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Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.

El discurso del rey

Felipe VI, durante el discurso de Nochebuena.

Javier Pérez Royo

El discurso del rey de Navidad de este año no pasará a la historia. No porque haya sido un mal discurso, que, en mi opinión, no lo ha sido, sino porque, sin traicionar su condición de monarca “parlamentario”, no podía hacer algo distinto a lo que hizo.

El sistema político español tal como fue articulado jurídicamente en la Constitución de 1978 está paralizado. Desde diciembre de 2015 de manera inequívoca. Que se hayan celebrado cuatro elecciones –diciembre de 2015, julio de 2016 y abril y noviembre de 2019–; que se haya dejado fuera de juego el principio de anualidad presupuestaria; que la mayoría de la legislación sea gubernamental y no parlamentaria; que no se renueven los órganos constitucionales del Estado que exigen una mayoría cualificada como el Consejo General del Poder Judicial o el Defensor del Pueblo... son claros indicadores de la parálisis constitucional en que nos encontramos.

En mi interpretación, la parálisis empezó antes. La combinación de la crisis del Estado social y democrático de derecho a partir de 2008 con la crisis de la Constitución territorial a partir de la STC 31/2010 alteró de manera profunda los consensos constituyentes que se expresan en los artículos 1 y 2 de la Constitución. La Constitución son los artículos 1 y 2. Todos los demás son desarrollos de ellos. La autodefinición de España como un Estado social y democrático de derecho integrado por “nacionalidades y regiones” con derecho a la autonomía cuya forma política es una monarquía parlamentaria. Esta es la Constitución que ha estado operando de manera reconocible desde su entrada en vigor hasta que empieza la segunda década del siglo XXI.

Hasta 2015 pareció seguir operando como lo había hecho antes, pero ya no era así. El Gobierno presidido por Mariano Rajoy con base en una mayoría absoluta dio la impresión de que el sistema político español seguía operando constitucionalmente de manera normal, pero no era así. La normalidad ya no podía ser la de los pasados decenios, como parece ser que pensaba el presidente del Gobierno. Había que sentar las bases de una nueva normalidad, porque la antigua ya no servía. Y no se hizo nada para ello.

La ejecutoria de Mariano Rajoy fue toda la contraria. Gobernó sin llegar a acuerdos de ningún tipo para hacer frente a la crisis del Estado “social”, generando un aumento brutal de la desigualdad, que fue muy bien recibida por el porcentaje de ciudadanos con mayor nivel de riqueza y patrimonio, pero que produjo una enorme frustración en una parte muy considerable de la población. De la crisis de la Constitución territorial se desentendió por completo, subcontratando la política al Tribunal Constitucional primero y a la Fiscalía General, la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo a continuación.

Durante los cuatro años de mayoría absoluta del PP, pareció que no pasaba nada y que el sistema constitucional operaba como lo había hecho en las décadas anteriores, pero la procesión iba por dentro. En las elecciones europeas de mayo de 2014 empezó a vislumbrarse que se había tocado fondo y de ahí vino la abdicación del rey Juan Carlos I. En las municipales y autonómicas de mayo de 2015 la crisis del sistema de partidos y, por tanto, constitucional de la Segunda Restauración ya resultaba inocultable. Las elecciones generales de 2015 lo certificaron de manera inapelable.

Los problemas que dieron la cara con la crisis combinada de 2008 y 2010, no solamente no se habían resuelto “con el paso del tiempo”, como ingenuamente pensó Mariano Rajoy que podrían resolverse, sino que habían ido a más y alguno de ellos, como el que supone la integración de Catalunya en el Estado, había alcanzado el nivel de una crisis constitucional abierta, que no solamente condujo a la primera “suspensión” de la Constitución desde su entrada en vigor, con la aplicación del artículo 155, sino que además fue acompañada de una deriva judicial contra el nacionalismo catalán, que tiene situado el problema en un callejón sin salida. Cuando entran los jueces, sale la política.

La gestión de la crisis catalana por el Gobierno de Mariano Rajoy acabaría, por último, comprometiendo al rey Felipe VI, al que, incomprensiblemente, el presidente del Gobierno permitió que interviniera de la manera que lo hizo el 3 de octubre de 2017. Quien esté viendo la serie The Crown habrá podido advertir que la primera tarea del primer ministro es educar a la reina. Con educación, pero con firmeza, tiene que delimitar el perímetro dentro del cual el monarca tiene que moverse. En octubre de 2017, el presidente del Gobierno español no supo hacerlo.

Es posible que si se forma Gobierno, se pueda empezar a salir de la parálisis, aunque las condiciones en las que va a tener que gobernar Pedro Sánchez, si finalmente es investido, no van a ser nada fáciles. Pero mientras no se despeje esta primera incógnita, la parálisis no puede sino ir a más.

En todo caso y volviendo al discurso del rey, es evidente que en estas circunstancias no podía hacer más que lo que hizo. Si incluso una simple mención de Catalunya ha recibido la interpretación por los partidos nacionalistas catalanes y vascos que ha recibido, ¿cuál habría sido de haber ido más allá? Sin salirse de su función como monarca parlamentario no podía decir más que lo que dijo.

El discurso ha sido un excelente indicador de dónde estamos. Mientras no alcancemos un nuevo consenso que sustituya al de 1978, seguiremos en una situación de parálisis y los discursos del rey serán como el que hemos oído este pasado día 24.

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