La carretera N-340 era —no sé si sigue siendo— la más larga de la península. Seguía el trazado de la antigua vía Augusta, desde Puerto Real, en Cádiz, a Barcelona, según el sentido de la numeración kilométrica, y atravesaba todos los pueblos y ciudades que encontraba a su paso. En realidad, llegaba hasta la Junquera, aunque, según la nomenclatura viaria, el tramo que transcurre entre esa ciudad y Barcelona pertenecía la N-II, que era la que unía Madrid con Francia pasando por la capital catalana, donde chocaba con la 340. Si contamos ese tramo escamoteado a mayor gloria de la España radial, son más de mil cuatrocientos quilómetros. La más larga y también la más cosmopolita. Era la puerta de Europa y la ruta por la que, en la posguerra, empezó a penetrar la modernidad sobre las pálidas espaldas de los turistas que venían a la costa mediterránea en busca de sol, toros y sangría. El progreso llegó lomos de esas temibles criaturas y de un tráfico voraz que acabó merendándose el territorio. Buena parte de aquella carretera de origen milenario se ha desintegrado en tramos urbanos más o menos tranquilos o ha desaparecido bajo el trazado de una autopista. Pero todavía hay trozos en los que, entre rotonda y rotonda, se pueden ver las huellas de aquella época. Junto a alguna que otra caseta de peón caminero abandonada hay, aquí y allá, algún puticlub todavía en activo que ha ganado en discreción porque ya no está en una vía principal, y también quedan algunos hoteles y restaurantes en cuyas paredes hay inscripciones desteñidas que afirman que allí se habla alemán o francés. Fuera verdad o no, ese era un reclamo obligado en aquellas décadas. De entonces son también los campings señalizados con llamativos carteles y las inefables tiendas de souvenirs y enanos de jardín. Y también los desvíos a playas que ya no se ven porque las tapan las modernas urbanizaciones, o los caminos que llevan a zonas comerciales y polígonos industriales que, aunque remozados, dejan ver la prisa con que se levantaron en medio de un paisaje agrícola degradado. Por aquel entonces, los admirados «tiburones» franceses (los Citroën DS originales) adelantaban a los Pegaso, los Ebro o los Barreiros, a las motos Guzzi Hispania, a alguna Villof y a otros camiones y motos de fabricación nacional. Y, naturalmente, había muchos talleres mecánicos a lado y lado de la calzada. El más grande y bonito que vi jamás, que descubrí y me deslumbró siendo un niño, estaba —todavía está— al sur de Sagunto, al lado mismo de lo que queda de la antigua N-340.
No puedo jurar que lo viera por primera vez de noche, pero durante mucho tiempo lo recordaba así, como un conjunto de edificios llenos de tubos de neón y de carteles luminosos, como luminosas eran sus dependencias profusamente acristaladas. Y no sé qué función podía tener la elegante torre que había en el centro, casi toda ella traslúcida, pero me parecía surgida de alguna película de anticipación. Puede que cueste de creer desde la perspectiva actual, pero en aquel entonces el contraste con las edificaciones al uso, tan escasamente imaginativas y de forzosa austeridad, era espectacular. Desde que vi por primera vez aquel taller, que no se parecía a ningún otro, se convirtió para mí en una obsesión, y más desde que, muchos años más tarde, vi que lo habían cerrado. No sé muy bien cuando ocurrió eso. Seguramente en los ochenta, cuando la infausta reconversión convirtió la zona de Sagunto en un enorme yacimiento de fósiles industriales. Y desde ese momento quise fotografiar lo que quedaba de aquellas instalaciones. Ya había visto demasiadas veces desaparecer de la noche a la mañana elementos del paisaje que parecían inamovibles, a los que solo entonces descubrías que vivía amarrada tu memoria, y una de las pocas armas que tenemos para paliar esa sensación de vacío es la fotografía. Aquellas edificaciones estaban encajadas como una cuña entre la carretera y el ferrocarril, y además de eso estaba creciendo a su alrededor un nudo de accesos viarios que las acabarían convirtiendo en un lugar de difícil acceso. No muy amigo de ir saltando vallas, en el 2004 me conformé con hacer unas fotos desde un paso elevado, cuando la torre todavía conservaba su pináculo y aún estaba el rótulo que indicaba que allí se reparaban motores diésel. Con todo, mi fijación se avivaba cada vez que pasaba por allí y veía como aquel templo racionalista se iba desintegrando. De manera que el pasado siete de marzo, cuando por casualidad vi la manera de acceder a una isleta ajardinada que hay delante para dividir el tráfico, no me lo pensé mucho y me metí en ella cámara en ristre.
