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Entrevista
ANTROPÓLOGO

José Mansilla: “La crisis mercantilizará más la ciudad: quitamos coches pero no ganamos suelo, se lo queda el del bar para hacer dinero”

José Mansilla, antropólogo

Analía Plaza

21 de noviembre de 2020 22:53 h

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“Un mundo en el que toda la gente fuera feliz en la calle sería realmente preocupante. Pensaríamos que se ha vuelto tonta. Me asusta porque tiene que ver con cierta concepción de lo que debe ser el espacio público, incluso sin coches (...) Si el resultado de la peatonalización consiste en espacios de gente feliz, sentada en terrazas felices, comiendo palomitas felices... ¡Eso es un infierno! Las ciudades no están hechas de felicidad. Hay gente que lo pasa mal. Cuando las calles se llenan de terrazas privadas en lugar de coches, ¿es a costa de nada? ¿No hay pobres? ¿Se han extinguido? ¿Han acabado con la pobreza o simplemente han acabado con los pobres?”.

Este rapapolvo se lo echó el antropólogo catalán Manuel Delgado a Jan Gehl, arquitecto danés adalid del “urbanismo humanista” y las “ciudades a escala humana”. Aunque de aquello hace ya tres años, las ideas de Delgado están presentes en la obra de su alumno, el también antropólogo y profesor José Mansilla (Sevilla, 1974).

Mansilla acaba de publicar La pandemia de la desigualdad, un libro en el que repasa los últimos meses desde un punto de vista antropológico y urbano cuyo prólogo firma su profesor. Como otros profesionales de su ámbito, el sevillano cree que las ciencias sociales son fundamentales para atajar la crisis. “Hay muchos aspectos de la realidad que no pueden quedar en manos de un virólogo”, afirma. “Vivimos en sociedades fragmentadas. Y no hay nada más injusto que tratar a los desiguales como iguales”.

La pandemia ha revelado grandes diferencias de clase, ha empujado a los Ayuntamientos a reordenar los espacios y ha dejado en stand-by el turismo, lo que sin duda está impactando en las ciudades. Desde el aula en la que da clase en Barelona, Mansilla habla sobre estas y otras cuestiones con elDiario.es.

Comienza el libro diciendo que “la aproximación de la Agenda 2030 a la pobreza es, irónicamente, bastante pobre”. ¿Qué es ser pobre?

La pobreza no puede medirse única y exclusivamente por el nivel de ingresos. No puede ser que los 462 euros del Ingreso Mínimo Vital sean el baremo con el que sales de ella. No. Hay otros aspectos vinculados: el salario indirecto, la familia o la educación, que contribuyen a que, teniendo esos ingresos, no seas pobre. La pobreza como elemento de exclusión material convive con otras: el racismo, la distinción de género... Es un prisma con muchas caras y basarlo solo en ingresos es erróneo. Cada vez que sale el PP diciendo que la mejor política social es un empleo me enervo. Llevan diciéndolo desde el 94. ¿Qué quiere decir eso? Rezuma ideología. Tienes que tener un trabajo. ¿Qué te garantiza el trabajo? Salario, inserción y una medida de control social. Pero si pones el foco en que por tener trabajo tienes un ingreso, te olvidas de otras cuestiones importantes para que esa persona tenga una vida digna. 

Si consigues un trabajo medianamente pagado pero la vivienda está por las nubes, tienes que pagar por ir al colegio, no llega el metro a tu casa y necesitas un coche… Son mermas de ingresos que al final te convierten en pobre. Recuerdo la frase de “me sobra mes al final del sueldo”. No me vengas con rollos salariales y de empleo porque es mucho más complejo. Un trabajo no me incorpora a la sociedad cuando a veces no me llega para nada.

Menciona este artículo de ABC sobre cómo incumplían el confinamiento en las 3.000 Viviendas de Sevilla. ¿Se ha caricaturizado a los pobres en la pandemia?

No creo que se les haya caricaturizado, sino que se les ha achacado parte de la responsabilidad. Es un mecanismo de diferenciación simbólica, con el que sitúas el problema no en ti, que eres el ciudadano perfecto, sino en colectivos que son fácilmente denigrables porque no usan el espacio público como tú. Muy mal la gente celebrando actividades religiosas en la calle, pero muy bien gente haciendo running. No es caricaturización, es una búsqueda de achacar la responsabilidad a colectivos concretos y, sobre todo, de librarnos de responsabilidad a nosotros mismos.

