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Amor por correspondencia ‘mientras los hombres mueren’: la poeta Carmen Conde, nuestra Virginia Woolf

La poeta Carmen Conde en foto de 1978. EFE

Aldo Conway / Álvaro García Sánchez

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“Señores académicos: Mis primeras palabras son de agradecimiento a vuestra generosidad al elegirme para un puesto que, secularmente, no se concedió a ninguna de nuestras grandes escritoras ya desaparecidas. Permitid que también manifieste mi homenaje de admiración y respeto a sus obras. Vuestra noble decisión pone fin a una tan injusta como vetusta discriminación literaria”. Discurso de ingreso a la Real Academia Española, 1979.

Víctor García de la Concha definió a Carmen Conde como una “persona con conciencia de mujer herida”, como una pieza fundamental de su época, veía en ella “a la mujer que ha sufrido y ve los problemas que han padecido sus compañeras”. Dicho lo cual, tiene sentido que la poeta murciana fuese la primera mujer en formar parte de la RAE. La vida de Carmen Conde, que se apagó por el Alzheimer una madrugada de enero del año 1996, no dejó ningún cabo suelto. 

El quince de agosto de 1907 nació en la calle del Aire de Cartagena. Apenas había abandonado Eduardo VII de Inglaterra la ciudad para los acuerdos homónimos con Francia y España. No tardó mucho en irse: en 1913 se mudó a Melilla con su familia, y no volvió hasta siete años más tarde; trabajó como delineante naval y estudió magisterio en la escuela de Murcia y fundó, junto a su marido, Antonio Oliver Belmás, la Universidad Popular de Cartagena (UP) en 1931. Hasta ahí, una intelectual republicana con un amplio bagaje literario. 

En el mismo edificio que fue sede de la UP, el actual Centro Cultural Ramón Alonso Luzzy, se encuentra un museo dedicado a la figura de la escritora. No muchas personas en Cartagena conocen la existencia de este lugar. Está escondido, al otro lado de una puerta blanca, común, en el segundo piso del edificio. Abrir esa puerta es ingresar de pronto en la casa de Carmen Conde, en una habitación pequeña, dedicada a recrear su sala de estar, iluminada con la luz cálida de una lámpara colgada del techo. Una puerta corredera da acceso a otra sala contigua: su despacho. La propia escritora, antes de morir, quiso que todas sus pertenencias fuesen donadas al Ayuntamiento.

Hay muebles de madera oscura y barnizada con cajones repletos de fotografías de su vida en Madrid. Las estanterías, los asientos, las mesillas, los papeles, todos los objetos tienen la cualidad cotidiana de lo doméstico y lo desgastado. El sofá de la sala de estar aún conserva los arañazos que le hacía su gato. En las paredes y en los muebles hay marcos en cuyo interior están conservadas las cosas que más le importaban en la vida: hojas de firmas de sus amistades, felicitándola por el ingreso en la Real Academia Española; manuscritos de los escritores que ella más admiraba, como Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre; fotografías en las que posa feliz y sonriente junto a escritoras internacionales que eran su ejemplo a seguir. Sobre su escritorio hay un papel manuscrito y un libro cerrado. A su lado, una taza con plumas, bolígrafos y lápices, como si la propia Carmen Conde estuviera a punto de sentarse a trabajar. Enfrente hay una estantería repleta de premios que le otorgaron, de libros que leyó. A la izquierda, en una mesilla, está su máquina de escribir. En ambas salas, en el despacho y en el cuarto de estar, su voz sigue resonando con la misma lucidez que cuando ella vivía.

Si bien republicanos, los años treinta eran los años treinta en España. La UP la llevó a conocer a Amanda Junquera, escritora madrileña y una cronista destacadísima casada con el decano de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia, Cayetano Alcázar Molina, un señor que pasó de luchar por la República a ser Director General de Universidades con Franco. Empezaron a intercambiar libros y cartas, y en muy poco tiempo esa correspondencia se acabó convirtiendo en cartas de amor y deseos de compromiso mutuo. En el archivo del Museo se conservan miles de estas cartas, y se considera el mayor archivo epistolar de Europa. Al estallar la guerra, Oliver y Alcázar se alistaron a luchar contra el fascismo, y Amanda y Carmen planearon por correspondencia unas vacaciones en Calpe de las que volvieron enamoradas. La relación entre ambas atravesó una guerra civil y la clandestinidad durante cinco décadas. Su matrimonio funcionaba de maravilla y su marido era, además, su compañero de trabajo, de publicaciones y de investigación, y una de las personas más importantes de su vida: al acabar la guerra, él estaba en la cárcel y ella, escondida en El Escorial con Junquera; a pesar de ello, y gracias a la mediación de José Ballester Nicolás, funcionario de Correos de la época y director del diario La Verdad, pudieron mantener la comunicación bajo pseudónimos y nombres falsos.

Aunque fuese contemporánea y amiga de poetas como Federico García Lorca, dice Francisco Javier Díez de Revenga, catedrático de Literatura Española y Profesor Emérito de la Universidad de Murcia, su poesía pertenece a un estilo posterior, menos plagado de surrealidades, con un mensaje feminista y plenamente actual, con un tono social y de denuncia muy marcado, pertenece a la generación desarraigada de poetas de la posguerra, como Blas de Otero, Gabriel Celaya o Ángela Figuera. Católica y progresista y sin encontrar contradicción alguna en todo aquello, cuenta la poeta Cristina Morano, la cartagenera desarrolló una de las carreras literarias más vastas del siglo XX en España, y, además de su obra propia, en la que se podría destacar 'Mujer sin Edén', 'Ansia de la Gracia' o 'Mientras los hombres mueren', hizo una inestimable labor como antóloga, publicando junto a su marido una extensa catalogación de la producción literaria de Rubén Darío tras su muerte, organizando e inventariando todos los manuscritos que encontraron en casa del nicaragüense, o dos antologías sobre poesía femenina en 1967.

A la muerte de Oliver, al fin, Conde pudo irse de nuevo a vivir con Amanda en el verano del 68 y así permacieron hasta el final de sus días. El Alzheimer tocó primero la puerta de Junquera, que dependería desde entonces de los cuidados de la cartagenera y de su asistenta; cuentan sus diarios que, la noche que entonaría el discurso con el que arranca este artículo, el de aceptación del sillón con la letra 'K' de la Real Academia Española, siendo la primera mujer en la historia de la centenaria institución en conseguir un asiento, Carmen Conde ayudó a la asistenta a darle de cenar, se vistió y, antes de irse, la besó en la frente y cogió un taxi para hacer historia frente a un montón de hombres que, por fin, habían decidido aceptarla.

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