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Un día en un centro de menores tutelados: una mochila, una flor y unas manchas en el techo

Valle, la cocinera del centro a la que todos llaman "la gobernanta", abraza a uno de los menores.

Gabriela Sánchez

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Unas manchas marrones en el techo del recibidor advierten de que el dolor de los adolescentes que viven entre estas paredes a veces explota en arrebatos. Aquel día fue una lluvia de natillas de chocolate; otro fue un grito en la cocina o un niño aislado en un sofá sin mediar palabra con su alrededor. Youssef lo llama “la mochila”. Esa mochila cargada de un peso superior al de los niños que lo soportan. Esa que les hace tambalearse y puede empujarles a “tirarla y correr hacia cualquier lugar”.

Pero esa mochila, dice, guarda una serie de herramientas que también les permite avanzar. Aquí les ayudan a conseguirlo.

Cuando Youssef empezó a cargar la mochila tenía diez años y no quería trabajar en el campo como quienes vivían a su alrededor. Él quería “otra cosa”, y esa “otra cosa” parecía no estar en Marruecos, sino en España. Ese niño menudo, tragó saliva frente a un enorme barco de turistas antes de escabullirse en su interior escondido entre la gente. 15 años después, llama a la puerta de un centro similar al que fue su hogar durante su adolescencia en Toledo.

Entra sonriente, algo nervioso, y abraza a Mounir, el mismo educador que tantas charlas le daba cuando aún era un niño. Esas que “podían sonar a lo mismo”, pero “tenían su efecto”. Ahora, con 25 años y convertido en taxista en la ciudad manchega, es él quien hablará con los adolescentes. Ha venido a uno de los encuentros organizados por la ONG Accem en su centro de acogida de Toledo, que buscan la creación de referentes positivos entre los niños tutelados.

A las 13 horas, la casa está casi vacía. El personal del centro espera el regreso de los chavales, quienes pasan la mañana en el instituto. Valle, la cocinera, ya tiene preparada una enorme cazuela de macarrones. Ahmed y Bassim (nombres ficticios), los primeros en llegar, aparecen con timidez en el salón.

Youssef se presenta en su idioma. Es consciente de que acercarse a los chavales no es sencillo, aunque él haya sido uno de ellos. Los tres proceden del mismo país, Marruecos. Los tres atravesaron solos el Estrecho. El joven taxista observa en ellos la desconfianza de aquellos primeros años en España, reticencias a los límites, los estragos de la soledad. Es consciente de que, para ellos, hoy es un educador más, alguien nuevo que les contará “lo mismo de siempre”, pero también sabe que las palabras pueden acabar sirviendo.

Hoy a Ahmed (nombre ficticio) no le apetece mucho hablar. Hoy le apetecería ser invisible y se afana por hacer todo lo posible para aparentarlo. Cubre su cabeza con una capucha, responde con pocas palabras, mantiene sus manos en los bolsillos y su mirada se pierde en cualquier punto indefinido del salón. De vez en cuando, el adolescente de 16 años parece olvidarse de la razón de su frustración, y charla un poco con quienes se encuentran de visita en el centro de menores donde vive desde hace unos meses.

Pronto regresa el enfado, acompañado del silencio, esa mirada perdida y unos ojos enrojecidos que empiezan a destellar cuando no puede aguantar más aquello que le reconcome. Dice que le han robado unas zapatillas, que está enfadado, que nadie hace nada. Vuelva a callar, aprieta los labios, evita las lágrimas.

Son las zapatillas, dice, pero el inicio de esa rabia contenida, ese trasfondo que le colapsa, empezó en el lugar del que prefiere no hablar. El maltrato recibido por un familiar en Marruecos es parte de ese pasado que prefiere olvidar, explican quienes están con él cada día. La otra cara de su país es su madre, a quien sí llama con frecuencia.

“Cuando un menor procede de un contexto de una familia desestructurada y no ha tenido alguien que le haya proporcionado una relación sana de apego, su forma de relacionarse con el mundo no suele ser muy saludable. Pues las relaciones de cariño de niño son las que nos enseñan a establecer buenas relaciones y nos muestran los límites”, explica Hella Aguilera, psicóloga del equipo de Accem que ha trabajado con menores migrantes tutelados. “Esa situación genera una baja tolerancia a la frustración. En la vida van a pasar ciertas cosas que hay que aceptar. Si no las aceptas, no tienes capacidad para ser feliz”, añade la especialista.

Unos gritos estallan en la cocina. El educador Mounir trata de calmar a Ibrahim (nombre ficticio). Las educadoras han encontrado una botella de aceite de oliva en su habitación y no está permitido introducir comida del exterior. Él se enfada, da un brusco golpe contra la pared y corre hacia su habitación. Al rato regresa muy tranquilo, abraza a la cocinera, pone la mesa y recoge el plato del invitado. “Cualquier adolescente, nacional o extranjero, que no haya tenido una relación de cariño con un familiar, puede generar mucho dolor que empuja ciertas conductas disruptivas, ante la baja tolerancia a la frustración. Pero lo más importante no son las conductas: el problema es el sufrimiento que lo provoca. Se puede ver en sus miradas, esa rabia, esa amargura”.