¿Y a los ricos? Tienen hasta nombre: Cayetanos.

Son situaciones conflictuales que se observan mediante perspectiva de clase. Los que estigmatizan a los Cayetanos lo hacen por su forma de usar el espacio público. Ellos iban en una manifestación en coche. Vemos que el conflicto social es inherente a la vida: se manifiesta de diferentes formas, pero al final aparece. Qué más manifestación de lucha de clases que la protesta de los Cayetanos. Era lo que nos faltaba: la proyección de las clases medias-altas de Madrid reivindicando su libertad y olvidando cuestiones materiales.

¿Nos ha hecho el coronavirus más conscientes de las desigualdades?

Creo que se han visto de forma más clara, porque el ritmo de vida que llevamos habitualmente no nos deja tiempo para pensar qué pasa. El sistema funciona porque lleva velocidad. Pero si todo se para, los mecanismos fallan.

Yo siempre me fijo en si los bancos son individuales o no. Si no tienes la mirada entrenada o usas la calle como espacio de paso, no te fijas. Pero si todo se para, miramos y vemos que hay gente no tiene donde dormir y necesita un banco más grande, porque los mecanismos que mantienen la inercia dejan de funcionar. Y no son solo cuestiones de carácter institucional. Te quedas en tu casa y ves la mierda de vida que llevabas, o la falta de luz que tienes. Las clases creativas, por ejemplo, decían que se iban fuera de Madrid para tener mejores vistas y aire.

¿Hay que “repensar la ciudad”?

Por supuesto. ¡Pero siempre! Antes se decía con la boca pequeña, en ámbitos muy cerrados. Ahora, como estábamos todos en nuestras casas y teníamos tiempo libre, pues a repensar. Lo que planteo es que parece que con la mera voluntad de los que 'repiensan la ciudad' va a cambiar todo, va a ser una gran fiesta y una especie de hermandad. Eso no va a pasar. Hay intereses muy presentes, que trabajan desde hace tiempo para garantizar que vivamos en sociedades desiguales, que están ahí agazapados como nosotros, repensando la ciudad pero en otra clave.

Hay un sesgo de conformidad. Como nos juntamos con gente que piensa más o menos como nosotros decimos: repensaremos y será una ciudad de puta madre. No, a ver: hay quien repiensa bajo otros criterios. 

Nosotros podemos repensar una ciudad más verde e inclusiva, pero los que intentan sacar rendimiento de la misma siguen ahí

En cuestiones turísticas, hay gente que está loca por volver donde estábamos antes. Cuando repensamos desde el punto de vista del impacto del turismo, siempre decimos: será un turismo distinto, la gente viajará de otra manera… Estas son consideraciones muy flower-power, que no tienen en cuenta más que la voluntad de quienes emiten esos mensajes. Y chocan con la realidad de las grandes empresas que dicen: a ver cuándo acaba esto, que quiero volver cuanto antes a lo anterior. En plena pandemia, Airbnb consiguió mil millones para mantenerse en espera, a ver qué pasaba. Nosotros podemos estar aquí repensando una ciudad más verde, más inclusiva, con perspectiva de género y todo lo que tú quieras. Pero los que están al otro lado intentando sacar rendimiento de la misma siguen ahí. Es una situación conflictiva.

En Madrid contrataron a un arquitecto, José María Ezquiaga, para repensar.

Yo desconfío cuando contratan arquitectos, porque suelen pensar las ciudades en términos dimensionales, de volumen y espacio. Y no tanto en aspectos sociales. Repensar la ciudad desde el punto de vista arquitectónico significa no pensar en las repercusiones que esas transformaciones tendrán en la gente.

Por ejemplo: a todo el mundo le gusta vivir cerca de una boca de metro, un colegio y un centro de salud. Incluso si repensamos la ciudad con buenas intenciones, garantizando servicios a menos de quince minutos, hay un aspecto paralelo: el mercado de la vivienda. Posiblemente se revalorizará el suelo y acabará por expulsar a la gente a la que en teoría iban esas medidas. No podemos hacer intervenciones desde el punto de vista fetichista. Cualquier intervención tendrá un efecto. Los arquitectos no suelen tenerlo en cuenta. Dicen: aquí tengo la ciudad, aquí pongo esto, aquí lo otro... Vale, pero: ¿qué efecto tiene sobre quienes viven en el territorio? ¿Lo aceptarán?

