Violeta Lópiz, Premio Nacional de Ilustración: “Me sorprende que la gente sepa qué libro será un bestseller”
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Acaba de ganar el Premio Nacional de Ilustración y, paradoja, explica que es difícil tropezar con sus dibujos curioseando los estantes de una librería española. Cuando cuelgue el teléfono, Violeta Lópiz revisará en sus archivos y contará: uno, dos, tres, cinco, nueve. Luego mandará un mensaje: “Es cierto que al final se han publicado en España muchos más libros de los que recordaba”. Será una nota aclaratoria, pero no una enmienda –total– a lo que dijo durante la entrevista: “Los libros más importantes que he hecho se han impulsado desde fuera. En Estados Unidos, principalmente, y en Portugal, cosas más pequeñas. En España hay mucha precariedad. Las coediciones son complicadas aquí. A pesar de que cuentan con ayudas a la edición, los editores quieren tener la novedad”, explicó por teléfono. “Una coedición significa que la editora americana apostó por el proyecto, pero algunas editoriales se le unieron porque salía más barato hacerlo juntos. Pero la apuesta, y el riesgo más grande, y la razón por la que el proyecto sale adelante, es por la editorial americana”, ampliará por mensaje.
“La editorial americana” es Enchanted Lion Books; según su página web, un sello independiente ubicado en Brooklyn, Nueva York, que, desde la primavera de 2003 publica “historias bien contadas e ilustraciones que expanden el sentido narrativo de los niños”. Cuatro obras de Violeta Lópiz figuran en su catálogo. Todas han acumulado galardones. En 2018 y 2021, The New York Times consideró The Forest –escrito por el italiano Riccardo Bozzi– y The True Story of a Mouse Who Never Asked for It –escrito por la española Ana Cristina Herreros– como los mejores libros ilustrados de literatura infantil. En 2023, fue la red neoyorquina de bibliotecas públicas quien premió At the Drop of a Cat. Ese libro lo escribió, en francés, la novelista Élise Fontenaille y salió por primera vez de la imprenta en octubre de 2011 titulado como Les poings sur les îles (Éditions du Rouergue).
Aunque se ha traducido al castellano en Argentina (A cartón pintado, Planta Editora), sigue inédito en España. Algo inaudito, sobre todo desde que el pasado 16 de junio el jurado decidió que uno de los premios más importantes que concede el Ministerio de Cultura lo ganaran las manos de Violeta Lópiz, que nació en Eivissa, en 1980, y empezó a dibujar porque perdió, muy pronto, su pequeño universo insular. Huerto, frutales, sabinas, pitreras, parets de pedra en sec. La luz mediterránea que rebota en los estanques salineros que, por la ubicación que da, tan cerca quedaban de una casa que recuerda pintada de rosa. La ilustradora no dejará de utilizar símiles con animales y plantas durante toda la conversación. Al escucharla también es imposible no recordar El principito.
–En una entrevista que concedió en 2013 a la desaparecida edición pitiusa del periódico Última Hora dijo que había empezado a dibujar “para recuperar los olores y los lugares que echaba de menos de la isla”. ¿Cuánto tiempo vivió en Eivissa?
–Cinco años, muy poquito, pero irme a vivir a Madrid fue muy duro. Estaba encerrada en mí misma. Creo que fue por la ausencia de higueras, cabritas y mundo marítimo. Me faltaba la playa. Cuando el Ministerio comunicó el fallo del jurado, desde la API (Asociación de Profesionales de la Ilustración de Madrid), de la que soy miembro, me dijeron que sentían el premio como suyo, y es normal, porque es donde he crecido hasta que, un poco más mayor, me fui a Berlín. Esas ciudades son el árbol, pero el nido, el lugar donde nací, es Ibiza. Y el nido es algo que toca mucho. Vivía con mi madre en una casa payesa, muy grande, muy cerca del aeropuerto. Yo entraba y salía cuando quería y, al irme de allí, perdí esa libertad. Justo lo que me decías de los olores…
Viví en Ibiza cinco años. Irme a Madrid fue muy duro. Estaba encerrada en mí misma. Creo que fue por la ausencia de higueras, cabritas y mundo marítimo. Vivía con mi madre en una casa payesa, muy grande, muy cerca del aeropuerto. Yo entraba y salía cuando quería y, al irme de allí, perdí esa libertad
–Recuperarlos era una misión imposible, pero le convirtió en una niña dibujante.
