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Por qué las escuelas de entornos pobres deberían recibir más financiación que las de ricos

Alumnos de primaria de una escuela valenciana.

Pau Rodríguez

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Uno de los principios de la equidad consiste en dar más recursos –a través de becas, por ejemplo– o quitarle menos –el caso de los impuestos– a quienes están en una peor situación económica. Siendo esto así, ¿por qué nunca se ha cuestionado que la financiación de las escuelas públicas sea esencialmente la misma para todas, sin distinguir entre las que están en entornos acomodados y las de barrios desfavorecidos?

Un estudio de la Fundación Jaume Bofill, presentado este jueves en Barcelona, propone por primera vez revisar esta constante del sistema educativo español. Esta entidad reclama avanzar hacia un modelo de financiación escolar asimétrico: es decir, dar de entrada más recursos a los centros con familias vulnerables, para que estos puedan contar más plantilla de profesorado y combatir el fracaso escolar con mejores recursos.

“Los bajos resultados académicos no son aleatorios, sino que se concentran en determinados alumnos y centros socialmente desfavorecidos, que tienen necesidades que deben ser acompañadas”, advertía Ismael Palacín, director de la fundación, durante la presentación del informe La fórmula de la equidad. De acuerdo con los datos de PISA, por poner un ejemplo, los alumnos de hogares con rentas más bajas tienen un nivel de competencias matemáticas o lingüísticas hasta 50 puntos inferior. “Es un fenómeno internacionalmente documentado: aquellas familias con más recursos económicos lo tienen mucho más fácil para apoyar educativamente a sus hijos”, detallaba Miquel Ángel Alegre, coautor del estudio junto a Marcel Pagès. 

Aun así, actualmente la principal y casi única variable que tiene en cuenta la Administración para transferir el dinero a los miles de centros educativos es la cantidad de alumnos y grupos aula de que dispone. Es decir, su tamaño. “Invertimos lo mismo en todas las escuelas y luego les hacemos algunas compensaciones: ahora un aula de acogida aquí, ahora un técnico de integración social allá… Como si fuese un parche”, ha ejemplificado Palacín. 

En este sentido, en Catalunya existen programas, como el de Mejora de las Oportunidades Educativas, o los que impulsan los propios ayuntamientos, que hacen que los centros más desfavorecidos tengan algo más de recursos. Según este estudio, de media son 800 euros más por alumno y año. Pero este “suplemento”, según Alegre, “no es significativo” para mejorar resultados.

Para darle la vuelta a este modelo, la Fundación Bofill ha diseñado una fórmula matemática para repartir los fondos públicos de acuerdo con muchas más variables que tienen en cuenta la realidad socioeconómica de las escuelas, como el número de alumnado vulnerable o con necesidades educativas especiales. Así ocurre ya en otros países como Holanda, Reino Unido, Finlàndia o Australia, según los académicos autores del estudio. 

La propuesta de la Fundación Bofill se circunscribe a Catalunya, puesto que este es su ámbito de estudio, y plantea además tres escenarios de actuación en cuanto a las posibilidades de inversión presupuestaria que supondría este modelo. Ellos apuestan por el que llaman “de garantías”, puesto que equivaldría a una inversión de 643 millones de euros, un montante cercano a los 576 millones de los recursos extraordinarios vinculados a la pandemia. De esta forma, y según los cálculos de la Fundación Bofill, la redistribución que defienden permitiría aportar más dinero a los centros de entornos desfavorecidos sin tener que quitárselo a los de zonas acomodadas.

“El momento es óptimo, porque estamos en período de crecimiento”, ha defendido Palacín, que ha explicado que ya han pedido una reunión con el Departamento de Educación y con los partidos políticos en el Parlament para trasladarles la propuesta de financiación.

Caso práctico: 1.400 euros más por alumno y año

Una de las particularidades del estudio es que el algoritmo que han diseñado para calcular la financiación de los centros permite simular casos prácticos en función de los distintos escenarios presupuestarios. Un instituto de Secundaria considerado de “muy alta complejidad”, con 468 alumnos de los que 99 tienen necesidades educativas especiales y 102 un rendimiento bajo, actualmente dispone de 6.992 euros por alumno al año. Con una financiación “por fórmula”, tal como la denominan en el estudio, y en un contexto en el que se mantuviesen los refuerzos COVID-19, este instituto aumentaría un 21% su financiación hasta los 8.482 euros por escolar.

Esta inyección de recursos sí sería suficiente para empezar a mejorar resultados, según los investigadores, puesto que permitiría contratar a un profesor por cada dos aulas –es decir, reducir ratios significativamente–, un docente de aula de acogida, uno especialista en educación inclusiva, dos técnicos en integración y hasta ocho educadores sociales. 

En este sentido, la propuesta de reparto asimétrico, según defienden sus impulsores, no solo permitiría que los centros con más dificultades tuviesen más recursos, sino que pudiesen contar con ellos desde el principio –no en función de determinados programas sociales, autonómicos o locales– y con mayor libertad para decidir en qué gastarlos. Según recordaba Palacín, en algunos centros de máxima complejidad, que se han reforzado con más profesorado, a veces su mayor necesidad era la de contar con más administrativos, porque lo que necesitan es liberar al equipo directivo, que se pasa muchas horas dedicándose a ayudar a familias a rellenar formularios de ayudas sociales.

“En esta fórmula matemática hay mucha ingeniería y puede abrumar un poco, pero al final es de sentido común: que cada centro tenga los recursos que necesita”, resume Palacín.

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