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Legado del artista Jesús Mozos

Jesús Mozos junto a una de sus obras

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Al comenzar 2019, Jesús Mozos (Manzanares, 1961-Madrid, 2019) empezó a manifestar notorios síntomas de una enfermedad que le sería fatal; una enfermedad proveniente de un virus similar al COVID que le hizo estar en coma durante un mes. Desde el principio, su mujer, Nieves Cervantes, creó un grupo de whatsapp para informar a los amigos de la marcha del enfermo. Se le dio el alta hospitalaria. El pintor no lograba dominar el pincel ni podía tocar la guitarra, necesitado de rehabilitación. Pasaron unos días y me telefoneó. Su voz era clara. Tras de los efusivos saludos iniciales, yo le manifesté mi curiosidad preguntándole si había tenido sensaciones durante la secuencia del coma, si había sentido alucinaciones. Él me dijo que sí, que había percibido ciertos extraños sonidos e imágenes, que incluso había soñado. Le respondí: “Jesús, ahora debes recuperarte y te debemos dejar tranquilo. Pero cuando estés mucho mejor, vamos a juntarnos y voy a recoger tu relato para escribirlo en primera persona, como si hablaras tú”. Así quedamos.

llegó la Semana Santa y mi mujer y yo hicimos un viaje a Italia, al Piamonte. El miércoles santo nos dirigimos al lago d’Orta, y en el camino nos detuvimos en la iglesia parroquial de Santa Maria Assunta, un lindo templecito situado en el pequeño pueblo de Armeno, provincia de Novara, que guarda unos bellos frescos aunque muy deteriorados. Dentro de la nave me sonó el teléfono. Salí a la calle para contestar la llamada. La voz de su recientísima viuda, Nieves, escuetamente me anunciaba: “Jesús acaba de fallecer”. Penetré de nuevo en la iglesita, le comuniqué la noticia a mi mujer y encendí una velita para el amigo. En el Piamonte, a la vera de Suiza (nos alojábamos en Domodossola), disfrutábamos de una meteorología espléndida. Sin embargo, en la Mancha hacía un tiempo muy desapacible. Hablé con Teo Serna en la noche del jueves santo, día del entierro de Jesús. Teo me dijo que en el momento de la inhumación, en Manzanares se desató un aguacero impresionante. Enseguida poblaron mi memoria los versos de Vallejo: “Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo”. Proféticos, pues cuando era enterrado el poeta peruano en el cementerio de Montparnasse, en la capital francesa llovía torrencialmente.

El pasado 28 de abril, en los amplios vestíbulos del Gran Teatro de Manzanares, se inauguró la exposición “Jesús Mozos: Obra última”, que va a permanecer abierta hasta el 29 de mayo. Globalmente, la pintura de Jesús Mozos es estructural, esquemática; está desprovista de retórica (o su retórica es muy determinada y estricta), y desde luego, alejada de la gratuita improvisación y de lo superfluo. Características que yo ya tuve por ciertas al ir conociendo su obra y, sobre todo, cuando ordenó la exposición de la serie “Notaciones”, que se exhibió en Cuenca en mayo de 2006.

En el catálogo escribí un pequeño texto al que titulé “Rapto de la visión”, donde afirmaba que estas pinturas encarnaban formas embebidas por el color, unas asimetrías, sustentadas por el color, que asimismo contenían unas líneas que se comportaban, más que como elementos plásticos, como metáforas sinestésicas, significantes de la música, y que tendían imponderablemente al silencio, abarcando a la vez lo visual diluyéndose y una negativa elocuencia, sin embargo altamente expresiva. En su obra última, que ahora se expone en Manzanares, se mantienen estas distinciones, abstractas, y afloran muchas singulares piezas escultóricas, muchas “arquitecturas”. El catálogo contiene textos de Manuel Gallego, Teo Serna, del propio artista, Álex Serna y Nieves Cervantes.

