El invitado
Por segunda vez, Mazón ha sido invitado a declarar. Hay invitaciones que honran y otras que queman. La que la jueza de la DANA ha remitido al president Carlos Mazón pertenece, sin duda, a la segunda categoría. No es un reconocimiento, no es un homenaje: es un asiento reservado, en calidad de testigo, en la investigación de lo ocurrido. Una cortesía con membrete judicial que, en realidad, es una llamada a cuentas.
No resulta sencillo entender por qué se rechaza una y otra vez la posibilidad de ofrecer, en sede judicial, la versión de alguien que, desde que se produjo la catástrofe, no ha dejado de insistir en que nada tiene que ocultar. Claro que no es lo mismo comparecer frente a una jueza que lanzar opiniones contradictorias ante los medios. Difícil resulta comprender el empecinamiento en no acudir, cuando se trata de un procedimiento en el que se indagan los fallos y errores cometidos durante las horas en que la actuación de la administración que él presidía era crucial para salvar vidas humanas. La jueza quiere saber si se podían haber hecho las cosas de otra manera, si era posible haber sido más eficaz en la gestión. De todas esas cuestiones, se supone, alguna opinión tendrá el máximo responsable de la institución.
Extraña la decisión del invitado, sobre todo porque él sabe mejor que nadie que la jueza no puede investigar lo referido a un aforado: no tiene por qué temer nada en lo personal, al menos en este momento procesal. Y, sin embargo, dado su cargo y la seriedad del asunto, debería ser el primero en querer colaborar con la justicia, como lo han hecho todos los demás a quienes la magistrada ha llamado.
La DANA arrasó y encontró a un gobierno lento, disperso, desorientado. Desde entonces, la pregunta sigue en el aire: ¿dónde estaba el president cuando la tragedia pedía liderazgo? La jueza le ha abierto un espacio para que lo explique voluntariamente y, sin embargo, Mazón vacila. Se acoge a su aforamiento como quien se aferra a un salvavidas en plena riada.
La ironía es obscena: a las víctimas se les exige paciencia, pero al president le basta con el silencio. Mientras la jueza recopila pruebas, mientras las familias entierran a los suyos, el máximo responsable institucional decide si se digna a dar explicaciones. Todo envuelto en un guion en el que él representa un papel tan sorprendente como indignante: el del invitado.
Un invitado tardío al Cecopi, tardío a la verdad, tardío a la rendición de cuentas. Nunca, eso sí, tardío a la mesa del restaurante. El relato oficial insiste en llamadas y sobremesas interrumpidas, como si la gestión de emergencias fuese un menú degustación y la coordinación de recursos, un grupo de WhatsApp con notificaciones silenciadas.
La frase de Ximo Puig resuena como una bofetada moral: “Lo fundamental no es si aguanta o no, sino cómo puede dormir”. Esa es la cuestión. Dormir, mientras las sirenas gritaban. Dormir, mientras otros enterraban a sus muertos. Dormir, como si la responsabilidad política fuese un somnífero de uso exclusivo. Dormir, en fin, después de la DANA: un lujo que no tienen ni las familias que perdieron a los suyos ni quienes aún esperan que alguien dé la cara.
El papel de Mazón, por ahora, se escribe en un registro de evasivas. La jueza no le cita de oficio: le invita, con ese tono educado que esconde la carga de dinamita de la sospecha. Puede declarar y explicar lo que hizo y lo que no hizo. Pero él prefiere la ambigüedad. Mientras tanto, su entorno se dedica a justificar lo injustificable: que estaba informado, que atendía llamadas, que carecía de margen de maniobra. Como si gobernar no fuera una responsabilidad pública sino una excusa administrativa.
El contraste con las víctimas es insoportable. Ellas no tienen margen. Ellas no pueden elegir si entran o no en la sala. Ellas ya están condenadas a vivir con la ausencia, con el dolor, con la certeza de que la tragedia se gestionó tarde y mal. A ellas se les exige silencio y paciencia; al president, ni siquiera se le puede arrancar una explicación.
Ahora, el invitado tiene en su mano un gesto sencillo: aceptar la invitación de la jueza, entrar en la sala y contar lo que hizo y lo que no hizo. Es un deber democrático. Lo que está en juego no es solo su imagen política, sino la dignidad de un cargo que debe servir a los ciudadanos y no protegerse tras las cortinas del aforamiento.
Las víctimas no necesitan silencios ni calendarios judiciales eternos. Necesitan verdades. Necesitan responsables. Necesitan justicia. Y lo que no puede permitirse una democracia madura es que, cuando la tragedia reclama claridad, su máximo representante elija el papel más cómodo: el del invitado que nunca entra, que nunca se sienta en la mesa donde se exigen las cuentas.
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