–Sí, estaba siempre con el bolígrafo en la mano, me encantaba dibujar. Después también. Mis compañeros de universidad tienen dibujos míos; dibujaba en los viajes: tengo cuadernos súper bonitos cuando nos íbamos de Interrail. Pero nunca había visto la ilustración como posible oficio.
–Estudió Magisterio musical. ¿Nada que ver o más cerca de lo que parece de la ilustración?
–Yo iba por algo científico. Me gustaban las matemáticas, sobre todo: he tenido más facilidad para los números que para las letras. La música tiene algo de matemático, ¿no?
–Sí, pero piense que la ilustración es compañera de las ciencias. Especialmente, lo fue antes de que se inventara la fotografía.
–Es verdad. A mi madre no le hacía mucha gracia que me dedicara a lo artístico. Estudié Magisterio musical, di clases, decidí meterme para hacer una licenciatura en Historia y Ciencias de la Música. Entonces me convertí en una rata de biblioteca, nada que ver conmigo. A mí me gustaba leer partituras antiguas, entender cosas, pero me metí a estudiar unas tesis que se me hicieron bola. Entonces me puse a dibujar de forma compulsiva. Como no tenía ni idea de dibujar muy bien al natural… Bellas Artes, descartada. Entonces, alguien me habló de una escuela de ilustración que había en Madrid. Me cogieron y fui feliz. Aquello me encajaba perfectamente.
–¿Se puede ser ilustrador sin haber estudiado Bellas Artes?
–Algunos vienen de ramas artísticas, pero casi todos han trabajado en otras cosas. Ilu Ros, en hostelería. Isidro Ferrer ha sido payaso, actor. Eso se siente en el papel. Cuanta más experiencia tenga un ilustrador, mejor. Si ha sido aviador, como Saint-Exupéry, genial. Cuando uno tiene historias que contar, es mejor que cuente cuatro o cinco, no cincuenta. Se trata de identificarlas.
–¿Cómo deshoja su margarita?
–Hasta ahora siempre he hecho libros con textos de otras personas. Hay textos que me gustan, pero no sé qué imagen les puede acompañar. Siempre digo que el texto es la maceta y yo planto la flor, adaptándome a ese tamaño. Su profundidad me da un límite, pero a partir de ahí, busco como quiero. Quizás salga un musgo, muy pequeño, o una enredadera que se suba hasta lo alto de otro árbol. Todo depende de si quieres ir muy cerquita del texto, y estar muy pegada a él, o dar una sensación global con todo el libro.
El texto es la maceta y yo planto la flor, adaptándome a ese tamaño
–Escogido el proyecto, ¿lo más complicado es elegir qué se dibuja y qué se deja de dibujar?
–¿Cómo se puede, por ejemplo, ilustrar el dolor? Es muy personal, cada uno tiene una imagen muy diferente, fruto de sus experiencias. Hay que dejar espacio, se completa en la cabeza del lector: que yo enseñe mi dolor no duele tanto. Eso es para las revistas de prensa rosa. Tarkovsky [en sus películas] hablaba mucho con los silencios: das unas cuantas puntadas con el dibujo, el resto de la emoción la tiene que construir el lector. Para dibujar una ciudad, por ejemplo, hago una inmersión a través de las analogías que tienen los lugares físicos con los emocionales, y con el cuerpo. Eso me ha pasado con Les poings sur les îles, que es muy poético y, a la vez, cuenta una historia muy rutinaria: la relación de un abuelo, un señor que sabe mucho de plantas, con su nieto. Mis ilustraciones, representando precisamente ese mundo vegetal, tratan de contar algo muy denso, atravesándolo: la experiencia de ese amor. No tiene nada que ver con el texto, pero transmite la sensación de atravesar las capas de un jardín.
–¿Ese estilo no se valora en nuestro país? ¿Por eso ha publicado menos en España?
–En España he tenido muchas ofertas de editoriales, pero con unas condiciones que no me interesaban: tardo mucho en hacer los libros. Hay, en general, mucha necesidad de producir libros porque hay un mercado que se dedica a producirlos. Me sorprende, por ejemplo, que haya personas que sepan qué libro va a ser un best seller. Conozco a colegas a los que les han llamado para ilustrar un libro que se va a vender mucho. “Haz un libro bonito que va a cubrir toda la vitrina de la FNAC”. Pero si no sabéis qué voy a hacer, ¿si hago una patata frita? Hay una parte comercial que es un poco triste: la vamos a consumir porque ya estamos predestinados a consumirla.
