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Leña, bellotas y caza furtiva: la historia popular de la valla que separa a los reyes de los madrileños en El Pardo

Una de las puertas de la valla que rodea el monte de El Pardo, en la carretera que une Torrelodones con El Pardo

Luis de la Cruz

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Por primera vez en mucho tiempo, están sobre la mesa los derechos de propiedad y uso del monte de El Pardo. Una valla de 66 kilómetros de longitud, levantada por Fernando VI en 1746, atestigua desde hace siglos el adentro y el afuera de este enorme bosque mediterráneo –16.000 hectáreas, la cuarta parte de Madrid– que sigue siendo, a día de hoy, exclusivamente de uso real. Esto es así desde tiempos de Enrique III de Castilla (S.XV) pero un reportaje en este medio ha vuelto a iluminar la situación de la gigantesca superficie boscosa y los partidos políticos ya han empezado a entrar en el debate.

Como ha analizado Curro Rodríguez para el caso de Aranjuez –otro Real Sitio, de historia paralela– este tipo de cazaderos reales era (¿es?) una especie de lugar utópico fuera del espacio y el tiempo, que tomaba sentido cuando ocasionalmente los monarcas y la corte se trasladaban a su interior. Su caracterización como espacio al margen, naturalizada por siglos de excepcionalidad, queda reforzada por el hecho de que no reparemos en el hecho poco usual de tener vetado uno de cada cuatro metros de nuestro término municipal.



Ni los guturales sonidos de las berreas al otro lado de la valla, ni los contornos regios de la Puerta de Hierro, descontextualizada en una isleta al paso de la M-30, nos hacen caer en que toda esa tierra está ahí, fuera de nuestro alcance. Históricamente, se trata de un espacio, además, libre del peligro del motín popular, lo que hace que la seguridad y el aislamiento hayan sido elementos cruciales, como vamos a ver en este artículo que trata de ello: del control coercitivo sobre las tierras del monte de El Pardo y las insubordinaciones populares a lo largo de la historia para hacer uso de los recursos del campo.

El vallado de El Pardo busca en su caracterización más obvia apartar la caza del común de los mortales o la práctica de ahuyentar a los animales fuera de los contornos del cazadero real para saltarse el privilegio real, pero también evitar otros usos del monte que se reprimieron con dureza. Prácticas de subsistencia de la comunidad como la recogida de frutos, hierbas, el uso de pasto, hacer acopio de leña o el carboneo (hacer carbón vegetal), todas prácticas fundamentales en el entorno rural y en los contextos preindustriales.

La mayoría de quienes incurrían en la caza furtiva pertenecían al pueblo, y recurrían a ella dentro de una economía fuertemente estacional y de complemento (era necesario desempeñar diferentes actividades para completar la economía familiar), aunque no faltaron desde el principio ejemplos de nobles o clérigos sorprendidos cazando en El Pardo sin permiso (por poner un ejemplo, el Nuncio de El Papa, durante el reinado de Felipe III). También hubo cazadores que profesionalizaron la labor, vecinos de Colmenar Viejo, Fuencarral o Torrelaguna que vendían las piezas luego en los mercados de la capital.

La sucesión de disposiciones y mecanismos coercitivos forjados a lo largo de los siglos para salvaguardar el privilegio del uso de El Pardo y otros Reales Sitios es interminable y mencionaremos solo algunos. Felipe III, por la pragmática de 4 de julio de 1610, mandó que nadie pudiera tener “arcabuces y escopetas de pedernal, ni tirar con perdigones, ni tenerlos, en el contorno de los bosques de El Pardo y Valsaín”. Felipe IV prohibió tener perro de caza cinco leguas alrededor de El Pardo y su hijo ordenó registros de quienes vivían en las cercanías buscando hurones, perros, lazos o cepos.

Los bosques de caza de la Corona provenientes de Castilla eran, desde tiempos del absolutista Carlos III, administrados por la Junta Real de Obras y Bosques. Eran Aranjuez, El Pardo, El Escorial y Valsaín, todos con derechos que hundían sus raíces en la llamada Reconquista (de época posterior es el derecho sobre el de Riofrío, comprado por Fernando VI en 1751, y que aún pertenece a Patrimonio Nacional).

 

La Junta tenía al frente a los Alcaldes de Obras y Bosques, que imponían a los cazadores furtivos multas, penas de azotes, cumplir campañas de guerra, trabajar en las minas de azogue de Almadén o penas de galera. Así, por ejemplo, el vecino de Majadahonda Melitón Gracián fue penado en tiempos de Carlos III a 14 años de galeras por robar 14 bellotas en el Monte de El Pardo.

Vistas las restricciones y los métodos para velar por su cumplimiento, no es de extrañar que los cazaderos reales fueran impopulares entre el pueblo y odiados por las élites liberales, ascendentes durante el XIX, para quienes el patrimonio real formaba parte de los bienes en manos muertas.

Pero todo privilegio es fuente de aparente magnanimidad –más si hablamos de monarcas– algo que se ve muy bien en la tradición de la romería de San Eugenio. Según la tradición, el 15 de noviembre de 1642, día de san Eugenio, Felipe IV encontró mientras cazaba a un pobre hombre recogiendo bellotas. Compadecido de él, le permitió que se llevara un saco lleno y a partir de ese momento la Casa Real abrirá por San Eugenio el encinar para que el pueblo pudiera hacer acopio de bellotas. La romería, que servía para que la realeza se dejara ver con el pueblo en una ocasión especial (dejarlos asomarse a su dehesa utópica), se ha recuperado en los últimos años.