Tarda poco en zurrar a las supermanzanas en el libro. Lo hace muy sútilmente, diciendo que son “frágiles”. Pero sé que piensa peor. ¿Qué les pasa?

Sí, no soy un gran apasionado (risas). Es lo mismo. Cuando se plantean este tipo de cuestiones, sea la superilla o el urbanismo táctico, el acercamiento es fetichista. Son planteamientos muy simples. Los técnicos de la administración piensan que liberando espacio la gente saldrá inmediatamente a ocuparlo de forma cívica, recogiendo los papeles, tirándolos en la papelera y terminarán en los catálogos de IKEA, donde todo el mundo está en la calle y todo es verde. Y no, eso no es así.

¿No sucede eso?

¡Nunca! En Barcelona tenemos el ejemplo del urbanismo táctico. Han puesto líneas de colores en el suelo para ampliar el espacio público. Y todos los coches aparcan ahí para hacer carga y descarga. Es decir: no ha salido la gente a jugar a la charranca o los niños al fútbol. La gente ha utilizado el espacio como mejor le convenía. Me parece un pensamiento muy naïf: creer que tú, desde tu gabinete de arquitecto o despacho del Ayuntamiento, vas a hacer una medida y todo el mundo la va a aceptar y usar, va a entender los códigos que tú quieres transmitir. Pues no. Cada uno lo hará a su manera.

No tenemos carreteras y aceras a distintos niveles porque a alguien malvado se le ocurrió así. Estaba hecho para separar la circulación de coches y personas. Tú dices: ahora pinto una raya en el suelo amarilla y azul, pongo un banco súper mono y una bola de hormigón que queda genial si le hago una foto desde arriba. Habrá un equilibrio armónico y universal y todo el mundo hará lo que yo digo. Eso no va a pasar. Llevamos siglos entendiendo que el espacio está separado en diferentes alturas y si los coches ven la oportunidad de meterse lo van a hacer. Es que es así.

Es justo lo que decía Manuel Delgado a Jan Gehl.

Te reto a algo. Busca en Google Imágenes ‘espacio público’. Sale gente de clase media, andando individualmente, de dos en dos o con un niño. Mucho verde y mucho gris. Como si el espacio fuera una cosa maravillosa. No hay pobres, no hay suciedad, no hay acoso a las mujeres… Por el mero hecho de que sea espacio público todo el mundo se comporta de manera virtuosa. Y eso no es así. Ya sabemos cómo es la calle. Siempre que se habla de que es un espacio de igualdad, yo pienso en la chica que vuelve a casa de fiesta y no va nada tranquila. ¿Espacio de igualdad? Todo lo contrario. Es donde se manifiestan las desigualdades. 

Un amigo me decía que Jan Gehl es como el caballo de Atila, que por donde pasa no vuelve a crecer la hierba. Pues por donde pasa Jan Gehl no vuelven a bajar los alquileres.

¿Son los modelos participativos la solución? En Madrid está el caso de la calle Galileo: hubo un proceso participativo, varios vecinos se quejaron y al final llegó el nuevo alcalde y lo desmanteló sin participación alguna.

Si nos ceñimos a los ejemplos que todos conocemos, la participación no es más que un sinónimo de colaboración. Porque la idea que se pone sobre la mesa ya está, en gran medida, diseñada. Todo el mundo que ha participado en algo así lo sabe. A lo mejor te preguntan qué tipo de árbol quieres. Pero la idea más potente está planteada. La participación se puede considerar colaboración y legitimación de la actividad propuesta. Hasta ahora, yo no he encontrado ningún caso de participación real. No sabemos qué podría pasar si la gente tuviera capacidad real de decidir. 

Dicho esto, reconozco que la participación le es muy útil al poder político para limpiarse las manos y decir: es lo que han decidido los ciudadanos. Cuando nosotros hemos escogido a esta gente para que tome decisiones. Es complejo, pero hasta el momento no soy un gran fan de la participación.

Las ciudades han ampliado las terrazas para hacer frente al virus. Usted calculó cuánto espacio se privatizaba en Barcelona...

