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Montero Glez: “El falso relato de la Transición se está cayendo”

Montero Glez (Madrid, 1965) ha cumplido con “El carmín y la sangre” (Algaida) el viejo sueño de escribir una novela de espías.

José Miguel Vilar-Bou

Montero Glez (Madrid, 1965) ha cumplido con “El carmín y la sangre” (Algaida) el viejo sueño de escribir una novela de espías. La obra, ganadora del XLVIII premio Ateneo de Sevilla, recrea a Ian Fleming, el creador de James Bond, en su época de oficial de la inteligencia británica, cuando, en plena Segunda Guerra Mundial, es destinado a Gibraltar. Montero Glez es una voz clave, determinante, de la literatura española desde hace casi dos décadas. Ha construido un universo rico y complejo donde Valle-Inclán convive naturalmente con los viejos maestros de la novela negra y con el cante jondo. Este genuino contador de historias fraguó su vocación en el cómic y en los kioscos. Aunque madrileño, hace veinte años que halló su santuario en Cádiz, el Sur que sus novelas convierten en geografía mítica. Vive al lado del mar, sin wifi ni smartphone, pero atento y comprometido con lo que sucede. Como es habitual en él, en esta entrevista no recurre a eufemismos, sino más bien todo lo contrario, para hablar de lo que pasa en la literatura y en el mundo. Considera la Transición “una gran mentira que terminó de despolitizar España”, al 15-M “el nacimiento de una nueva cultura política en un país que no la tuvo desde 1936” y a Pablo Iglesias “el hermano pequeño del que siempre aprendo algo”. A la generación de escritores que lo precede la bautiza como “la generación cobarde”: “Están echándose carreras entre ellos para ver quién pierde más lectores al día”, asegura.

¿Es verdad que practicas karate?

Me lo descubrió Antonio Vega, en 1983. A mí me atraía por las películas de Bruce Lee y todo eso, pero no como a la gente de mi barrio, para quienes el karate significaba aprender tres golpes y salir a experimentarlo con el vecino. Cuando conozco a Antonio Vega, que se hallaba en mi barrio, cerca de donde yo vivía, me hace ver que el karate es mucho más que eso. Que tiene otra dimensión, más profunda. Me explica que es bueno para el sistema nervioso, y que eso tiene que ver mucho con la felicidad. Antonio Vega es un deportista, un tipo atlético, muy aficionado a las artes marciales. Entonces yo entro con él a las clases de Antonio Oliva en Estrecho, al lado de lo que era el cine Europa. Lo que pasa es que luego me cambié al Saito, que estaba en la Dehesa de la Villa y luego me fui de Madrid. Ahí yo era ya cinturón azul. Todavía practico lo que aprendí en aquella época: las respiraciones, los ejercicios de intensidad, las katas. Hago trescientas abdominales diarias. Así es como consigo ese equilibrio que trae consigo la felicidad. Porque la felicidad no es otra cosa que una conquista química. Una conquista interior. El karate es para mí eso, no para pegar a alguien. Es más, si te encuentras en el aprieto de tener que defenderte, yo pienso que tienes que tener buenas piernas, pero no para pegar, sino para salir corriendo.

¿Qué tal tipo era Antonio Vega?

Un buen chico. Un tipo muy estudioso. Muy curioso. Le interesaba mucho la astronomía. Le atraían las estrellas, las distancias astronómicas, las lunas de Júpiter… todas esas cosas. Yo estuve en esa época con él, y luego me lo fui encontrando a lo largo de la vida. Siempre tenía hacia él un sentimiento de ternura y de cariño. Era un tipo con una sensibilidad extrema. Y un gran artista. Las dimensiones de sus letras sólo las podía hacer él. Sólo se parecía a él mismo. Y dejó una huella que está ahí.

Tu nueva novela, “El carmín y la sangre”, nace en parte de una anécdota con nazis que encontraste en la Venta de Vargas, preparando “Pistola y cuchillo” (El Aleph, 2010).

