He seguido con atención la cobertura de los hechos en las diversas cadenas de la televisión francesa. No se pueden calificar estrictamente de atentados, sino de acciones de ataque militar en toda regla. Muy diferentes, por tanto, de la manera de actuar a la que nos acostumbró ETA durante tantos años. ETA, lo recordamos, se acercaba a la víctima, le disparaba un tiro a bocajarro y salía corriendo. O colocaba una bomba lapa bajo un coche y la víctima volaba por los aires cuando ponía en marcha el motor. O dejaba un coche-bomba y lo hacía explotar. Si la policía los atrapaba, tenían órdenes de dejarse coger. Recordemos que prácticamente no hubo nunca enfrentamientos abiertos, a tiros, entre comandos de ETA y la policía. Esto de Francia es diferente: Gente que ataca, con desprecio de la propia vida (y de la de los demás, obviamente). Y aquí viene mi duda, una duda menor y estúpida en comparación con la magnitud del drama, pero duda al fin y al cabo: En la televisión francesa hemos podido observar desde el primer segundo como periodistas, analistas, políticos y miembros del gobierno francés se ponían a diseccionar los hechos, analizarlos metódicamente, fríamente, incluirlos en dinámicas globales determinadas, etc. etc. Y hacían poca mención a los muertos concretos. Poco espacio, ni siquiera simbólico, para condolencias. Todavía estaban calientes los cuerpos de la gente asesinada en el semanario satírico Charlie Hebdo y ya eran tratados como un todo, como una cifra, como material de análisis. Hemos visto cómo mataban a un policía a sangre fría, como un perro. Y ha costado encontrar una palabra de aliento para los parientes. No es que no haya habido, sin embargo, incluso cuando ha hablado el ministro del interior francés, lo primero, por encima de todo, ha sido el análisis de la cuestión. La diferencia con la actitud mostrada tradicionalmente por las autoridades españolas, desgraciadamente tan acostumbradas al asesinato, a la presencia en funerales y entierros es evidente. Hasta donde yo pueda recordar, la mención de los parientes y personas cercanas a las víctimas ha sido siempre una constante y una prioridad para las autoridades. Los nombres de los muertos, después de la masacre de Madrid, no tardó a hacerse público, como homenaje. Estos días, en Francia, ha sido necesario un cierto tiempo para que se supiera algo más que una cifra sobre los muertos. Este tratamiento de los hechos tan diferente a lo que nosotros estamos acostumbrados, sorprende. Y no soy capaz de discernir, ahora mismo, todavía aturdido por lo que significan los hechos de París (mucho más que un simple choque cultural, que un atentado a la libertad de expresión, etc.) si esta frialdad, este distanciamiento respecto a consolar las personas cercanas a las víctimas, es bueno o malo. Debe de haber una razón para esta manera de hacer. De acuerdo, el dolor contenido es una muestra de valor y dignidad respecto a los asesinos. ¿Pero situar las condolencias por los muertos en el mismo nivel que los análisis globales de los eventos es dar al verdugo un segundo triunfo? ¿Bajar de las muestras de firmeza cívica a la exteriorización del dolor concreto mediante el acercamiento sentimental al entorno de las víctimas es una señal de debilidad? No sé, esta es mi duda. Por esta razón hay personas que nunca seremos, ni habríamos podido ser, políticos o estadistas, porque somos incapaces de levantar la cabeza del dolor que nos aplasta, concreto, individual, con nombres y apellidos, y mirar más allá. Que es lo que seguramente hay que hacer. O no.