Entre tasas y aranceles
La canícula veraniega y la subida extrema de las temperaturas quizá estén afectando nuestra capacidad de pensar con claridad. También es probable que la brújula de la sensatez, esa a la que deberíamos aferrarnos, ande un tanto desenfocada.
Muchos tenemos la sensación de vivir un tiempo extraño, dominado por un estado de expectativa constante. Esperamos que ocurra algo, mientras descuidamos el presente que nos rodea. Resulta llamativo cómo se convierten en noticia simples anuncios de posibles hechos futuros. La expectativa, por sí sola, se transforma en titular. La trituradora informativa no descansa; consume y regurgita contenido de manera incesante. En esta cascada interminable que es la actualidad, lo realmente alarmante es la escasa atención que reciben los asuntos esenciales para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía. La cobertura mediática se dispersa, mientras problemas de interés público quedan relegados a un segundo plano.
Por la puerta entreabierta de la incertidumbre se cuelan mensajes desestabilizadores que erosionan las certezas sobre las que se han asentado los avances sociales. Las instituciones democráticas, debilitadas por escándalos y desencuentros, sufren un desgaste que alimenta la desafección ciudadana hacia los pilares que sostienen nuestra convivencia. La política, un ejercicio tan necesario y noble, se ha transformado en un circo mediático al servicio de sus propios protagonistas. Con demasiada frecuencia, sus responsables parecen olvidar la misión principal por la que fueron elegidos: resolver los problemas de la gente.
Quizá haya llegado el momento de sobreponernos a la adversidad y retomar el interés colectivo. Es urgente debatir cómo recaudar más recursos para generar bienestar y atender retos acuciantes como la falta de vivienda, la saturación de los sistemas sanitarios, la infrafinanciación de la educación pública y tantas otras necesidades que deberían ocupar la primera línea de la agenda política. Todo ello, además, respetando las reglas del juego democrático.
En este contexto, Francia vive estos días un intenso debate en torno a la llamada “tasa Zucman”. Esta medida propone que los ultras millonarios con patrimonios superiores a 100 millones de euros contribuyan con un 2 % adicional sobre su fortuna cada año. Según sus defensores, permitiría incrementar de manera significativa la capacidad de respuesta del Estado ante crisis y desigualdades. Siete premios Nobel de Economía han respaldado públicamente esta propuesta, que ya ha sido aprobada por la Asamblea Nacional y espera ahora su paso por el Senado. No faltan voces críticas que advierten del riesgo de deslocalización de capitales o de prácticas de dumping fiscal. Sin embargo, otros recuerdan que quienes han acumulado grandes fortunas lo han hecho, en gran parte, gracias a millones de ciudadanos que, como clientes, han generado esa riqueza.
Resulta inevitable comparar este debate con el espectáculo al que asistimos desde la llegada del nuevo inquilino de la Casa Blanca. Donald Trump, subido en un carrusel de decisiones unilaterales que afectan a millones de personas, adopta medidas sin ningún filtro democrático ni respaldo técnico solvente. Su uso recurrente de los aranceles, que justifica como proteccionismo económico, persigue en realidad blindar los intereses de la oligarquía económica que le respalda.
Si no somos capaces de revitalizar nuestras instituciones y reforzar la confianza colectiva en el sistema democrático, nos encaminamos hacia un escenario preocupante: el dominio de decisiones arbitrarias tomadas en solitario, con la complicidad de un mercado que siempre preferirá un Estado débil.
El empeño por gravar la riqueza extrema y el espectáculo de los aranceles unilaterales muestran dos caras de un mismo desafío: garantizar la capacidad del Estado para proteger a la mayoría frente a un sistema que privilegia a unos pocos. Esa es la cuestión esencial: elegir entre preservar una organización democrática, con todos sus defectos y limitaciones, o resignarnos a fórmulas autoritarias disfrazadas de populismo que solo benefician al gran capital.
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