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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Ciencia espuria, democracia endeble

The Shine Dome, sede de la Australian Academy of Science en Canberra.

Luis Santamaría / Fernando Valladares / Joaquín Hortal / Jordi Moya

En muchos sentidos, aunque con tiempos y formas distintas, la buena ciencia es como el buen periodismo: centrada en el objetivo de buscar la verdad y hacer partícipe de ella al resto de la sociedad, llega a extremos de gran sofisticación para protegerse de quienes, por interés o prejuicio, prefieren que ésta solo llegue a descubrirse y revelarse cuando no les incomoda.

Y también como el periodismo está sujeta a la interferencia de intereses contrarios a este objetivo: desde la utilización de redes de influencias para controlar los recursos, publicaciones o paradigmas vigentes hasta la búsqueda del éxito y la fama rápida mediante el plagio o el fraude.

No es por ello extraño que, al igual que la independencia respecto a quienes ostentan el poder es consustancial al buen periodismo y la buena investigación, el escrutinio y crítica de todas las decisiones políticas indican un ejercicio respetuoso del poder. Por todo ello, la sumisión de la investigación a los intereses de administraciones y empresas sería una muy mala noticia para los ciudadanos.

El fenómeno de utilización de expertos en ciencia, tecnología y humanidades para objetivos políticos es particularmente evidente en situaciones de crisis; sobre todo, en países de endeble tradición democrática, como es el caso de España.

A lo largo de las últimas décadas, hemos podido observar cómo, tras varias catástrofes humanas o ambientales, el Gobierno y administraciones centrales y regionales defendían sus decisiones políticas mediante la selección de científicos y técnicos “leales” como portavoces de la “verdad oficial”, utilizados para silenciar la opinión de científicos y técnicos críticos en los medios de comunicación mayoritarios.

Un ejemplo paradigmático, por el éxito inicial y fracaso último de la versión oficial en términos de resolución judicial, lo proporcionó el caso de la presa de Tous (río Júcar, Valencia). En octubre de 1982, el derrumbe de dicha presa provocó una riada de más de 80 hm³ sobre varios núcleos urbanos situados aguas abajo, causando una decena de muertos y numerosos daños materiales.

Tras un larguísimo proceso judicial, la sentencia del Tribunal Supremo de 1997 consideró probado que la presa de Tous se desmoronó al no poder abrirse las compuertas de los aliviaderos, a consecuencia de un cúmulo de negligencias que comenzaron en el diseño y construcción de la presa, se prolongaron durante su inspección, gestión y conservación, y culminaron en la víspera y el día de la catástrofe (en la que el personal a cargo de la presa se fue a casa, a pesar de la lluvia y el aviso de gota fría).

El Alto Tribunal desestimó el argumento del Estado de que la catástrofe fue provocada por “fuerza mayor” y confirmó una actuación estatal negligente. Agotados por el largo y costoso proceso, la gran mayoría de los afectados había abandonado la vía judicial, y tan sólo 600 de los 4000 se beneficiaron de la sentencia.

Los afectados habían sufrido un vía crucis judicial de 15 años, en el que recorrieron varias veces diversas instancias judiciales diferentes, y tuvieron que recurrir a consultoras de Inglaterra y Holanda para contrarrestar el monolítico apoyo prestado a los encausados por el gremio español de ingenieros de caminos (al que pertenecía el presidente del Gobierno en el momento del accidente, Leopoldo Calvo Sotelo) y, sobre todo, al Estado español, responsable civil subsidiario.

Basándose en datos cuando menos dudosos (las dos fuentes clave eran una estación meteorológica no incluida en la red oficial, que estuvo además averiada durante la noche de la tormenta, y el volumen estimado de un aljibe que rebosó), los ingenieros del Estado articularon una versión exculpatoria centrada en demostrar que la causa de la rotura de la presa fue un evento climatológico con un periodo de retorno superior a 500 años (el límite de seguridad exigido para este tipo de obras), que generó unos caudales que, incluso si hubieran podido abrirse las compuertas de evacuación, habrían superado su capacidad.

Esta rocambolesca versión fue defendida, cuando las actuaciones judiciales todavía estaban en curso, desde la plataforma que brindaba el CEDEX y la Revista de Obras Públicas, que en 1993 recogía varios artículos exculpatorios (incluyendo algunos firmados por peritos que habían participado en los juicios), en un volumen especial dedicado en exclusiva a detallar la versión “oficial” sobre el desastre de Tous.

Una lectura detallada de los artículos citados revela dos detalles muy indicativos. Primero, la dedicación de partidas considerables de dinero público a generar estudios técnicos que pudieran apoyar dicha versión. Segundo, la ruptura de una norma ética imprescindible en todo artículo científico: la presentación objetiva y proporcionada de la evidencia contraria a las hipótesis defendidas por los autores y su discusión desapasionada.

Por desgracia, aunque no triunfó judicialmente, esta estrategia tuvo notable éxito en términos de relaciones públicas: a pesar de la sentencia condenatoria mencionada, a día de hoy, en Wikipedia se comunica que la presa falló por “negligencia de un aviso de lluvias fuertes en la zona” y, en el imaginario de muchos ciudadanos, la culpa fue de la gota fría.

El establishment político español aprendió de la experiencia y, con el apoyo mutuo de Gobiernos de ambos colores, nunca permitió un revés judicial así.

Frente a graves catástrofes como la de Aznalcóllar o el Prestige, la instrumentalización política de los expertos científico-técnicos combina elementos típicos de las estrategias de relaciones públicas, mediante la creación de “comités de expertos” seleccionados conforme a criterios de lealtad política, lo que permite centralizar toda la comunicación pública en el presidente de dicha comisión, satisfacer a los medios mediante la producción reiterada de informes más ajustados al tempo periodístico que al de generación de información contrastada y fiable, desacreditar a las fuentes independientes, restringir el acceso de expertos independientes a datos relevantes y, en resumen, establecerse rápidamente como la única fuente fiable de análisis de la situación.

