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El reloj, el gato y Madagascar (por José Luis Sampedro)

José Luis Sampedro

Publicado por primera vez en el primer número de la Revista de Estudios Andaluces, en 1983.

¿Qué puede decir un profesor en su ocaso a una revista que empieza o, mejor dicho, a sus jóvenes lectores de Universidad? Lo acertado sería, probablemente, no decir nada: a veces tiendo a pensar que muchos no tienen interés en lo que aún no está dicho. Pero no puedo eludir un requerimiento tan amistoso. Y en el trance de cumplir, lo mejor será reducirme a lo más elemental. Qué es siempre lo más valioso.

Pues bien, esto es lo más elemental para nosotros: la economía es una ciencia social. La proposición es tan obvia que parecerá inútil seguir. Puede que así sea, pero lo cierto es que verdad tan consabida es olvidada día tras día, y con catastróficas consecuencias, por los más afamados economistas, empezando por varios premios Nobel. Por eso me atrevo a recordársela a esos señores, y quiero reiterar ante mis jóvenes lectores la idea de que todo conocimiento económico, ajeno a un enfoque social del pensamiento, no pasará de ser un recurso instrumental, sin perjuicio de que como herramienta puede ser muy valioso.

Buscando la raíz de ese olvido de lo social por la teoría más de moda, aunque ella afirma darlo por supuesto, creo encontrarla en un deseo subconsciente (cuyas causas abordaré luego) de vivir la propia ciencia en esa tranquilizadora situación en la que cultivan los físicos, o incluso los naturalistas. De ahí el uso de unos métodos adecuados para ciertos campos de la realidad, y valiosos también en el mundo de lo social, pero insuficientes para comprender la sociedad humana.

En otras palabras –y a ello alude el título, deliberadamente intrigante de estas reflexiones– lo que parecen olvidar los cultivadores de la economía llamada positiva es algo tan elemental como que una maquina difiere irreductiblemente de un animal y ambos de una sociedad; no siendo ésta reductible a ninguno de los otros dos.

El tema es básico para la filosofía del conocimiento en el campo de las ciencias sociales, y en concreto, para el de la teoría económica. Sin embargo, la cuestión no suele ser planteada en los manuales de ciencia convencional, recibida de los pragmático economistas anglosajones: por eso es indispensable un grito de atención.

Pues bien, prescindiendo de ciertas cuestiones previas, me atrevo a formular una proposición que espero será aceptada: la de que los métodos de estudio deben adaptarse a la naturaleza del objeto estudiado. No parece ser suficiente para el estudio de un insecto el mismo tipo de análisis que hace progresar las matemáticas, aunque éstas se apliquen a la entomología como instrumento siempre útil. En contra de esta proporción se observa, en la breve historia de la ciencia económica, un reiterado deslumbramiento de sus cultivadores por metodologías inadecuadas, con graves consecuencias para la comprensión de los hechos. Aclarar esa cuestión es el objeto de estos párrafos.

Sistemas diferentes.

Ante todo, es necesario distinguir entre grandes grupos de objetos de estudio que puede presentársenos. Sin ánimo de agotar aquí la tipología posible –Boulding diferenciaba nueve clases, si no recuerdo mal– , y limitándose solo a la que más me atañe, deseo subrayar la diferencia básica entre un reloj, un gato y Madagascar. Al primero lo podemos desmontar y volverlo a montar, poniéndolo de nuevo en funcionamiento. El gato también es desmontable, por desgracia para él, pero si hacemos una disección completa, no conseguiremos infundirle después nueva vida. En cuanto a Madagascar (un país, una colectividad humana), ni siquiera cabe hablar propiamente de “desmontar”, y, en todo caso, no tendría esa palabra el mismo sentido que antes.