“Perdí mi infancia para sembrar una flor”

Youssef recuerda bien ese sufrimiento. Él, ya desde su posición de adulto, define ese dolor como “soledad”. “Me veía solo mucho tiempo, sin estar con mi familia. Tenía educadores, compañeros, pero me sentía solo. Es entonces cuando empezaba a pensar si había merecido la pena”, reconoce el joven taxista, quien sí tenía una buena relación con sus progenitores, pero decidió migrar para “tener un futuro”. Se recuerda con preocupaciones que no debería tener un niño: “Prepararme para ser independiente a los 18 años, hacer cosas para ayudar a mi familia. Pensaba: he perdido mi infancia, he invertido años en sembrar una flor y, como no lo haga bien y no me salga flor, he sufrido para nada”.

“La cuestión era aguantar. Pesa mucho la mochila que tenemos cuando de niños dejamos todo solos. Hay niños que no soportan el peso, la tiran y corren y pueden ir a cualquier camino”, sostiene Youssef.

“Si no hubiese tenido un trato indinvidualizado como el que me dieron en mi centro, y hubiese estado en uno saturado, no sé qué hubiese sido de mí. Necesitábamos protección, y a mí me la dieron”. Según los últimos datos proporcionados por Interior a eldiario.es, a fecha de 31 de julio de 2019, en España había 12.262 menores extranjeros no acompañados. De ellos, solo 154 residen en Castilla-La Mancha.

La vivienda, de techos altos y motivos de madera, cuenta con dos plantas. La superior tiene varias habitaciones, todas masculinas excepto una de ellas. La habitación de las niñas y adolescentes no está ocupada. La última joven que pasó por este lugar se ha escapado. Ella tiró una parte de su mochila y corrió, nadie sabe muy bien a dónde.

“Algunos de los menores han estado viviendo en la calle, muchos vienen a la defensiva, desconfiados porque es lo que han vivido. El maltrato que han recibido en Marruceos de parte de la policía u otros menores. Llegan aquí y todo es nuevo. Hay que estar encima para que integren ciertas normas. Todo eso les cuesta, a veces no quieren estar aquí pero poco a poco van entrando en la dinámica del trabajo”, sostiene Mounir, también director del centro de Accem.

Cuenta atrás para el 18 cumpleaños

El educador insiste en la importancia de estar encima de los chavales, dar un trato personalizado, para aligerar el peso de las duras experiencias que arrastran, y puedan centrarse en salir adelante antes de cumplir los 18 años. A esta casa son derivados menores tutelados que proceden de un centro de primera acogida de Castilla-La Mancha.

“Al llegar aquí, empezamos con los trámites de empadronamiento, tarjeta sanitaria, revisión general, escolarización... Les damos un mes de que conozcan a los educadores y cada uno tiene un educador de referencia: donde se le explica por qué está aquí y lo que podemos trabajar con él, en un protección, se le explica las normas....”, detalla Mounir. Después de ese periodo de adaptación se marcan unos objetivos personalizados en cada menor.

El cronómetro para el dieciocho cumpleaños de Namir (nombre ficticio) está en marcha. Solo cuenta con cuatro meses para ultimar su plan antes de tener que abandonar el centro, pero se siente preparado. Irrumpe en el salón con mucha educación y aparente seguridad en sí mismo. Sudadera rosada, gorra, gafas estilo aviador doradas y pantalón pitillo, el adolescente abraza a la “gobernanta” antes de sentarse a la mesa. Habla un perfecto castellano.

Desde Accem realizan los trámites para formalizar la documentación de los menores, con el objetivo de que una vez cumplida la mayoría de edad cuenten con la residencia en España y no se encuentren con la incertidumbre de una futura expulsión. Según publicó El País, solo un 21% de los menores extranjeros no acompañados tiene este permiso, a pesar de que la ley obliga a las comunidades autónomas a gestionarlo.

Namir no migró solo a España. Lo hizo, con visado de turista, junto a su hermano mellizo, más callado, más tímido, más enfadado con su alrededor. Durante los cerca de dos años que llevan en el país, han pasado por diferentes etapas. Llegaron a escaparse de este centro durante un tiempo: vivieron en las calles de Barcelona, en Girona e incluso cruzaron la frontera de Francia.

Ahora, con tan solo unos meses para dejar de ser menor, Namir dice que aquí no se mueve. Aunque tiene sus diferencias con el centro y espera con ansias su vida independiente, ha decidido aprovechar lo poco que le queda para salir preparado. “Me estoy formando para que todo vaya bien y salir con un título”.

Los papeles de ambos hermanos ya están tramitados y un amigo de la familia reside en Guadalajara. La documentación y las redes personales les aportan una calma de la que carecen otros muchos menores extranjeros no acompañados. Esa tranquilidad que permite desear su 18 cumpleaños, en vez de temerlo. “Nos iremos a vivir allí y saldremos adelante. Mi hermano sabe cortar el pelo y yo quiero aprender: me gustaría montar una peluquería”.

Cuando Youssef mira hacie el pasado, recuerda ese cumpleaños con ilusión. Por fin podría hacer aquello en lo que pensó desde que se vio solo en España: “Viajé a Marruecos para ver a mi familia”, confiesa el veinteañero. “Sacrifiqué muchos años de mi vida, de mi infancia, pero a cambio conseguí un futuro. Aguanté la mochila ocho años, me guiaron bien y ahora tengo la flor”.

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