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Presión social, aislamiento y difícil acceso a los recursos: la violencia machista en el rural

Imagen de archivo de varias jóvenes muestran lazos de color violeta, que simbolizan la lucha contra la violencia machista, en un acto organizado por el Ayuntamiento de A Coruña.

Beatriz Muñoz

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Para las víctimas de violencia machista vivir en el rural es una “penalización” adicional. La afirmación la hace Verónica Marcos, la presidenta de la Federación de Asociacións de Mulleres Rurais (Fademur Galicia). La “idiosincrasia propia” de las poblaciones pequeñas complica la situación, en especial cuando es la pareja la que agrede. El primer aspecto que cita es el de las distancias: a los núcleos con menos habitantes no siempre llega el transporte público y esto dificulta que una mujer se pueda desplazar para pedir ayuda o denunciar. A continuación, habla de una “mayor presión social” con respecto a entornos urbanos: “En los pueblos nos conocemos todos”. No hay, recalca, una garantía de anonimato y eso actúa como mecanismo disuasor. Añade que, aunque no sea exclusivo del rural, perviven las dificultades para identificar situaciones de violencia dentro de la pareja. Y hay una falta de oferta laboral que provoca que más mujeres tengan dependencia económica, señala.

Todo esto está atravesado por el envejecimiento. Marcos indica que las mujeres mayores suelen tener más dificultades para trasladarse a otros lugares -muchas ni siquiera tienen carnet de conducir- y, por la educación recibida, son menos conscientes de que están siendo víctimas de violencia. En zonas más aisladas tampoco tienen contacto con entornos distintos, apunta. “El rural penaliza a las mujeres y en el caso de las víctimas de violencia machista, mucho más”, reflexiona.

Para Cristina Pedreira, que es la secretaria xeral técnica de Fademur, se da “el cóctel perfecto en el que se culpabiliza a la víctima, se silencia y normaliza la situación, se legitima socialmente al maltratador y no hay conocimiento de los recursos ni, a veces, capacidad económica para romper con ello”. Cree que siguen “arraigados”, más que en entornos urbanos, los estereotipos de género y la idea de que “los trapos sucios se lavan en casa” y que la violencia machista, cuando se da en la pareja o con miembros de la familia, se considera a menudo una cuestión privada.

Fademur organiza actividades y talleres con las asociaciones que la integran y Pedreira relata que se encuentran grandes diferencias en el grado de sensibilización entre unas y otras. Cuando detectan que eluden las palabras “feminismo” o “violencia de género”, intentan sortear las reticencias con propuestas más centradas en hablar de la sexualidad femenina, técnicas para rebajar el estrés o la autodefensa. Destaca que, desarrollando estas tareas, se han encontrado con “un número abrumador” de mujeres que no identifican que acceder al sexo cuando no quieren es violencia sexual. Cree que hay un vacío en las campañas institucionales en este sentido. Si muestran a mujeres de mediana edad o con golpes, señala, las de más edad que se encuentran con un marido que les tira un plato porque no le gusta la cena no son conscientes de que esto también es violencia de género. Y tampoco detectan otras formas: “No se identifican como víctimas”.

Pedreira profundiza en lo que supone vivir en una aldea o en un pueblo pequeño. En Galicia, con unos 30.000 núcleos de población, por muchos lugares no pasa el autobús. Aunque hay decenas de centros de información a la mujer en la comunidad, suelen encontrarse en las cabeceras de comarca y es necesario desplazarse. Incluso si hay transporte público, la víctima tiene que comprobar si las conexiones le permitan esperar a que su agresor se vaya y estar de vuelta antes que él. “No lo dice en la farmacia porque la farmacéutica es prima de él. O no va a la comandancia de la Guardia Civil porque son los que se toman los vinos con el maltratador”, expone.

“Te casaste, ahora aguantas”. Ana Saavedra, que acompaña a víctimas de violencia machista a través de la asociación Mirabal, dice que sigue escuchando esta frase dirigida a mujeres a las que su pareja ha agredido. Ella pone el foco en la concienciación. Pese a las campañas y el cambio social de las décadas más recientes, opina que “no ha habido tanta evolución”. Cuenta que en una ocasión el alcalde de un municipio del rural gallego le dijo que en su pueblo no había violencia machista. Eso resume, a su juicio, la situación de invisibilización que se da con frecuencia en lugares pequeños.

Saavedra se detiene también en lo que considera “ideas muy arraigadas” sobre lo que debe soportar una mujer en una relación de pareja. Asimismo, menciona las consecuencias de no tener transporte público accesible: “Muchas para ir al médico tienen que ir con el maltratador. Y él se sienta con ella en la consulta”.

La macroencuesta de violencia contra la mujer hecha en 2019 por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género contiene un capítulo específico sobre los núcleos de población pequeños de toda España. Según sus conclusiones, el 7,8% de las mujeres que viven en lugares de hasta 2.000 habitantes dice haber sufrido en algún momento de su vida violencia física de su pareja y el 7,9% señala que ha padecido violencia sexual. El 28,1% asegura que se ha visto a maltrato psicológico. En localidades de entre 2.000 y 10.000 vecinos, los porcentajes suben ligeramente y son del 10,3% para la violencia física, del 8,9% para la sexual y del 28,8% para la psicológica.

Centros de salud y equipos itinerantes

Las propuestas de Fademur para intervenir en el rural pasan por buscar fórmulas que permitan mantener el anonimato a las víctimas. Verónica Marcos sugiere poner el acento en la formación de los sanitarios de los centros de salud. El desplazamiento para ir al médico puede ser por distintos motivos y la consulta puede funcionar como un espacio de privacidad, sostiene. Cristina Pedreira plantea la posibilidad de conformar unos “equipos itinerantes especializados en la atención a las mujeres y los menores”. “Quizás, con la disculpa de ir a arreglar un papel de otra cosa... ”, desliza.

Pedreira considera también que las administraciones públicas deben desplegar una red que vaya más allá de lograr que las mujeres víctimas de violencia machista se reconozcan como tales. Deben tener a su disposición viviendas, oportunidades laborales y atención psicológica. Ana Saavedra incide en que se encuentra con que más en entornos rurales que urbanos las mujeres desconocen qué recursos tienen y reclama acciones específicas para que la información llegue a ellas.

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