Las cosas se encuentran por casualidad o como se llame eso. Entonces ese mecanismo oculto hace que las coincidencias coincidan, valga la redundancia. Cuando estaba yo haciendo lo de Camarón, Lolo Picardo me contó muchas historias de la Venta, y esa me llamó la atención: Que un día aparecieron unos nazis y montaron una orgía, mandaron a toda la gente desnudarse y tal. Documentándome después, comprobé que sí, eran nazis, pero no aquellos que tenemos en el imaginario: Ese nazi acharolado, con la gorra de la esvástica y sus botas altas. No, no. Eran la tripulación de un submarino que venía a repostar al puerto de Cádiz, donde había un buque para eso, el Thalia. Era la España de Franco. La España de los vencedores de la Guerra Civil y había esa afinidad de Franco de cara a Hitler, pero por otro lado Franco estaba cogiendo dinero de Inglaterra para retardar la invasión del Peñón por parte de los alemanes. A mí me pareció que ahí había un conflicto, que es a partir de donde se origina la literatura. Pero aquello quedó en el trastero, seguí haciendo otras novelas. Hasta que de repente me encuentro con que Ian Fleming estuvo en Gibraltar, encargado de una operación que se llamó Goldeneye y que consistía en neutralizar los movimientos de los submarinos alemanes en el estrecho de Gibraltar, porque éstos estrangulaban el paso de los barcos que iban a Inglaterra con mercancías. Así que, por una parte, tenía una historia de espías con Ian Fleming como protagonista y, por otra, el suceso de la Venta Vargas, donde además me podía manejar con el esperpento valleinclanesco. Una vez las dos historias se relacionan en el trastero, tú tienes que coger un lápiz y un papel y contarlo. Ese es el chispazo que dio lugar a “El carmín y la sangre”.

Así que la vida de Ian Fleming es tan literaria como la de su personaje James Bond.

La vida de Fleming no tuvo nada que envidiar a la de James Bond. De hecho, proyectó mucho de sus propias vivencias en él. Investigando para la novela, leí un pequeño ensayo de Umberto Eco en el que cuenta que, tras la Segunda Guerra Mundial, el modelo de novela pulp se había quedado muy atrasado, necesitaba una transformación. Esa renovación vendrá con Mickey Spillane y su personaje Mike Hammer. Hasta entonces, en las novelas pulposas, los diálogos sonaban a golpes de boxeador en el saco. A partir de Spillane, los golpes ya no son al saco, sino que van directos al lector. Endurece todavía más el hardboiled. Tal vez uno de sus discípulos más aventajados hoy sea James Ellroy. En fin, lo que hizo Ian Fleming con sus novelas de James Bond fue coger el modelo de Spillane y llevarlo a su terreno, el de la flema inglesa.

¿Qué te parecen las novelas de James Bond vistas hoy?

La primera, “Casino royal” me gustó. La leí en su momento y la he vuelto a leer un par de veces preparando “El carmín y la sangre”. Me gusta porque ahí James Bond duda. Es un tipo cargado de dudas, hasta que se encuentra al demonio cara a cara: Recibe una paliza y ya deja de dudar. A partir de entonces el personaje se vuelve plano, y por eso las otras novelas me gustan menos. Sólo en la última, “El hombre de la pistola de oro”, vuelve a dudar, a ser de nuevo un personaje redondo.

¿Cómo ha sido para un especialista en personajes raciales como tú meterse en el pellejo de un inglés?

El temperamento flemático es un temperamento con humedad, entonces no me ha sido muy difícil entrar en él. Lo que me ha sido difícil es penetrar en la disposición de indiferencia ética ante la guerra que mantiene Ian Fleming. Estar en medio de un conflicto y que tú no tengas conciencia crítica hacia ese conflicto, sino que te aproveches de él para conseguir mujeres, dinero, materializar todos tus deseos. Eso ha sido lo más complicado para mí, porque no es algo que me resulte simpático, ese tipo de personaje.

Ahora está de moda una vuelta nostálgica a los 80. Pero en “Talco y bronce” (Algaida, 2015) tú vas en la dirección opuesta y relatas los 80 que nadie quiere recordar.

