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Sobre este blog

Carta con respuesta es un blog del escritor Rafael Reig. Dejad vuestros comentarios en este blog sobre vuestras preocupaciones políticas, sociales, económicas, teológicas o de cualquier índole, y él os responderá cada martes.

A los periodistas

Rafael Reig

Por supuesto que ignoro si el copiloto, de cuyo nombre no quiero acordarme, causó el terrible accidente de avión. De ser así, ¿por qué querría nadie suicidarse de esa forma, pudiendo hacerlo a solas en su domicilio? Sólo se me ocurre una razón: el deseo de convertir su muerte en algo de fama mundial. Siempre habrá quien, una vez decidido a liquidarse, prefiera hacerlo convertido en acontecimiento universal, antes que hacerlo en discreta soledad. ¿Aunque para ello tenga que causar la muerte de más de cien personas? En ese caso nos encontramos ante un caso extremo de una patología conocida como erostratismo, que la Academia define como “manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir renombre”.

Como se sabe, Eróstrato fue un efesio que en el 356 a. de C. incendió el templo de Artemisa (o Diana) sólo para hacerse famoso, como él mismo admitió. Con muy buen juicio, Artajerjes prohibió, bajo pena de la vida, repetir su nombre, lo que no impidió que haya quedado registrado en la historia. Hasta Cervantes le recordó en el Quijote: “lo que cuentan de aquel pastor, que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato”. Por lo menos la intención fue buena, a mi parecer.

Puede que el copiloto no sea culpable de lo que se presume que hizo, pero mientras se averigua, ¿es necesario que todos conozcamos su cara, su vida y milagros, sus aficiones, el balcón de su casa, la opinión que de él tenían sus vecinos y hasta la ropa que se ponía para correr? Si cualquier asesino, siempre que dé una buena campanada, tiene garantizada la fama mundial, ¿cómo nos va a extrañar que haya tantos Charles Manson o tantos asesinos en serie que sólo quieren, como Eróstrato, alcanzar la sórdida pero para algunos igual de embriagadora popularidad de la infamia? ¿Se merece toda nuestra atención y nuestra curiosidad un presunto o probado asesino? Si en lugar de matarse en un lavabo o en su propia cama, con las persianas bajadas, en un triste y solitario final, le garantizamos a cualquiera la posibilidad de protagonizar un suicidio brutal que ocupe todas las portadas, ¿de qué nos sorprendemos?

Aunque quizá el problema sea más grave. Si ya en Éfeso había alguien capaz de cometer un delito para ser famoso, ¿de qué no serán algunos capaces en esta cultura nuestra en que la fama, con merecimientos o sin ellos, la fama incluso infame, es el único anhelo de la mayoría de la población?

Habrá que pensar en medidas de seguridad, aunque sin olvidar que fueron otras medidas de seguridad las que hicieron imposible al piloto abrir la puerta e impedir la acción que la prensa atribuye al copiloto. Nuestra obsesión por la seguridad no va a librarnos de las más funestas consecuencias de nuestra obsesión enfermiza por la fama.

Mi pregunta a los periodistas es: contra los Eróstratos del mundo, ¿no podíamos cerrar la boca?

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