Desde mediados del XIX el cuidado de los bosques reales se profesionalizó, de forma acorde al espíritu científico de los tiempos. Se pensiona a estudiantes para que vayan a aprender la nueva ciencia forestal a Alemania y, en 1848, se crea el cargo de Inspector General de los Montes y Bosques Reales, ocupado por un Ingeniero de Montes con un equipo técnico a su cargo.

Según expone para el caso de Aranjuez Curro Rodríguez, con la persecución del furtivismo y otras formas de aprovechamiento ilegal de la tierra de los Reales Sitios también se castiga “el principio de solidaridad en sus distintas formas”. La imagen del cazador furtivo solitario no se corresponde con una realidad más bien configurada por pequeñas cuadrillas.

Esto, continuaba siendo así cuando en 1914 la Revista Caza y Pesca, que por otro lado se distinguía por la condena del furtivismo y hasta el homenaje a los guardias civiles encargados de reprimirlo, dedica un reportaje a una cuadrilla de furtivos del barrio de La Viña (en el actual distrito de Tetuán), que atestigua el acercamiento de la urbe en crecimiento al monte. El reportaje vivido comienza en una taberna donde los hombres, que forman una auténtica comunidad, relatan al periodista Tomás Álvarez Angulo el peligro diario que corren, amenazados por el fuego real de las escopetas de los guardas. El pasaje sirve también para entender la precariedad del trabajo:

“–La mitad de lo que se coge es para el dueño de las herramientas, y luego hay que dar un real por pieza o «atado» al ayudante.

—¿Y por qué no ponen ustedes las herramientas?

— ¡Bah! ¡bah! Cuestan más de veinte duros. Eche usted la cuenta: el hurón, seis duros; un par de perros, y no de los mejores, diez doce, y luego el pincho y los capillos. Total, que lo que yo le digo: más de veinte duros. Y si después se lo quitan a usted, o le matan un perro, pues ha «echao» unas cuantas noches...“

Uno de los viejos furtivos del artículo fue, explicaba, uno de los informantes que acompañó unos años atrás al escritor Vicente Blasco Ibáñez más allá de la tapia de El Pardo para conocer de cerca la caza furtiva de los vecinos del extrarradio norte madrileño. Lo reflejó en La Horda (1905). Como en el artículo de Caza y Pesca, por cierto, el escritor fue empotrado en la cuadrilla y contaba el miedo que sufrió ante presencia armada de los guardias. Otro de los furtivos participantes en la partida que acompañó a Blasco pudo ser el padre de Cipriano Mera, el histórico anarquista tetuanero, que también llegó a ejercer la caza furtiva en su juventud.

Durante la Segunda República, El Pardo no se abrió a los madrileños, como se había hecho con El Retiro durante la Gloriosa (1868) o con la Casa de Campo, precisamente entonces. Según cuenta Azaña en sus memorias, en plena contienda le dijo a Negrín que cuando ganara la guerra le relevara de la obligación de ser Presidente y le nombrara “guardia mayor y conservador perpetuo de El Pardo”.

Es después de la guerra cuando se redefine la administración de los reales sitios, con la creación de Patrimonio Nacional. El furtivismo, había pasado ya de delito a falta, y  lo normal era que las penas se tradujeran en multas o un par de días en prisión. Por otro lado, durante el franquismo El Pardo siguió siendo ese lugar utópico (ahora de la dictadura) del que hablábamos antes, un espacio vetado para el pueblo en el que Franco se entregó a la socialización cinegética con las élites del régimen y hasta el propio Juan Carlos (luego Primero) veló armas de caza.

La valla de El Pardo ha seguido separando el valioso bosque mediterráneo de los madrileños. También han continuado, por supuesto, las transgresiones populares y la caza furtiva. Un documento de la Coordinadora de Organizaciones de Defensa Ambiental lo expresaba así en los años noventa:

“La caza furtiva en el Monte de El Pardo es un hecho tan patente que pasa inadvertido por lo común. No hay más que darse una vuelta por el pueblo de El Pardo y comprobar el elevadísimo número de bares y restaurantes que ofrecen todos los días del año en su menú carne de Ciervo (Cervus elaphus), Gamo (Dama dama) y Jabalí (Sus scrofa)… En el Monte de El Pardo se pueden registrar casi todas las modalidades de caza ilegales existentes en nuestro país . Es muy frecuente la caza de pajarillos mediante liga y redes en invierno. Sistemáticamente se colocan cepos para capturar conejos en los que desgraciadamente caen muchas especies protegidas -sobre todo Zorro (Vulpes vulpes) y Ratonero común (Buteo buteo)-. En resumidas cuentas, los efectos de todos los tipos de caza ilegal son desastrosos para el medio natural del Monte de El Pardo”.

El Pardo está ahí, sigue siendo un pequeño paraíso detrás de una valla a la que los madrileños se asoman ocasionalmente sin que les quepa en la cabeza su dimensión real (el 26% de todo Madrid). Dicen los expertos que la valla ha servido, a la vez, para permitir la conservación virginal del monte y para perpetuar un privilegio regio que incluye decenas de construcciones en su interior. El debate está abierto y exige diálogo social. Algo habrá que hacer con la valla.

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