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Genealogía de las ciudades cooperativas

Ivan Miró

Sólo superada por Londres y París, Barcelona ya se ha convertido en la tercera ciudad europea más atractiva para la inversión hotelera. Con la venta del hotel W -popularmente conocido como el hotel Vela, el destructor de la costa barcelonesa- a un fondo catarí por 200 millones de euros, la inversión en la ciudad ha crecido un 71%. Se habla de boom turístico -¿deberíamos decir burbuja?- y los inversores recorren la ciudad, frenéticamente, buscando edificios para convertir en hoteles, entre ellos -metáfora incisiva de país- la antigua consejería de Economía de la Generalitat de Cataluña. Los analistas destacan que los fondos de inversión internacionales “tienen miedo” de quedar fuera del mercado barcelonés si suben los precios. Los miedos de los fondos de inversión, tan diferentes a los nuestros, son no saciar su voracidad.

El alcalde de la ciudad, Xavier Trias, es conocido por mitigar unos miedos y desatar a otros. En abril de 2013, en la inauguración del hotel Vueling by HC (Vueling más Hoteles Catalonia, 13 millones de inversión, 4 estrellas, a 800 metros de Plaza Catalunya, la antigua Rimaia 2) afirmó que, en un contexto de crisis económica, “que seamos capaces de crear riqueza, generar empleo y ser una ciudad competitiva es esencial”. En el acto, Trias defendió la relevancia estratégica del sector turístico barcelonés, que aporta el 16% del PIB de la ciudad. Meses después, pasó de las palabras a la acción. Bajo la justificación de “permitir nuevas inversiones para aumentar la oferta turística”, el gobierno municipal (con votos de CiU y PP) aprobó la modificación del Plan de Usos de Ciutat Vella. Es decir, la apertura de nuevos hoteles en el saturado distrito histórico de la ciudad, que ya cuenta con 17.000 plazas hoteleras. En octubre, Trias aún lo puso más fácil, y entregó al Gremio de Hoteleros de Barcelona la gestión de las licencias de establecimientos turísticos en venta en Ciutat Vella, para que hagan la “mediación” con los inversores “interesados ​​en rescatarlos”. No es sólo la renuncia del gobierno de la ciudad en la gestión pública del sector: es la entrega indisimulada a los propios actores que harán negocio. Libre mercado. Relativamente.

La compenetración del Ayuntamiento de Barcelona con el negocio inmobiliario -lapsus, turístico- es total y estratégica. A partir de Turismo de Barcelona, un organismo público-privado (la famosa concertación público-privada), se vincula la administración municipal con 700 operadores. Una palanca pública para dar el salto privado: la industria metropolitana más poderosa es entregada institucionalmente a los fondos de inversión internacionales. La economía de la ciudad es, hoy, economía global. ¿Es la financiarización, sin embargo, la única posibilidad económica de Barcelona? ¿Es sensato defender un modelo productivo absolutamente exógeno? ¿Qué necesidades ciudadanas resuelve una industria basada en exportar rentabilidades y atender a un 90% de clientes internacionales? Conocemos las relaciones laborales precarizadas del sector y sus consecuencias respecto a los precios de la vivienda. Conocemos la violencia inmobiliaria que sufren los residentes de las zonas turistificades y la expropiación del espacio público que conlleva. Conocemos el extrañamiento de la propia ciudad que vivimos sus habitantes. ¿Qué significa crear riqueza? ¿Qué empleo queremos generar? ¿Qué nos supone ser una ciudad competitiva? ¿Es posible otra economía metropolitana?

Futuros anteriores: la Flor de Maig

Ajenos, aparentemente, a las vicisitudes de alcaldes, hoteles y fondos de inversión, en medio del antiguo barrio industrial de Barcelona, el Poblenou, un conjunto de colectivos afanan para resolver solidariamente sus necesidades. Se han reapropiado de la histórica cooperativa obrera la Flor de Maig (la flor de mayo), e intentan crear allí no sólo un centro social autogestionado, sino reconstruir un barrio suplantado por su tematización productiva: el 22@. Desde la Flor de Maig se potencian cuatro cooperativas de consumo agroecológico, se rehacen vínculos comunitarios con vecinas de todas las edades, se implican en la definición popular del espacio público en la Rambla del Poblenou, y se practica la ayuda mutua con los vecinos más vulnerables que, sin casa, ocupan las naves del antiguo Manchester catalán.