Es que se ha construido un falso relato de la Transición y ahora se está cayendo porque lo falso no dura. Lo que vengo yo a contar es la realidad. La parte de sombras, que es la interesante, donde trabajamos los que nos dedicamos a la ficción: Alumbramos los márgenes, y a partir de ese alumbramiento surgen los matices, los claroscuros. Es ahí donde se desarrolla la literatura. Y lo que hago en “Talco y bronce” es contar algo en base a una historia que ocurrió: Una banda de policías encargados de perseguir atracos, pero que ellos mismos organizaban los golpes. Eso sucedió en el Madrid de los 80. Santiago Corella, “el Nani”, el primer desaparecido de la democracia, no desaparece por una cuestión ideológica, sino porque trabajaba para este grupo de policías que se dedicaban a coger pobres diablos y a ponerlos en el camino de la delincuencia para luego matarlos y quedarse con el botín. De no haber surgido el 15-M, yo no hubiese escrito esta historia. Pero llega mayo de 2011 y la gente sale a la calle a construir un relato nuevo, que no tiene nada que ver con el que se ha caído: El de “Cuéntame”, el de “los 80, qué bien”, el de “la Constitución de la concordia”. Todo eso empieza a caer con el 15-M, porque es mentira. Yo quise aportar mi pequeña voz al nuevo relato histórico y por eso escribo “Talco y bronce”. Para escribir “Cuéntame” y cosas sin conciencia crítica prefiero quedarme quieto. Todo lo que no tenga conciencia crítica carece para mí de valor artístico.

¿Sigues pensando que “Pistola y cuchillo”, donde narras los últimos días de Camarón, es la novela que te sobrevivirá?

No lo sé. La relación de un autor con sus obras es muy delicada. Yo pensé, pienso, que en “Pistola y cuchillo” está todo lo que soy. Pero también te digo que esa es la opinión del autor, que es quien menos puede opinar sobre su obra.

Has cultivado el cuento en “Besos de fogueo” (Debolsillo, 2007) y “Polvo en los labios” (Lengua de Trapo, 2012). ¿Es kamikaze escribir cuentos hoy?

Qué va, para nada. Es que escribir cuentos es la única forma que tengo de averiguar si me funciona un personaje. Lo meto en un cuento y lo pruebo: Si se mueve, si no, sus tics, su temperamento. Para mí el cuento es el laboratorio. Yo no me pongo con una novela sin saber qué voy a escribir. Sin haberles dado a los personajes el soplo vital. De lo contrario, un personaje no va a atrapar al lector, porque los personajes son el alma de una novela. Ahora la gente escribe sin personajes y vende eso como novelas. Así está la novelística de este país. Parece mentira que fuese aquí donde se hizo el “Quijote”, la novela más grande por derecho.

Hace ya 18 años de “Sed de champán”, la rompedora novela con el Charolito como protagonista que te dio a conocer.

Vaya, sí. No había caído en que el Charolito ya era mayor de edad. Esa novela estuvo tres años rodando por los despachos editoriales con todas las negativas del mundo. Porque, claro, los que trabajan en las editoriales son de familias burguesas en su mayoría. Y las familias burguesas lo que hacen es que al inútil de la familia lo colocan en la industria cultural. Y son gente que carece de curiosidad, de ese soplo vital del que hablábamos. Entonces es muy difícil que alguien sin familiares ni contactos sea publicado. Al final, me la recupera Mario Muchnik, que no es un hombre que trabaja en una editorial, no: Mario Muchnik es un editor. Una persona que pone en contacto al autor con su obra. Que hace que ésta crezca a la vez que crece él. Eso es un editor. Lo demás son hombres y mujeres que trabajan en editoriales y suelen ser en su mayoría, porque generalizar es injusto, gente de familias burguesas: los inútiles. Por eso mi novela estuvo tres años dando vueltas. Rechazada, vamos. En total, ha tenido cuatro reediciones, todas agotadas, y se sigue pidiendo.

Entonces se le ha hecho justicia.

La justicia nunca es justa cuando se habla de arte. Qué va.

¿Por qué elegiste el camino de la novela negra?