Conozco a colegas a los que les han llamado para ilustrar un libro que se va a vender mucho. 'Haz un libro bonito que va a cubrir toda la vitrina de la FNAC'
Las dudas de la creación
Violeta Lópiz tiene una web personal de aspecto diáfano. No hay secciones ni pestañas. Su nombre, en mayúsculas chiquititas, y su dirección de correo electrónico, aparecen en un margen. La cabecera son un grupo de personajes, coloridos y carentes de rostro, sobre un fondo blanco, un cuento mudo. La columna principal, algunas fotos, bastantes ilustraciones –el arte definitivo y, a menudo, bocetos– acompañadas de texto. Es un blog, de los que parecían casi extinguidos. Al leerlo, su diario público encaja con “las descripciones” que, según dice la ilustradora, anota en cuadernos y pantallas mientras trabaja. Confesiones creativas.
Estas líneas las escribió mientras dibujaba las ilustraciones de Amigos do peito, un poemario de Claudio Thebas que la editorial portuguesa Bruaá puso en sus manos en enero de 2014:
“Cuando me invitaron a ilustrar el poema, me gustó por su simplicidad. Me pareció tan sencillo que pensé que podría hacer las ilustraciones rápidamente (algo que intento a menudo, pero que nunca consigo). Mi lentitud no es otra cosa que la necesidad de mi cerebro a formatearse cada vez que se enfrenta a un proyecto nuevo. De manera que se olvida de todo lo que ha hecho hasta entonces y necesita bastante tiempo para ser reparado y conseguir que produzca de nuevo. En esos momentos, me siento como una torpe Buster Keaton montando una tienda de campaña de las viejas. Levanto un palito y se me cae el otro; cuando tengo tres arriba, no alcanzo los clavos y se me vuelven a caer; cuando ya solo me falta el cuarto, viene un oso y tengo que salir corriendo. Mi proceso es bastante caótico, me guío mucho por la intuición. Si me canso de documentarme, me pongo a dibujar, o a escribir, y cuando se me acaban las ideas, vuelvo a cambiar de tarea, un truco que me enseñó Linda Wolfsgruber al ver cuánto me bloqueaba”.
El consejo de Wolfsgruber –una artista nacida en los valles del norte de Italia que hablan alemán con acento tirolés– surtió efecto. En 2016, Amigos do peito obtuvo el Prémio Ilustrarte que concede la Bienal Internacional de Ilustração para a Infância de Lisboa. El arte de Violeta Lópiz se ha visto en exposiciones de España, Estados Unidos, Italia, Turquía, Israel, Japón, Corea del Sur. Para entonces, El Cultural ya la había seleccionado como uno de los diez nombres a seguir en la ilustración española y Les poings sur les îles se había puesto en movimiento gracias al talento del animador Lu Bing.
Esa mutación del libro que catapultó su carrera le permitió realizar un proyecto para Whittle School & Studios, un centro de formación “global” impulsado por el empresario Chris Whittle. Reunión en Roma, estancia creativa en Nueva York, retribución “generosa”, piropos desde China –país que coparticipaba en la iniciativa– por reunir en sus ilustraciones lo occidental con lo oriental. Agasajos que a Violeta Lópiz todavía le llevan a pellizcarse de incredulidad. “¿Síndrome de la impostora?” “Un poco”. Da igual que tenga más de 14.000 seguidores en una cuenta de Instagram donde ha estado años sin publicar, donde no publica más de media docena de veces al año, donde todavía no ha anunciado que le han dado un galardón que, además de reportarle la autonomía que otorgan los 30.000 euros en metálico del premio, podría abrirle puertas que hasta ahora han estado cerradas. Cuando se le pregunta qué se siente al ganar el Premio Nacional de Ilustración confirma su extrañeza:
–Era como la fantasía de acostarse con el actor que te gusta, de verlo por la tele [ríe].
–¿No se lo esperaba? ¿Para nada?