A pesar de las aportaciones positivas al conjunto de la vida social, la Flor de Maig está inmersa en un proceso judicial que puede conllevar su desalojo. La propiedad, que se hizo con el edificio en los años cincuenta de la corrupta legalidad franquista, reclama sus derechos. Los actuales usuarios, por el contrario, esgrimen la legitimidad de recuperar (“recooperar”) un patrimonio obrero y popular que se perdió debido a una derrota más amplia: la de 1939. Defienden que están construyendo un nuevo espacio público de cooperación económica, social y solidaria. ¿Actuará el Ayuntamiento con la misma vehemencia con que apoya la economía global, para ayudar a estos bocetos de economía de proximidad? Esperemos que sí, y que compre o expropie el edificio de la Flor de Maig para garantizar el despliegue de las nuevas potencialidades sociales y comunitarias.

El actual Flor de Maig nos remite, directamente, a otra genealogía de Barcelona. Nos muestra -futuro anterior- una historia alternativa y subversiva del desarrollo de la ciudad, que ha emergido como producto de unas relaciones de fuerza y ​​ha acabado con otras ciudades posibles. La Flor de Maig de hoy nos remite a la Flor de Maig de ayer, la cooperativa obrera de consumo que, fundada en 1890 en el Poblenou por dieciséis obreros toneleros, llegó a articular -con una decena de sucursales y una granja en Cerdanyola- las necesidades económicas y sociales de miles de familias barcelonesas. La Flor de Mayo nos remite a la genealogía de la ciudad cooperativa.

Si el capitalismo ha entendido siempre la dimensión económica de la ciudad, la izquierda ha olvidado generar una propia cultura económica urbana. En algunos casos porque le siguió la corriente al capitalismo, como la socialdemocracia de Juegos Olímpicos y smart cities. En otros, porque se centró obsesivamente en la fábrica fordista y no entendió que la producción y reproducción capitalista se socializaba en la ciudad y la convertía en la metrópoli-empresa. Pero más allá de la izquierda como gran relato ideológico impotente, en nuestras ciudades han existido prácticas concretas de cooperación económica que debemos rescatar, y tomar lo mejor de ellas para crear una nueva democracia económica urbana.

La Flor de Mayo no fue la única cooperativa de Poblenou. Con Pau i Justícia, la Artesana o la Econòmica, aquellas experiencias construyeron una alternativa socioeconómica con un arraigo impresionante en el territorio. Otros barrios de la ciudad, como Sants, Gràcia y Clot también fueron barrios eminentemente cooperativos, y por toda la geografía obrera -Barceloneta, Sant Andreu, Poble Sec o Horta- se crearon, entre el siglo XIX y el XX, numerosas sociedades cooperativas de consumo, producción y crédito. Las cooperativas de consumo pretendían básicamente suprimir intermediarios comerciales burgueses, y abastecerse directamente de alimentos y otros productos de primera necesidad, recuperando parte del salario expropiado por el comerciante. Con los años, supieron colectivizar sus excedentes de percepción (beneficios) y los dedicaron a afrontar las necesidades de sus asociados: educación, sanidad, mutualismo, cajas de resistencia para afrontar huelgas, lock-outs empresariales, paro, jubilaciones, enfermedades, orfelinatos y viudedades. En algunos casos, emprendieron iniciativas productivas de segundo grado y también habitacionales de base cooperativa, así como cooperativas autónomas de trabajo y producción. A pesar de las dificultades, el cooperativismo obrero de consumo fue la base para que las clases trabajadoras barcelonesas se erigieran en sujetos de su propia emancipación económica, la herramienta para crear unas políticas sociales autogestionadas en un contexto donde no existía, ni remotamente, el Estado del bienestar. En Barcelona, en 1935, unas diez mil familias se organizaban en sesenta cooperativas de consumo, y ya en 1937, en el contexto extraordinario de la guerra civil y la revolución social, en Cataluña eran 350.000 familias las que vehiculaban el consumo en las cooperativas obreras. En 1939 aquel mundo obrero autogestionado desapareció con el triunfo del fascismo. Hoy, sin embargo, nos puede inspirar en la creación de una nueva economía metropolitana fundamentada en la cooperación social.