Hay fotos que hacemos a conciencia, no por la inercia a la que nos somete el uso del móvil, para dar fe de alguna celebración rutinaria o porque el cliché visual te viene al encuentro, sino porque nos empeñamos en hacerlas, como si algo decisivo dependiera de ellas. Queremos fijar para siempre el momento, el motivo o ambas cosas, como si creyéramos que, una vez tenemos su imagen, las cosas perdurarán aunque se desvanezcan, aunque las hagan desaparecer, y que su valor, sea personal o colectivo, también sobrevivirá. Es un acto preventivo ante la amenaza del olvido. Guardamos imágenes como quien guarda sustancias alucinógenas, para posteriormente, a voluntad, mirarlas y evocar o invocar mundos que ya no existen. No es solo una pulsión personal, es algo que está en la base de actividades en boga como la arqueología industrial, que no centra su atención en objetos y lugares que remiten a civilizaciones exóticas y lejanas, sino en unos desechos que nos interpelan, que nos remiten a unas formas de vida con las que nos sentimos directamente vinculados, biográficamente incluso. Desde el interés académico al huroneo diletante, todas las actividades que pertenecen a ese ámbito contribuyen al autoconocimiento y actúan como antídoto ante la aceleración del cambio, la obsolescencia y la fugacidad del presente. Algo de todo eso me espoleaba mientras buscaba ángulos desde los que fotografiar aquel taller evitando que salieran en la imagen los coches que transitaban por la carretera. Quería que se viera su trágica condición de arquitectura herida, doliente y abandonada. Nada podía hacerme sospechar que, más allá de esa jeremiada estética (y literaria), allí anidaba una pesadilla.
Aproximadamente un mes más tarde, mientras estaba volcando las fotos al ordenador, decido entrar en Internet para ver qué encuentro sobre los orígenes de aquellas instalaciones y su incierto futuro. Y lo que me encuentro cambia de repente el sentido de las imágenes. Muy pocos días antes, el dos de abril, habían encontrado en uno de los edificios el cadáver de Djinn Maury, un vagabundo vocacional y músico callejero que vivía allí desde hacía unos cuantos años y a quien, según la crónica, un par de meses atrás alguien había asesinado dándole varias cuchilladas. Las fotografías que ilustraban la noticia parecían tomadas en un matadero. La sangre salpicaba profusamente escalones y paredes. Al parecer, Maury se había desangrado mientras huía de su agresor escaleras arriba, y su cuerpo estaba todavía dentro de uno de aquellos edificios el día en que yo había estado haciendo fotos a pocos metros de distancia. Sin saberlo, estaba fotografiando el escenario de un crimen donde todavía había un muerto esperando a que lo encontraran. Despojos dentro de despojos, el taller romantizado convertido en un siniestro juego de cajas chinas. Aunque no se ve, ahora que sé lo que había tras la puerta metálica del ático de la torre sur que aparece en las imágenes, yo lo veo. Y en cierto modo me siento visto por eso que no se ve, mientras tengo la sensación de estar todavía de pie, con la cámara en la mano, en aquella isleta en medio del tráfico que es ahora una isla en medio de la realidad. Incluso me parece oír el violín de Maury saliendo de aquellas ruinas desde que lo vi tocar en YouTube. Respecto a los datos que fui a buscar en Internet, poco pude averiguar y poco interés sentía en aquellos momentos. Si acaso, me llamó la atención el hecho de que aquel taller, en otro tiempo tan luminoso, había sido construido el mismo año en que yo nací. La casualidad, que, como advirtió el poeta, siempre está al acecho.
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