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Miguel Hernández como frontera

Carlos Bernabé Martínez

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“España es loma a loma, de gañanes, pobres y braceros, no permitáis que el rico se la coma...” Miguel Hernández

Siempre he tenido la sensación de que el mayor triunfo de la figura de Miguel Hernández es, también, su mayor riesgo. Este razonamiento no es especialmente innovador ni creativo. Sucede siempre en el ámbito de lo político: aquellas ideas, figuras, símbolos e identidades que más triunfan son, también, las que corren el mayor riesgo de ser pervertidas o, mejor dicho, reinterpretadas de formas radicalmente distintas e incluso contrarias a su espíritu original. Piensen en el término “democracia”, bajo el que intentan articularse opciones políticas con un relato radicalmente antagónico de lo que ésta significa, o en la figura del “Che Guevara”, de sujeto revolucionario a icono pop en chapas, camisetas, ornamentos y espacios comerciales.

La Memoria Democrática fue, sin duda, una de las grandes derrotadas en el proceso de Transición, algo evidente, habida cuenta de los conflictos que estamos viviendo hoy en España. Pero, en medio de esa derrota global, emergieron victorias parciales, grandes símbolos de la república y la democracia cuyo brillo y legitimidad no pudo ser plenamente sepultado en el olvido. Miguel Hernández es uno de esos ejemplos. Nadie, o nadie mínimamente sensato, se atreve hoy, tanto en España como Orihuela, a cuestionar su figura o criticar la necesidad de homenajearle y recordarle. Ni siquiera los partidos y espacios políticos más reaccionarios frente a la Memoria Histórica han osado enfrentarse a la figura del poeta oriolano, que goza de amplísima legitimidad dentro y fuera de su Orihuela natal.

Otro debate, claro está, es el precio de ese éxito: la calidad y cantidad de algunos de esos homenajes. Durante años, hemos asistido a continuos intentos de “esterilizar” o “limar” el significado histórico, político y social de Miguel Hernández. Hay quien ha intentado hacer de él menos “poeta del pueblo” y más “producto turístico”. Piensen en la cantidad de eventos, actos y productos que se hacen bajo el paraguas de “Hernandiano” y donde, a menudo, (no siempre, seamos justos) brillan por su ausencia las referencias al compromiso político del propio Miguel Hernández o a sus versos más explícitos. Los ejemplos son abundantes, pero permítanme citar brevemente dos de los más recientes. El año pasado, en el setenta y cinco aniversario de la muerte de nuestro poeta, hubo una gran densidad (e hipocresía) institucional al respecto. El alcalde de Orihuela, miembro de un partido contrario a la Memoria Histórica, hizo numerosos discursos en los que practicaba un continuo equilibrio para no aludir a las vinculaciones políticas de Miguel Hernández, mucho menos a los responsables de su muerte. De hecho, en un acto en el Instituto Cervantes, el primer edil oriolano decía que “Miguel Hernández es el poeta universal porque llega a todos (...) porque el corazón y los sentimientos no entienden de ideologías” (el problema es que el franquismo que encarceló al poeta y el antifascismo con el que éste se comprometió eran “ideologías”, y cuesta creer que ambos constructos sean igualmente interpelados por el poeta republicano). Otro tanto sucedió con el exministro Íñigo Méndez de Vigo, que ensalzaba “el mundo interior” de Miguel Hernández - “el exterior” es mucho más incómodo- , y en marzo del pasado año hablaba de una “trayectoria interrumpida por aquella dolorosa muerte” -quizá porque hablar de asesinato implica señalar culpables y, sobre todo, dolores individuales y colectivos por restaurar-.

No creo que la solución ante esto sea escandalizarse o, como propugnan algunos sectores, reclamar una suerte de “monopolio” ideológico sobre Miguel Hernández. Creo que eso sería, además de injusto, absolutamente ineficaz para los mismos objetivos que tenía el poeta oriolano: poner la riqueza al servicio de la gente común para que no hubiera “niños yunteros” ni jornales cobrados “al precio de la sangre”. No se trata de revindicar que los homenajes a Miguel Hernández se circunscriban y limiten a usar y ensalzar exactamente los mismos símbolos, palabras e identidades políticas con las que se comprometió nuestro poeta. De hecho, la realidad política que él conoció es, en muchos sentidos, radicalmente distinta a la que hoy conocemos, por lo que no tiene sentido responder a los retos actuales con los mismos elementos que se dieron ayer. El éxito de Miguel Hernández y su legado es, precisamente, su capacidad de desbordar los límites de algunas identidades políticas e interpelar a una mayoría social que puede no compartir parte de nuestros símbolos, pero sí la versión actualizada de los mismos anhelos de justicia, democracia y solidaridad expresados por el poeta de la Vega Baja.

Pero, a la vez, esa universalidad de nuestro poeta no puede ser la coartada con la que se acaben blanqueando y apropiando de él quienes hoy legitiman una suerte de reconstrucción de la peor tradición política española, la que utiliza “la Patria” contra la gente. Máxime ahora, cuando asistimos a una deriva extremista y xenófoba en todo el planeta y también en nuestro país. No creo (y sería un craso error hacer ese análisis) que estemos ante una simple repetición del fascismo. En pleno siglo XXI, los sujetos, discursos y banderas de esos movimientos difieren, mucho, del fascismo que combatió Miguel Hernández -por lo que sería bueno entender que a la gente demócrata nos toca, también, reinventar algunas de nuestras herramientas-. Pero eso no impide que haya un cierto paralelismo y continuidad histórica entre ambas tradiciones.

Por eso, hoy más que nunca debemos recuperar a Miguel Hernández como frontera, no para atrincherarnos hacia dentro, sino para ensancharnos y cercar a quienes defienden posiciones de odio que deben permanecer como minoritarias. Recordarlo y recuperarlo como dique de contención frente a la legitimación de las posiciones de intolerancia y exclusión herederas de aquellas contra las que combatió. Hoy, algunos de los sectores políticos que quieren homenajear a -y apropiarse de- Miguel Hernández, están, a la vez, reorientando sus discursos hacia posiciones más extremistas. Una contradicción que, con inteligencia, puede permitirnos mantener la iniciativa y no regalar ni un gramo de legitimidad a estas nuevas amenazas. Dicen que Miguel Hernández fue “poeta del pueblo”, cierto. Pero también lo quiso ser “de la nación” (o naciones). Fue el poeta que atisbó la pluralidad de nuestra tierra en sus “Vientos del Pueblo” o “Euzkadi”; en el que se adivina un patriotismo vinculado a la justicia social cuando nos recordaba que no podíamos permitir que las élites “se comieran” nuestra España; o que defendió la solidaridad de los pueblos en su homenaje a quienes “tienen un alma sin fronteras” en su Soldado Internacional caído en España. No, no es justo apropiarse de la memoria de nadie para justificar posiciones políticas hoy. Pero parece lógico reclamar que hay homenajes y recuerdos donde es necesario poner fronteras para que no quepa todo. En la España que recuerda a Miguel Hernández, el odio al extranjero o el enfrentamiento entre la gente común, no tiene cabida.

Carlos Bernabé Martínez es concejal de Cambiemos Orihuela.

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