–Sí, le pongo ilusión y cariño a lo que hago, pero no tengo buenas redes… A mí me han invitado a muchas cosas y, como estoy raspada de dinero porque produzco un libro cada tanto, no voy. Puedo tener aliados, es cierto, más internacionales, que han viajado a Bolonia a su feria del libro infantil, y ven la coherencia entre los trabajos. Me ha sido muy grato leer los comentarios de los colegas que me han felicitado. Es difícil elegir a un candidato [para el Nacional de Ilustración]. Cuando he sido jurado, propuse a Max porque me encanta, le contacté para que me pasara más información sobre su trabajo. Conmigo nadie se puso en contacto.
Le pongo ilusión y cariño a lo que hago, pero no tengo buenas redes. Me ha sido muy grato leer los comentarios de los colegas que me han felicitado. Es difícil elegir a un candidato [para el Premio Nacional de Ilustración]
–Hasta ahora siempre ha ilustrado libros tomando como punto de partida textos –cuentos, poemas, leyendas– que ya estaban escritos.
–Como a mí no me sale ilustrar cada frase, sino entender el sentido del libro y crear una historia paralela, hablar de lo mismo, pero creando puntos de conexión entre las ilustraciones y el texto, gran parte de mi trabajo funciona como un libro mudo. Me parecen una pasada desde que mi abuela, que tenía muy buen gusto para elegir libros, me regaló uno que se titulaba Había una vez un perro. Los libros mudos abren la creatividad de los niños.
–De pequeños nos sale de forma natural ponerle voces a los dibujos, encarnar a los personajes. O, incluso, a las fotografías de un periódico. Pero quería preguntarle: ¿este premio puede ser un espaldarazo para llevar al papel alguna idea que le ronde la cabeza?
–La bandera es ser honesto con uno mismo. Con la maternidad me he dado cuenta que todavía me queda mucho por recorrer. Hablaba de mis emociones y mis sentimientos, pero tengo muchas cosas que no sé que las tengo. Ahora les estoy dando forma, les estoy dando voz. Rabias, frustraciones. Cosas que no sabía ni que tenía, han movido mis hilos durante muchos años de manera inconsciente. Así que creo que sí: ha llegado el momento. Yo siento mis limitaciones a la hora de dibujar, intento no esconderme (que me quede como me tenga que quedar), pero compenso el dibujo con otras cosas. He ido desarrollando otras maneras de contar que no solamente es el dibujo muy afinado, muy bueno, muy perfecto.
La bandera es ser honesto con uno mismo. Con la maternidad me he dado cuenta que todavía me queda mucho por recorrer. Hablaba de mis emociones y mis sentimientos, pero tengo muchas cosas que no sé que las tengo. Ahora les estoy dando forma, les estoy dando voz. Rabias, frustraciones. Cosas que no sabía ni que tenía, han movido mis hilos durante muchos años de manera inconsciente
–¿Como una voz que desafina pero canta con arte?
–Sí. Un poco como en el jazz, que siempre está por debajo de tono. Eso es el duende, ¿no?
La referencia flamenca le sale a la ilustradora en una de las cunas del género: El Puerto de Santa María. Está de visita viendo a la familia. Si Eivissa fue el nido y Madrid (y Berlín) el árbol, en Cádiz están sus raíces. De allí viene su apellido, que parece una marca artística hecha a medida, pero es el segundo que aparece en su DNI. Lo heredó de aquella abuela que le regalaba historias dibujadas a las que había que ponerles palabras. Probablemente, “Lópiz sea una variante”, dice ella, “de Llopis”, “un apellido poco común, pero que se conoce en El Puerto”. Su castellano no tiene trazas de andaluz y, sin embargo, sí una tonada que viene y que va, dependiendo de lo que cuente la frase. Es la del país que proviene el prefijo de su móvil. +51, Perú. Cuando dice Cuzco pronuncia Cusco.
–¿Por qué vive en el Valle Sagrado de los Incas?
