Después de ver a su madre, en ella ya no sorprende la perpetua sonrisa. El otro hijo, Carlos (28 años), no está en casa.

Beatriz, empieza a contar su madre, fue una niña precoz. Aprendió a andar, leer y escribir antes que el resto de niños, tocaba el piano, “nadie podía pensar que fuera a padecer la enfermedad”. Esta patología comienza a manifestarse en lo que llaman segunda infancia (entre los 10 y los 20 años). Fue a los 10 cuando Dolores vio que su hija tenía una pequeña escoliosis (desviación de la columna vertebral).

Comenzó entonces una peregrinación de consulta en consulta hasta que, con 14 años, le dijeron que tenía Ataxia de Friedrich. Por medio, un camino por el desierto jalonado de muchas horas de rehabilitación, otras tantas de desesperación y médicos muy poco profesionales como ese neurólogo que le espetó que “lo mejor sería sentarla en una silla y verla degenerar”. Esta enfermedad suele llevar aneja una cardiopatía que, en el caso de Beatriz, es muy leve.

La Ataxia de Friedrich es una enfermedad degenerativa y hereditaria que afecta al equilibrio, coordinación y movimiento. Los que la padecen tienen un gen mutado que produce una proteína anormal que oxida las mitocondrias, lo que produce que las células del cerebelo se vayan degenerando. Ahora mismo, dice Dolores, “mi hija no puede ni quitarse las legañas de los ojos”.

Las pruebas a los otros dos hijos

Tanto Dolores como el padre de sus hijos eran portadores, pero en ellos la enfermedad no se ha manifestado. Cuando esto sucede, hay un 25 % de posibilidades de que los hijos estén sanos, otro 25 % de que estén enfermos, y un 50 % de que sean simplemente portadores. De los tres que tuvo Dolores, Beatriz está enferma, Carlos es portador y Lorena está sana.

Cuando le confirmaron lo que le pasaba a su hija mayor, llegó uno de los momentos más duros: comprobar si los otros dos también padecían la enfermedad. Lorena, recuerda Dolores, “tenía la misma pinta, siempre decía que le dolían las piernas, yo creí que iba a perder la cabeza”. Afortunadamente los resultados dictaron que ninguno de los dos estaba enfermo.

Vida normal hasta los 18 años

La progresiva pérdida de coordinación provocaba risas en el colegio: “Los amigos de Carlos le decían que si su hermana estaba borracha”, rememora con insólita gracia su madre. “Fui al colegio, hablé con ellos y Beatriz fue la niña más protegida de toda la escuela”.

La sonrisa se borra de su cara por primera vez cuando se le viene a la memoria el momento en el que, con 17 años, decidieron que comenzara a usar silla de ruedas. Un amigo que tenía una ortopedia se lo recomendó. Dolores le pregunto a su hija y esta le contestó que si a ella “no le daba vergüenza” que su hija fuera en silla de ruedas, que no había ningún problema. La madre reconoce que se echó a llorar en aquel momento. También ahora.

Siempre habían vivido en Calatayud hasta que, cuando Beatriz tenía 18 años, se vinieron a Zaragoza para que estudiara Filología Clásica en la universidad pública. En cuarto curso, sin decírselo a nadie, solicitó una beca Erasmus y se fue a Macerata (Italia). “Volvió con un italiano, con un tatuaje, se emborrachó… Supongo que de aquella época le vienen los amores por Valentino Rossi” (su habitación es un santuario dedicado al piloto italiano).

Beatriz ríe a carcajadas mientras su madre recuerda sus peripecias. Es dependiente total en el aspecto físico, pero su cabeza funciona. Y muy bien. Escucha con atención a Dolores y a su hermana y muestra su cara más jocosa cuando le hablan de Rossi.

Con 23 años se licenció. Estuvo un año sin estudiar y se matriculó en Trabajo Social. En 2º las dificultades para seguir el ritmo de estudios ya eran evidentes y lo dejó.

Las ayudas del Gobierno

A través de la Ley de Dependencia, Dolores cobra 336 euros, más una pensión de 500. Con eso, y sobre todo con lo que gana por su trabajo, paga a una chica que, cada día, va cuatro horas a cuidar de Beatriz. También tienen otra persona que va cada día una hora gracias a la Asociación Aragonesa de Enfermedades Neuromusculares (ASEM) y su programa VAVI (Vida Autónoma, Vida Independiente).

La asociación, afirma Dolores, “nos ayuda mucho más que el Gobierno, que te da 336 euros y se olvida”. “Búscate la vida, te dicen”. Las administraciones “no son conscientes de lo que es una dependencia. Se vanaglorian de los apoyos que dan y no son tantos. Es muy fácil poner una pegatina en cualquier sitio”, afirma la madre.

La única alternativa que dan, continúa, es meterla en una residencia o un centro de día, pero yo quiero cuidarla en casa “con más apoyo económico, Beatriz no es una viejecita”.

El futuro

Aunque parezca mentira, Dolores López mira al futuro con optimismo. “Me gustaría que mi hija me enterrara”, dice. La enfermedad puede ir a más o se puede estabilizar. De momento, asegura su madre, Beatriz cada vez pierde más movilidad y además tiene mucha espasticidad (rigidez muscular).

La Ataxia de Friedrich afecta a uno de cada 50.000 habitantes, por eso no se estudia más en profundidad, “no merece la pena”. La madre sabe que se está investigando y está segura de que llegará una cura, “pero mi hija ya ha perdido el tren”, reconoce.

Dolores seguirá luchando para que a su hija no le falte de nada, aunque salga de sus costillas, como apunta. Considera que es afortunada por ver la vida desde un punto desde el que pocas personas la han divisado.

Ni mucho menos, afirma sin ambages, se siente desgraciada. “Cada una es madre de las hijas e hijos que le tocan, cuando me dicen lo de madre coraje les digo que eso es una bobada”.

En la televisión, apenas con volumen, hay un programa del corazón: “A mí no me hubiera gustado ser la madre de la Isabelita Pantoja, yo quiero a mis hijos y no los cambio”.

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