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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Silencio

Escena de la Guerra Civil en Álava durante la denominada 'Batalla de Villarreal'

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Hay un silencio particular, uno que no tiene que ver con la ausencia de ruido. Es uno que se adhiere a las paredes de ciertos edificios, que se acurruca en los portales umbríos y que a veces, en la quietud de una siesta de agosto, parece exhalar un aliento frío. No es un vacío. Es una presencia, una materia densa tejida con todo lo que no se dijo, con el peso de las palabras que murieron en la garganta. Para entenderlo, hay que desandar el tiempo hasta una época en la que el sonido más aterrador no era el de una sirena, sino el de unos nudillos contra la madera de una puerta en mitad de la noche.

Así se procedía. No siempre con la fanfarria burocrática de un consejo de guerra, ni con la relativa formalidad del paredón junto a la tapia de un cementerio, ese anfiteatro del horror donde la muerte se administraba en serie, con camiones y listas, como si fuera un trámite logístico más. No. A menudo, el terror era un asunto más íntimo. Era el “paseo”, una palabra que evoca ocio y que fue pervertida hasta significar un viaje sin retorno. O, más brutalmente aún, la “saca” directamente del hogar, la profanación del último refugio. Unos hombres, a menudo vecinos con camisa nueva y pistola al cinto, llamaban a la puerta. No había orden judicial, solo una certeza en sus miradas. Se llevaban a un hombre en zapatillas, a medio vestir, con la promesa vaga de una declaración rápida. Y la puerta se cerraba. Ese clic del cerrojo era el verdadero sonido del fin.

A la mañana siguiente comenzaba la segunda parte del procedimiento: la construcción del silencio. La viuda —aunque aún no lo fuera oficialmente, aunque se aferrara a la ficción de una detención— se convertía en una experta en la arquitectura de ese silencio. Aprendía a no preguntar, a no llorar en la cola del pan, a bajar la vista ante los mismos que se habían llevado a su marido. Su dolor era subversivo; su mera existencia, una acusación callada. Vivir consistía en representar una normalidad que ya no existía, en proteger a los hijos de una verdad que ni ella misma podía nombrar. Su cuerpo se convirtió en un archivo de ausencias, su memoria en un paisaje de ruinas.

Los niños aprendían la lección sin que nadie se la enseñara. Aprendían que el nombre del padre era una palabra peligrosa, que ciertas fotos debían desaparecer, que el llanto de la madre por la noche era un secreto que debía guardarse al amanecer. Crecían en un lugar de sobreentendidos, donde el miedo era el aire que se respiraba. Y para algunos, la única salvación era la amputación: el exilio. Mandar a una hija a París no era solo un acto de protección física, era un intento desesperado de sacarla de esa atmósfera irrespirable, de darle la oportunidad de crecer en un lugar donde las palabras significaran lo que decían y el pasado no fuera una amenaza agazapada. La niña en Francia se convertía en la depositaria de una memoria que en su tierra era un crimen, un eslabón perdido y a la vez salvado de una cadena rota.

Mientras tanto, la prensa oficial orquestaba la gran sinfonía del olvido. Hablaba de paz, de orden, de una nueva nación que renacía gloriosa sobre las cenizas de la “Anti-España”. Las únicas imágenes autorizadas eran las de desfiles y multitudes aclamando. La sociedad, o al menos la parte visible de ella, anhelaba esa normalidad prometida. Quería creer en la victoria como un punto final y no como el comienzo de una purga interminable. La gente quería volver a los cines, al fútbol, a la vida, y para ello era necesario no ver, no oír, no saber. Los fusilamientos eran un secreto a voces, que servía como recordatorio de los límites, la prueba última del poder absoluto de la dictadura.

Porque ese era el objetivo del régimen, su obra magna. No se trataba solo de eliminar a los enemigos, sino de algo mucho más profundo: desarticular la sociedad, romper los lazos de solidaridad, inocular un miedo que paralizara no solo a los presentes, sino a las generaciones futuras. Cada ejecución, cada rapado humillante a una mujer, y tras ello, hacerlas barrer las calles, cada expediente de depuración, era una lección del aquel dictador y su régimen. El mensaje era claro: no pienses, no recuerdes, no te organices. Obedece. El individuo debía quedar solo, aislado en su miedo, desconfiando hasta de su vecino. El terror no era un exceso de la victoria, era su cimiento. Una paz construida sobre el temblor de los vivos y la quietud de los muertos.

Y aquí es donde aquel silencio de entonces se conecta con el nuestro. Porque ese silencio impuesto no se desvaneció con el tiempo; se solidificó. Se convirtió en el “pacto” de la Transición, en la costumbre de “no remover el pasado”. Olvidar el ayer no es una forma de sanar, es un peligro para el hoy. Una sociedad que no comprende la mecánica precisa de cómo se instaura el terror, cómo se manipula la verdad y cómo se fabrica el olvido, es una sociedad vulnerable. Es un pueblo que puede volver a tropezar, que puede confundir el silencio con la paz y la amnesia con la reconciliación.

Hay que aprender a descifrarlo en los muros, en los nombres borrados, en las miradas de quien lo padeció, escuchar, cuidar. Contar su historia no es reabrir heridas; es ventilar una habitación que lleva demasiado tiempo cerrada, para que el aire que respiremos mañana sea, por fin, un poco más libre.

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