Nieves nos ha concedido amablemente unas sustanciosas respuestas en torno a la fluyente personalidad de su marido. Primeramente yo quería saber cómo sobrevolaba el artista su tan arraigado espíritu artístico sobre la existencia cotidiana. Nieves contesta que “su ritmo vital era muy armonioso, rápido y flexible, siendo posible que yo llegase a casa después del trabajo y me encontrase con un plato de comida exquisito, resuelto en media hora, y un lienzo recién acabado en el estudio, colgado en la pared del salón, donde pasaba la prueba de fuego antes de darle el aprobado final”. Sigo inquiriendo para satisfacer mi curiosidad y la de los lectores: ¿Cómo se debatía en el proceso que va desde idear una obra hasta realizarla? ¿Cómo se mostraban las fases de la culminación artística a que estaba abocado?: “Bueno, como le sucede a todo verdadero creador. Comenzaba por un proceso previo en el que acudía a diversas fuentes que podían ir desde la lectura, la música, compartir vivencias amistosas, como por ejemplo los viajes que hacíamos a Portugal, en casa de nuestros amigos. [Hay referencias portuguesas en esta última obra expuesta]. Disfrutaba y captaba como un niño la esencia de ese lugar. Esas vivencias más tarde se transformaban en lienzos. Posteriormente empezaba el verdadero momento de angustia que suponía enfrentarse a la creación de la obra, físicamente, a la que él se entregaba totalmente. Esto no era fácil y había muchos momentos de tensión que afectaba a lo personal, pero al fin y al cabo era un indicio más de su preocupación por el desarrollo artístico de la pieza”.

¿Cómo era la relación de Jesús Mozos con el mundo? ¿Le gustaba el entorno de la ciudad, del arte, de la política? ¿Era crítico con los defectos que se manifestaban a su alrededor, con los abusos? ¿Encajaba bien en las relaciones sociales?: “Miraba el mundo con mucha curiosidad, la vitalidad le acompañaba y la pasión le hacía sentir con intensidad tanto lo bueno como lo malo. Era un animal social, se encontraba cómodo en la ciudad, pero también disfrutaba al estar en contacto con la naturaleza, que fue adquiriendo en los últimos años mayor importancia acercándose cada vez más a ella. El arte, sin lugar a duda, era algo totalmente necesario en su vida, aprovechaba al máximo las ventajas de una ciudad grande y nutría su curiosidad insaciable visitando las exposiciones que le interesaban. Era crítico consigo mismo y también con el ámbito político-social”.

En el poco tiempo que medió entre que le dieron el alta en el hospital y su fallecimiento, ¿maduraba algún proyecto artístico concreto? ¿Estaba ilusionado con alguna novedad por hacer? ¿Se ha quedado, lamentablemente, algo, en el camino?: “Cuando le dieron el alta sufrió mucho en silencio, ya que no podía trabajar por el temblor del pulso. Todos los días practicaba intentando recuperar con rapidez todo lo que había perdido, dibujando escarabajos gigantes que se posaban en cualquier parte de la habitación, delirios vividos como reales durante su proceso de recuperación tras su estancia en la UCI. Nuestra hija me ha recordado que estuvo guardando la cáscara de los aguacates para los caparazones de los escarabajos que iba a modelar”.

Lanzo una última cuestión, preguntando si en ese tiempo de breve e infructuosa recuperación hablaba de la grave enfermedad por la que había pasado, de su coma, de sus secuelas… Me sorprende mucho la contestación de Nieves: “Tras salir del coma, contó una historia muy hermosa, que había soñado en ese trance; insistía en que quería compartirla contigo para que la trasladaras a la escritura bajo la forma de un cuento. No fue posible, claro. Esta historia se desarrollaba en Córdoba, en los jardines de la Mezquita, con la imagen de un anciano de largas barbas y ropajes árabes, sentado bajo un olivo, que desprendía una luz blanca y luminosa que emitía mucha paz. Jesús avanzaba hacia él, y en ese momento su vista se detuvo en una gota de rocío que caía lentamente, brillante y luminosa girando sobre sí misma hasta posarse sobre una flor de azahar, desprendiéndose un aroma tan delicado e intenso que le llenó de serenidad. Aún era capaz de recordarlo tras su recuperación. De hecho, poco después de despertar del coma me dijo: ‘Nieves, tenemos que ir a Córdoba. Por favor, compra los billetes ya”.

Delicada apostilla de Nieves al arte de su esposo: “En estos tiempos en el que las imágenes ocupan tanto espacio, el arte abstracto es un camino que nos acerca al umbral de lo divino”.

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