Democracia económica y derecho a la ciudad

Las antiguas cooperativas obreras afrontaron las necesidades materiales de las poblaciones urbanas proletarizadas del momento. Abastecimiento alimentario, equipamientos, prestaciones sociales, educación, sanidad, crédito, incluso vivienda y renta asociada al trabajo cooperativizado, fueron dimensiones articuladas colectivamente y de forma democrática por sus protagonistas. Instituciones sociales firmemente arraigadas en sus barrios, las cooperativas se convirtieron en puntales de una economía de proximidad, autogestionada por las relaciones de vecindad. Es decir, la antítesis del modelo de economía globalizada donde las ciudades deben ser nodos de inversión del capital financiero global, de extracción de plusvalía y por tanto de mercantilización y precarización de la vida urbana.

¿Cuáles son las instituciones sociales que hoy impulsamos para hacer frente a las nuevas y viejas necesidades urbanas? Con qué nuevos organismos articulamos la cooperación social en la ciudad? ¿Cómo impulsamos una nueva democracia económica urbana?

Autores como Henri Lefebvre se referían, ya en 1968, al derecho a la ciudad. Por Lefebvre, aquel derecho significaba imaginar y reconstituir un tipo totalmente diferente de ciudad, lejos de la expropiación urbana constante practicada por la economía capitalista (1). Más recientemente, geógrafos y urbanistas, desde David Harvey a Jordi Borja, insisten en un mismo sentido. Para Harvey, el derecho a la ciudad significa que existe un poder colectivo del conjunto de los habitantes para construir la ciudad que necesitan. Afirma: “sólo cuando se entienda que los que construyen y mantienen la vida urbana tienen un derecho primordial a lo que han producido, y que una de sus reivindicaciones es el derecho inalienable a adecuar la ciudad a sus deseos más íntimos, llegaremos a una política urbana que tenga sentido” (2). Para Borja, el derecho a la ciudad no se hará efectivo mientras haya precariedad urbana, sea laboral, existencial o habitacional, mientras se privaticen espacios públicos, mientras la economía especulativa fragüe los designios urbanos (3).

Por lo tanto, para garantizar el derecho a la ciudad, se necesitan alternativas al modelo especulativo, precarizador y exógeno de la industria turística barcelonesa. Impulsar una economía autocentrada en lo local, protagonizada por usuarias, trabajadoras y comunidades vecinales. Una nueva economía urbana basada en la resolución de las necesidades desde la proximidad, autogobernada con formas de propiedad colectiva y gestión democrática. Hay que crear, en todos los barrios barceloneses, nuevos espacios públicos de cooperación económica, social y solidaria. En Poblenou, en Sants, en Sant Andreu, en Poble Sec, en Nou Barris, dondequiera que podamos. Debemos iniciar, además, los aprendizajes que nos sirvan para colectivizar y reorientar los sectores estratégicos de la economía metropolitana: también el turismo. Y hay desalojar aquellos que ponen en venta la ciudad y sus habitantes, no quienes la viven y la defienden. Es necesario, en definitiva, un cambio profundo del régimen económico metropolitano: el nacimiento de la democracia económica urbana, la ciudad cooperativa que sus habitantes necesitamos.

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(1) Lefebvre, H. (1969) El dret a la ciutat. Edicions 62: Barcelona

(2) Harvey, D. (2013) Ciudades rebeldes. Del derecho a la ciudad en la reolución urbana. Akal: Madrid.

(3) Borja, J. (2012) “Espacio publico y derecho a la ciudad” en AAVV El derecho a la ciudad / Derecho a la ciudad. Instituto Derechos Humanos de Cataluña: Barcelona.

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