Porque es el género donde mejor se explica la relación del hombre con la propiedad. Eso es el género negro, por el que yo me muevo. Y ese es el tema de mi obra. Siempre ha sido así, desde “Sed de champán”. Ahora, con el 15-M, no suena raro, pero antes, cuando yo hablaba de esto, el periodista se me quedaba mirando como diciendo: “Joder, menudo loco me ha tocado”. Tenían que procesar lo que les decía porque por novela negra se entendía novelas de detectives. No se veía la conexión con lo social que yo siempre vi. Con el 15-M todo cambia. Aflora una cultura de raíz política, y es importante que la vivamos, la conservemos, la transformemos. Porque de 1936, cuando unos hijos de puta se levantan para acabar con el pueblo, a 2011, que la gente sale a la calle a decir que no nos representan, esto ha sido un erial.

¿Qué tiene una novela negra de quiosco que no tenga Joyce?

Es que la literatura popular es la lengua materna de los pueblos. Yo me he educado en ella. Me he formado en los quioscos. Ahí empecé a leer tebeos. Ahí descubrí el Coyote y las novelas de bolsillo de Bruguera, que leía con trece años. El Club del Misterio, Chandler, Hammett, Ross Macdonald, Conan Doyle… Como tanta gente, a toda esa literatura popular no me acerqué por la librería, sino por los quioscos. Y eso, tan importante, es algo que los burgueses que trabajan en las editoriales no comprenden. Por eso entre otras cosas está en crisis la industria del libro: porque no saben ni en qué consiste su trabajo. En cuanto a Faulkner y Joyce, si hacen alta cultura es porque la gente popular no los entiende. Quisieron experimentar contando la vida cotidiana, pero no llegaron a todo el mundo. Llega a más gente Marcial Lafuente Estefanía que el “Ulises” de Joyce. Eso se debe a que la verdad en la vida y en la literatura no son idénticas. Ahora hay escritores que siguen experimentando porque no estudiaron lo que te estoy diciendo. Son gente que no da más de sí, que no saben construir personajes ni hacer tramas. Se escudan en Joyce para decir que hacen vanguardia y justificar así su inutilidad.

Dicen que las series son el nuevo folletín popular. ¿Qué papel le queda a la novela?

Todo. Son caminos diferentes. Cuando tú haces cine, compones imágenes para pasar una historia por el filtro de la retina. La literatura es más poderosa porque entra directa al cerebro. Es cierto que el “continuará” del folletín está ahora en las teleseries. Hay un bum. Las hay muy buenas. Eso es importante, aunque yo no las sigo demasiado. Me gustó “The Wire” y sigo enganchado a “Twin peaks”. Esa fue mi serie. Españolas no me interesan porque les veo que les falta sustancia, agilidad. Tienen todavía que crecer mucho. España no es un país que brille ni en el cine ni en las series. En todo caso, yo seguiré escribiendo novelas. Y más que escribir, leo. En papel, porque no soy tampoco de cacharritos. No tengo teléfono de este…

No tengo de eso. Ni wifi tampoco. Tengo computadora de mesa y cuando necesito Internet le enchufo el cable. Y una vez a la semana veo los correos y contesto. Y en Twitter cuelgo cosas. Y no quiero saber nada más del cacharrismo porque no va conmigo. Lo llevo bien así.

Salió hace poco un estudio del CIS según el cual el 39,4% de españoles no ha abierto un libro en el último año.

A mí lo que me importa es el 60% que abre libros. Los otros no me interesan. Y pregunto: ¿Ese 60% comprende lo que ha leído? Ese es el problema: el comprender. Porque si haces como Antonio Escohotado, que coge el “El capital”, legado que nos dejó Carlos Marx, para darle una lectura falsa con que justificar su cambio de chaqueta, su traición al ocaso necesario, entonces esa no es forma de abrir un libro. Para mí tiene más respeto el que no lo abre que el que lo abre así. Eso es más peligroso todavía. Eso sí que me duele.

Cuando hablas del sur, donde llevas viviendo veinte años, parece que, más que de una geografía, te refieras a un ambiente, un universo.