–Hace años me dio un dolor muy fuerte de cabeza (duró un mes) e hice un parón de ilustrar: “No puede ser, hay algo que no me está funcionando”. Fui a Perú porque me gustaba mucho el arte precolombino y quería verlo. Tenía algún contacto, pero, en realidad, allí no conocía nadie. Me di cuenta que estaba muy identificada con ser ilustradora, que trabajaba por un impulso a satisfacer una carencia de cariño, de ser vista. La ilustración me daba eso… ¿pero si no soy ilustradora no soy nada? Al escuchar mi frase pensé: es muy fuerte, ¿no? Pensaba que era lo que tenía que hacer siempre y, no, yo puedo lavar mi ropa en el río, hacerme una mermelada con los frutos que recoja en el bosque, puedo hacer otras cosas. Estaba alejada del bullicio de las ciudades de Occidente. En ese momento no tenía pareja, pero me entraron muchas ganas de ser madre. Conecté con mi ser de mamífera. Era algo que estaba totalmente oculto. La maternidad es un encuentro con la sombra total, con cosas que uno no conoce de sí mismo. Un regalazo. Pensé, de forma muy egoísta, que no iba a tener tiempo o dinero para dárselo a mis hijos, que necesitaba más estabilidad, esas chorradas que nos inventamos, excusas, y que, en realidad, lo más importante es que la persona esté enamorada de la vida, y de dar vida, enfrentándose a esa elección.
Hace años me dio un dolor muy fuerte de cabeza (duró un mes) e hice un parón de ilustrar: 'No puede ser, hay algo que no me está funcionando'. Fui a Perú porque me gustaba mucho el arte precolombino y quería verlo
–¿Ese parón podría ilustrarse?
–Sí, pero todavía no ha salido. Volví a la ilustración enfrentándome a trabajillos, para no perder la mano. Me da mucho placer hacerlos, pero no me involucran como un libro. Me gustaría que saliera todo eso.
Un vínculo balear que no se rompe
Violeta Lópiz parece enternecerse cuando se le identifica como “ilustradora ibicenca”. El vínculo con las Illes Balears no lo ha perdido. No sólo a causa de su admiración por Francesc Capdevila i Gisbert (más conocido como Max, un mallorquín criado en Barcelona) y de haber cosechado alegrías con La verdadera historia de la rata que nunca fue presumida (Libros de Las Malas Compañías, 2020): aquel libro que premiaron en Nueva York era una adaptación –libre– de la rondalla que recogió el Arxiduc Lluís Salvador cuando visitó Mallorca. Una muestra de los “trabajillos” que cita Violeta Lópiz fueron los carteles para el festival Cançons per la Mediterrània de 2023. El público que acudió a los conciertos celebrados en ses Voltes de Palma vio morenas, ballenas, cormoranes. La mitología mediterránea de su infancia.
En Perú, con Luz, su hija, vuelve a vivir en el campo. La niña tiene seis años y toda la libertad del mundo. Sale y entra cuando quiere. Su mundo está hecho de plantas, árboles, animales. “Se reboza de hormigas y le leo, en vez de libros ilustrados, novelas juveniles: Colmillo blanco, El hobbit, El mago de Oz. Lo clásico, que estoy descubriendo ahora porque de pequeña era muy mala lectora, tenía los libros, pero apenas los tocaba”. Entre aquel valle andino y la llanura litoral en la que se crió la madre hay miles de kilómetros de distancia –y un clima, y una cultura, y un mundo diferentes–, pero la esencia es la misma, aunque los tiempos sean más rápidos. La casa peruana está conectada a un internet “cada vez mejor” y hay pantallas. “Son mías”, aclara la ilustradora, “pero Luz, ¿a ti te gusta ver la tele?” “Muuuucho, muuuuucho, muuuuuucho”, responde la niña. “El sonido, la luz y el movimiento… todo junto, es fascinante”, concede la madre. El futuro no evita que haya vuelto, de alguna manera, a la isla en la que nació, “como un salmón que remonta el río”, una isla que apenas se parece a lo que era hace cuarenta años.
–¿Cuántas veces ha vuelto a Eivissa después de aquellos cinco años?
–¿Unas cinco veces? Cuando falleció mi madre, un año después, y en un par de ocasiones más. Allí están las amigas de mi mamá.
–¿Cuál fue la última visita que hizo a la isla? ¿La encontró muy cambiada?
–Hará unos siete años. La iglesia de San Jorge sigue en su sitio, pero hay un cambio brutal de velocidad: pasan aviones cada cinco minutos.
–¿Sigue existiendo vuestra casa?
–No, la han derruido para hacer la ampliación de las carreteras. Pero está todavía la alberca. Me pasé por allí, cuando ya estaba derribada. Buscando trazas.
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