Me salían unas 4 hectáreas. Se ampliaron las terrazas porque había que guardar la distancia. La salida de la crisis anterior se planteó con vocación turística en las grandes ciudades. Barcelona ya era turística, pero Madrid no. Y la salida de esta crisis irá en la misma línea. Las medidas que están tomando los gobiernos, principalmente para el sector de la restauración, puede que hayan llegado para quedarse. Se han ampliado las terrazas y se ha perdonado el 75% de la tasa. Al principio se dijo hasta el 21 de enero, pero ya se ha ampliado hasta el año que viene.

Lo llama “asalto a los suelos”.

Tenemos que ser nosotros, la ciudadanía, los que no nos dejemos engatusar. Porque entonces saldremos peor de lo que entramos, que es lo que pasó en la crisis anterior. En el preámbulo de la ordenanza de terrazas de Barcelona se decía eso: se amplía el número de terrazas y se permite a establecimientos como charcuterías o panaderías tener degustación… para luchar contra la crisis. Eso no se ha ido. Esa gente sigue ahí. Les damos más espacio, les condonamos las tasas… Esperemos que cuando se vaya el virus todo eso retroceda. Pero yo lo veo muy complicado.

De aquí salimos con una nueva vuelta de tuerca a la mercantilización de la ciudad

En Madrid se amplían terrazas quitando plazas a coches. Colisionan dos grandes industrias que argumentarán lo mucho que aportan al PIB y al empleo...

Que yo sea crítico con el urbanismo táctico o las superillas no significa que me ponga del lado de los coches. Me parece estupendo que no haya coches. Pero no me gustan las soluciones naïf, o pensar que no hay alternativas intermedias. Yo soy partidario de que se quiten plazas de aparcamiento y de que ese coche no circule por la ciudad. Pero eso significa volver a ceder a intereses privados. Parte del suelo que se gana no es para nosotros, sino para que los del bar ganen dinero. Parece que de aquí salimos con una nueva vuelta de tuerca a la mercantilización de partes de la ciudad. Entre ellas, el suelo. Porque es lo que les queda a los Ayuntamientos.

Se habla de varias tendencias turísticas: redescubrir lo local, turismo sostenible, atracción de turista de larga estancia. ¿Cómo redefinirán el espacio público? 

Cualquier cosa que lleve el apelativo sostenible no existe. Todo tiene impacto. Un sociólogo australiano lo aplica al desarrollo sostenible, diciendo que es un traje nuevo con el que se viste el capitalismo de siempre. En realidad no es más que eso, seguir creciendo, pero con un envoltorio que lo hace más amable. 

Es evidente que no podemos pasar de vivir en sociedades con una dependencia tan potente del turismo a no tener nada al día siguiente. España se fija siempre en el norte de Europa: Finlandia, Alemania, Dinamarca. Todos tienen menos del 3% del PIB dedicado al turismo. Si nos queremos mirar en ese espejo, tenemos que transformar el sistema productivo. No es que el turismo sea malo, sino que la composición interna del mismo implica temporalidad, estacionalidad y empleo de baja calidad. Si queremos ser como ellos necesitamos alternativas, no adjetivos.

Acaba de abrir un hotel de súper lujo en Madrid en el que cobran 7 euros por un café y 9 por un zumo de naranja pequeño. Hay quien dice que este tipo de turismo es muy bueno para la ciudad: deja dinero, genera empleos mejor pagados y no gentrifica tanto.

Esto es lo que se conoce como “turismo de calidad”, un recurso que usa mucho el sector y a nivel político. Siempre que hay un intento de reformular las prácticas turísticas de cierto territorio se dice: tenemos que apostar por un turismo de calidad. Este turismo de calidad tiene dos características. Gasta mucho dinero y realiza unas prácticas y un consumo del espacio teóricamente cívico, no del que se emborracha y te encuentras en un portal. Esto actúa como cortina ideológica o simbólica para ocultar que lo que ocurre con ese turismo es exactamente lo mismo.

En España, cuando la economía normal genera plusvalías, el rendimiento se reparte el 50% para capital y el 50% para trabajo. En el sector turístico, el rendimiento del capital asciende al 85%. En este caso, con los 7 euros del café pasará igual: una gran cantidad de la plusvalía beneficiará a la empresa y una muy pequeña al trabajador que lo sirvió.

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