Existen, por tanto, estructuras diferentes (o, si se prefiere, sistemas: no es éste el lugar para compara ambos vocablos), agrupables por lo menos en estos tres tipos: mecánico, biológico y social. La idea no es nueva, y tiene sus precedentes en antiguas filosofías y en autores como Ramón Llull o los mismísimos sufíes. Entonces, si se acepta lo expuesto, la cuestión es ésta: ¿Está el relojero preparado para comprender a Madagascar? La respuesta, claro, es negativa. En cambio, juzgo más fácil que el estudioso de Madagascar interprete correctamente el reloj, aunque solo sea porque se usan relojes en Madagascar.

Pues bien, el error de muchos economistas actuales consiste en entrenarse en relojería para actuar sobre lo social, dando por hecho que Madagascar es interpretable según el modelo del reloj. Me refiero, como es natural, a los economistas convencionales que, con su microeconomía marginalista y su macroeconomía keynesiana a cuestas, ya se creen capacitados para abordar, por ejemplo, los problemas del desarrollo económico. Peor aún, tales economistas incluso se ufanan de su preparación técnica, aunque ciertamente el reloj puede explicarse con más precisión que Madagascar y a ellos les llena de orgullo el rigor y la elegancia de sus análisis. En otras palabras, el error de estos economistas consiste en querer estudiar la realidad social con instrumentos conceptuales únicamente aptos para analizar sistemas mecánicos y, sólo en cierta medida, los biológicos.

El error tiene graves consecuencias, sobre todo en cuanto se pasa del análisis estático al indispensable estudio de procesos económicos, porque la diferencia evolutiva separa profundamente los tres tipos de realidad usados aquí como ejemplos. En efecto, el reloj no se transforma a lo largo del tiempo; sus movimientos internos se repiten monótonamente. El gato sí se transforma, pero es un proceso programado y cuyas líneas generales conocemos: nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte. En cambio, las sociedades varían de una manera imprevisible, porque se autotransforman. Los humanos son hechura de la sociedad en la que nacen, pero también creadores de lo que dejan. Pensar que el desarrollo social puede comprenderse reduciéndolo al funcionamiento mecánico del reloj o a la trayectoria vital del gato es un desatino.

Aunque todo lo anterior sea elemental y obvio, no es difícil comprender por qué las universidades del mundo occidental más avanzado –en el Tercer Mundo abundan, por suerte, las excepciones– siguen explicando una economía esencialmente constituida por marginalismo y keynesianismo con aditamentos que no se toman muy en serio. Las principales razones se condensan en dos. La primera es la atracción intelectual de los métodos matemáticos, que inspiran al científico la confortable sensación de estar manejando verdades y descubriendo otras mediante inatacables cadenas de razonamiento. Se cae así en una tentación de buena fe.

En cambio, la segunda razón no es tan inocente: el éxito de esta ciencia convencional se debe –sépalo o no el economista convencional– a que racionaliza y, aparentemente, legitima todo un sistema social de mercado, beneficioso para los poderes establecidos. Así por ejemplo, se “demuestra” que el libre mercado conduce automáticamente a la asignación óptima de recursos, lo cual no sería cierto ni en la hipótesis de la competencia perfecta (nunca verificada en la realidad, ni verificable), pues, según ha escrito alguien tan poco sospechoso de mis heterodoxias económicas como Samuelson, el ajuste de la oferta y la demanda puede dar lugar a que los ricos tengan leche para sus gatos, mientras los pobres no pueden comprarla para sus hijos.

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Este artículo genial de José Luis Sampedro es bastante más largo: lo puedes leer completo aquí. Han pasado 30 años desde que fue escrito y sigue teniendo una vigencia aterradora.lo puedes leer completo aquí

Estos días estoy en Atenas, participando en el programa 40 under 40, un seminario sobre Europa al que las organizaciones Europanova y Friends of Europe invitan a 40 jóvenes líderes europeos de distintos países para debatir sobre Europa. Desde Atenas, la zona cero de la política de austeridad, el artículo de Sampedro cobra un sentido nuevo. Alguien pensó que Grecia se podía desmontar, como el reloj, y aplicaron al país el tipo de vivisección que se le puede aplicar a un gato.40 under 40EuropanovaFriends of Europe

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