Lo mejor y lo peor de 'Animales fantásticos 2': J.K Rowling reflota una saga naufragada
Hace dos años, J.K Rowling faltó a su palabra y resucitó una saga que prometió haber cerrado para siempre. Con la excusa de exprimir un librito de 64 páginas, sacó un jugo de cinco películas y, no contenta con eso, tomó el nombre de Harry Potter en vano en la primera entrega de Animales fantásticos (2016). Es decir, lo usó para promocionar la nueva saga y, cuando hubo arrastrado a los espectadores tirando de nostalgia, descubrió que el pastel no sabía a cerveza de mantequilla.
Las nuevas aventuras del mago zoologo Newt Scamander (Eddie Redmayne) se alejaban del imaginario que atrapó a millones de niños -y adultos- en los años 90. Para empezar, abandonaba la quintaesencia british que envuelve a Rowling y todo lo que toca. Situaba la acción en Estados Unidos, Hogwarts apenas salía mencionado un par de veces y su protagonista no estaba llamado a ser el héroe de la Generación Z que fue “el niño que sobrevivió” para la millennial.
Animales fantásticos y dónde encontrarlos no tenía madera de fenómeno juvenil, pero el problema fue nuestro por intuir que lo pretendía. Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald, en salas desde este fin de semana, sitúa las piezas para convertirse en la gran saga fantástica de una época de sequía en el género. No una heredera, sino una totalmente nueva.
La segunda entrega es mucho mejor que la primera en todo. En planteamiento, en personajes y en pretensiones. Y está a tiempo de que sea peor que la tercera, para así completar la misión imposible de las sagas de ir a mejor de forma progresiva sin trastazos de por medio. Algo que solo se resolverá en 2024, cuando la quinta y última película de David Yates vea la luz.
Si hay alguien capaz de reflotar un barco hundido, esa es sin duda J.K Rowling junto a su tándem cinematográfico, David Yates, pues ya lo hicieron con las cuatro últimas cintas de Harry Potter. Como su propio nombre indica, atrás quedaron los animales en pos de los crímenes y la acción. Una decisión buena, pero no redonda, que con un poco de suerte remontarán en 2020. ¿Qué hace que, en este caso, las segundas partes sí que fuesen buenas?
En la anterior, el Congreso Mágico de USA había atrapado a Gellert Grindelwald, un mago tenebroso que está intentando reunir un ejército en contra de los muggles. Un villano de carne y hueso que, a pesar de estar interpretado por uno de los hombres más repudiados de Hollywood actualmente, remite a la época dorada de Johnny Depp antes de perderse en su propia excentricidad.
En esta, Grindelwald huye a París en busca de Credence (el obscurus de la primera), que ahora trabaja inexplicablemente en un circo ambulante. Pero lo mejor no llega hasta el final, cuando Johnny Depp, caracterizado con un rubio platino y una lentilla amarilla un poco menos perturbadora que la de hace dos años, da un mitin rodeado de sus acólitos.
De pie en un anfiteatro que recuerda a las gradas nazis de Núremberg, desde donde Hitler se dirigía a sus fieles, Grindelwald lanza varias consignas ultranacionalistas que remiten a Vox, a Trump, a Salvini y a Amanecer Dorado. “Los malos son ellos (inmigrantes o muggles), vienen a robarnos la libertad y a someternos, así que lo mejor es eliminarlos”. J.K Rowling abandona las metáforas. Ya no hay tiempo para “los que no deben ser nombrados” porque obviarlos no sirve para vencerlos.
Ese momento es uno de los mejores del metraje, pero por suerte coincide con el tono general de la película: oscuro, adulto y con una clara declaración de intenciones. Hay un villano absoluto (e incluso él tiene su lado humano) y luego personajes imposibles de encasillar en uno u otro bando, con aristas, algo de lo que carecía Harry Potter. El mérito recae en el brillante reparto, del que destacan Jude Law como un joven Albus Dumbledore y Alison Loren, que interpreta a la volátil e impredecible Queenie.
Otro de los grandes aciertos ha sido el de regresar a Hogwarts mediante flashbacks, incluida una clase de Defensa contra las artes oscuras de Dumbledore con el Boggart que hace un guiño a El prisionero de Azkabán. Ese fue el reclamo de los espectadores el año pasado y parece que Rowling escuchó con atención, algo que suele hacer y que le ha coronado como la mesías del fenómeno fan. Pero no todo han sido aciertos; de hecho, hay fallos flagrantes que de no solventarse podrían llevarse por delante hasta las mejores intenciones.
J.K Rowling es escritora, no guionista. Y querer fusionar ambos perfiles puede tener sus peligros. Animales fantásticos: los crímenes de Grindelwald no puede funcionar como una adaptación porque no tiene un texto base. Y, sin embargo, se dan tantas cosas por hecho que así lo parece. Sobre todo en las tramas de los secundarios, de los que se dan demasiados detalles insustanciales sin sugerir que sean relevantes para la conclusión final. (Spoiler: no, no lo son).
Así ocurre con el drama familiar de Yusuf Kama, con su relación con Credence y con el secreto inconfesable de Leta Lestrange (Zoe Kravitz). No hay árbol genealógico de la contraportada que ayude a comprender qué está ocurriendo en pantalla, así que lo que pretende aportar profundidad termina siendo un añadido cargante y perezoso para el espectador.
Si bien el tono tenebroso es su punto fuerte, David Yates se ha dejado por el camino el bálsamo cómico que tan bien supo aplicar en la primera. La compensación es crucial en toda fantasía, y en esta la dejan a cargo de un androide con forma del alquimista Nicholas Flamel. Un recurso inquietante y cochambroso a partes iguales que, por suerte, salva Dan Fogler con un Jacob siempre certero.
La última, y quizá la más importante, es que el final quedará abierto hasta 2024. No hay un colofón a la vista, lo que deja un regusto de continuará que no favorece a películas con dos años de diferencia y que se resuelven en menos de dos horas. En 2020, pocos se acordarán de que Los crímenes de Grindelwald termina en Suiza ni por qué. Lo bueno es que posiblemente tampoco recuerden los fallos.
Es una vuelta a empezar arriesgada que, si se consuma en una tercera entrega digna, podría confirmar a J.K Rowling como una obradora de milagros en los tiempos más oscuros de la ficción.