Claro, porque, como decía Tolstói, describe tu aldea y describirás el mundo. Lo que pasa es que hay cosas que son desconocidas. Yo he tenido la mala suerte de que todas las agentes que he tenido han sido verdaderas inútiles. Y, siempre por su pereza, no han querido mover mi obra en el extranjero. Y su inutilidad y su pereza las justificaban diciendo: Es que lo que escribes es local. Yo siempre me quedaba en silencio y luego les decía lo de Tolstói. Porque no hay nada local, todo está globalizado. El sur por el que yo me muevo es algo más que un estado emocional de la gente que vive en un determinado territorio. Es una relación de hechos que se están dando en los márgenes y en la incertidumbre. Y son los mismos márgenes y la misma incertidumbre que se dan en un barrio de Estados Unidos, de Suecia o de Moscú.

¿Cómo haces para estar en las cosas del mundo desde tu retiro?

Pues porque en realidad yo no estoy retirado. Estoy retirado geográficamente. Pero mi compromiso nunca se ha retirado. Mi compromiso está ahí. Yo estoy en conexión con mi compromiso y con la gente comprometida. Y más ahora, a partir del 15-M. Soy uno más. Yo puedo estar donde esté, pero no estoy fuera del compromiso.

¿No es difícil estando lejos de los focos políticos?

No, para nada. Es que los focos políticos no están en ningún sitio. Yo hago política desde el momento en que bajo a la calle y compro el pan. Hago política desde el momento en que cojo el teléfono para hacer una entrevista contigo. Porque la política es la base que nos robaron en 1936. Franco lo despolitizó todo y la Transición fue una gran mentira que lo despolitizó todo todavía aún más… hasta el 15-M. Desde el 15-M todos los que hacemos política estamos conectados, hermanados, aunque no nos conozcamos ni sepamos nuestros nombres. Eso es una alegría, para celebrarlo.

En “Al cajón: crónica de un mitin” (Stella Maris, 2016) relatas desde el periodismo un mitin de Podemos en Cádiz. ¿Qué balance haces de este partido a fecha de hoy?

Pienso en positivo. Ha sido una organización que se articula desde lo más importante que ha sucedido en España, que es el 15-M. No se articula en los despachos de los poderosos, de los banqueros, sino desde la calle, desde abajo, y por tanto es legítimo frente a la ilegitimidad de un discurso que viene de arriba. Ni es un discurso legítimo el de Felipe González, ni el de Rajoy, ni el de Rivera. Y Podemos para mí es una posibilidad, no una finalidad. Y esa posibilidad está dinamizándose día tras día, con corrientes opuestas dentro de la misma esencia. Y eso es bueno. Para que haya una dialéctica, se dinamice y no muera.

Pablo Iglesias es admirador tuyo.

Y yo de él, mucho. Es para mí como el hermano pequeño del que siempre aprendes algo. Me parece la figura política más importante que ha surgido en España desde la Guerra Civil. Entonces los hubo buenos, como Juan García Oliver, Joanet, ministro anarquista. Pero después no ha habido figuras seculares, hasta Pablo Iglesias. Tampoco es que lo haya tenido muy difícil.

¿Cómo es Pablo Iglesias?

Es un tipo muy cercano. Un luchador. Un buen chaval. Una persona muy sincera a la que da gusto escuchar. Yo cuando oigo hablar a Pablo me quedo asombrado, porque me pilla en renuncios de libros de los que jamás había oído hablar. “El príncipe” de Maquiavelo anotado por Napoleón y cosas así. Es un tipo con muchísimas lecturas encima. En general, admiro a la gente joven que ha salido del 15-M. Es una generación de la que aprendo. De los que vienen delante, no. De esos aprendo cómo no ser.

Alguna vez te has referido a la “generación cobarde”.