Esta estrategia funcionó exitosamente en Aznalcóllar, en buena parte debido a la confluencia de intereses de administraciones de ambos partidos que querían evitar ser declaradas responsables de lo ocurrido.

Aunque no todo fueron sombras: la decidida acción de algunos expertos como Miguel Delibes y Miguel Ferrer, el exdirector y el director de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) a la sazón, respectivamente, unida a la capacidad de diálogo que proporcionaba la afinidad ideológica entre el presidente de la comisión y el Gobierno, fue clave para solventar la renuncia de este último a actuaciones clave como el tratamiento de las aguas contaminadas almacenadas en Entremuros, junto al Parque Nacional de Doñana.

Donde sí se reveló, sin embargo, la naturaleza más instrumentalizadora que subyacía al nombramiento de estas comisiones fue en los esfuerzos para minimizar tanto la dispersión de contaminantes causada por las labores de limpieza de lodos como el grave legado ambiental del vertido tóxico. En el primer caso, la Junta llegó a intervenir para evitar que el Comité de Expertos siguiera haciendo públicos sus datos, y nombró un “comité de sabios” andaluces paralelo a la comisión de expertos del ministerio.

En el segundo, tras hacerse público que los niveles de contaminación residual superaban en mucho los esperados, la comisión anunció (nada menos que en Nature) que “la regeneración del suelo mediante plantas nativas capaces de extraer el arsénico”, combinada con “el desarrollo de plantas modificadas genéticamente” y con “nuevas tecnologías basadas en el análisis molecular de los mecanismos genéticos y bioquímicos de absorción de contaminantes”, resolverían el problema.

Trece años más tarde, las acciones de remediación se han centrado en prevenir la removilización de los metales, sin reducir su concentración en el suelo, y no se ha realizado ninguna actuación significativa de reducción de contaminación mediante plantas bioacumuladoras en la zona del vertido. Tampoco hemos conseguido localizar ningún estudio científico relevante que avance en esta última dirección, más allá del aislamiento de rizobios resistentes a los metales del suelo, que tan solo representa un tímido primer paso.

Mientras tanto, eso sí, varios estudios han ido demostrando tanto la escasa eficiencia de la fitorremediación como la persistencia de la contaminación residual en los suelos afectados por el vertido, su efecto sobre la fauna, bioacumulación en la flora e impacto sobre los ecosistemas nativos, que se suman a los efectos a largo plazo del vertido tóxico inicial.

Al final, sin embargo, todo salió a pedir de boca: la audiencia exculpó a los técnicos de la administración, los tribunales eximieron a Boliden (la empresa responsable) de pagar los costes de la limpieza, las OPIs y universidades andaluzas recibieron generosos fondos para investigar “los efectos del vertido” y, años después, los medios de comunicación concluían que todo había salido bien gracias a que “Aznar había escuchado a la ciencia”.

La estrategia funcionó peor para mitigar las críticas independientes en el caso del Prestige, aunque el control de la información ha servido sobradamente, al menos hasta la fecha, para su propósito principal: minimizar los daños para los responsables en términos tanto electorales como judiciales.

Como discutimos recientemente, para lograrlo no faltaron los recursos habituales: una comisión de expertos nombrada cuando las decisiones más graves ya han sido tomadas en función de criterios exclusivamente políticos, una batería de trabajos supuestamente científico-técnicos que abundan en justificar la acción de las autoridades y mitigar sus consecuencias (liderados por informes del CEDEX, organismo al que recordarán del párrafo sobre la presa de Tous), un chivo expiatorio en quien concentrar la responsabilidad, y el control de la acción judicial para evitar que esta alcanzara instancias superiores (en las que la mayor independencia judicial da acceso a requerir el asesoramiento de expertos independientes).

Y si esta estrategia ha funcionado con las complejas catástrofes ambientales, mucho mayor ha sido su éxito con las catástrofes puramente técnicas. Sólo hay que recordar el accidente del metro de Valencia, “borrado” de los medios de comunicación locales mediante el férreo control político de estos últimos, y suprimido de los judiciales mediante una eficiente combinación de un chivo expiatorio (el conductor), evidencia técnica precocinada por una empresa contratada a la sazón y la intervención de tribunales locales abiertamente afines al poder político.

Hemos necesitados más de diez años y el coraje de uno de nuestros mejores periodistas para enterarnos de los aspectos más escandalosos de esta trama.

Idénticas perspectivas está tomando el accidente del Alvia de Santiago, que comparte elementos causales con el de Valencia (como la ausencia de balizas de frenado automático), y ya ha sido sometido al cóctel habitual de identificación de un chivo expiatorio, creación de una comisión de “expertos independientes” y elaboración de argumentaciones técnicas respaldadas por responsables y expertos, que son asumidas posteriormente en las resoluciones judiciales para exculpar a los potenciales responsables.

Los fundadores de la democracia americana entendieron la importancia clave de la limitación de los poderes del Estado. Fruto de ello es una estricta separación de poderes, una fiera defensa de la independencia de los medios de comunicación (que, obviamente, no se consigue debido a los poderes fácticos) y la existencia de garantías para el trabajo independiente de su Academia de Ciencias (que tiene, además, el mandato de asesorar al Gobierno y al Congreso en su labor legislativa).

Nuestra joven y maltrecha democracia está en el extremo opuesto del espectro, y es tarea de todos recuperar la independencia de nuestros medios de comunicación, de nuestra judicatura, y sí, reivindicar también nuestra Academia.

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