Es que no tiene otra definición. Estoy hablando de la literatura. Los que hay ahora, todos estos de los Alfaguaras, todos los autores apoyados por los grupos empresariales del régimen del 78, esos caen. Se olvidan. Están cayendo ya. De aquí a unos años van a quedar como para los de mi generación quedó Vizcaíno Casas: un tipo muy rancio que escribía cosas de Franco… Bueno, pues estos igual. Porque estos escritores del régimen del 78 cada vez que escriben o salen en Twitter es para perder lectores. Están echándose carreras entre ellos para ver quién pierde más lectores al día. Así que es una generación poco generosa, es una generación cobarde, que le limpia el sable al antiguo rey Juan Carlos cada vez que puede. Las felaciones de los escritores del régimen del 78 al rey Juan Carlos cuando abdicó son para ir a las hemerotecas y ver.

Hace unos días Arturo Pérez-Reverte fue galardonado en los Premios Rey de España de Periodismo.

Por respeto a los muertos, no voy a contestarte a esa pregunta.

Empezaste a utilizar el formato blog cuando apenas se conocía. También fuiste de los primeros en abandonarlo justo antes de que empezase a decaer.

Es que estaba muy bien porque te dabas a conocer. Cuando entré en Internet con La Trinchera Cósmica, conocí a mucha gente con la cual mantengo hoy una relación de amistad. Para mí son los primeros, mi gente de La Trinchera Cósmica. A todos los conocí en persona, los que participaban en los comentarios. Y son gente muy joven. Lo que sucede es que era algo muy doméstico, hasta que dejó de serlo: Hay un momento en que en algo tan libre se establece un sistema policial. Cambia el formato y empiezan a pedirme filtros en los comentarios. Y yo estoy en contra de eso. Cada uno que comente lo que quiera. A mí me da lo mismo. Le tengo demasiado respeto al dolor para que me duela un mal comentario. La Trinchera Cósmica era la llama feroz de lo espontáneo. Ese primer golpe ante un hecho, lo primero que se te pasa por la cabeza, sin madurarlo mucho. La espontaneidad frente a la autoridad. Me parecía mágico. Pero cuando entra la autoridad en juego, yo ya me retiro, porque no me gusta ser policía. Para mí es el trabajo más desagradable del mundo.

Precisamente, ahora una estudiante de 21 años se enfrenta a dos años y medio de prisión por publicar bromas de Carrero Blanco en Twitter.

Sí, y a un chico que hace rap lo han condenado. ¿Por qué? Porque, con Internet y demás, los que siempre hemos sido opinados ahora somos opinadores. Y el que era opinador se convierte en opinado. Entonces el privilegiado, las clases dominantes que siempre han tenido el monopolio de la información, se ponen muy nerviosos, porque ya pueden ser marcados por los que siempre han sido sus víctimas. Entonces hay condenas, la autoridad se pone a perseguir a la gente… Claro: La opinión, cuando viene de abajo, es una fuerza peligrosa.

¿Y qué te parecen las frecuentes lapidaciones que se montan en Twitter?

Siempre que sea un poderoso me parece legítimo. Porque el discurso legítimo es el que parte de abajo. Entonces, si la gente se pone de acuerdo en atacar con un hashtag de esos a un poderoso, lo aplaudo. Luego ya está el que sea efectivo o no. Si el día de mañana se pone un hashtag contra Montero Glez, yo ya te digo que le tengo demasiado respeto al dolor para que esas cosas me duelan. Me parece una infantilidad. Pero me parece legítimo que el pueblo desde abajo señale y denuncie el discurso de Esperanza Aguirre cuando dice que la gente use gas en lugar de luz. A partir de ese discurso desvergonzado hacia el pueblo, se le pueden decir todas las burradas que sean, porque es legítimo. ¿Qué justificación es esa al sacacuartos de la luz, cuando la luz es un derecho?

Hace años ya alertabas contra el lenguaje políticamente correcto. ¿Se ha convertido en una dictadura?

Lo importante es que el discurso venga de abajo. Si es así, da igual que sea políticamente correcto que no. Pero si viene de arriba, por muy políticamente incorrecto que sea, como pasa con Donald Trump, es ilegítimo. Me explico: Si un violador le dice a la víctima: “Hija de puta, te estoy violando”, es políticamente incorrecto, pero no es legítimo. En cambio, si la víctima le llama “hijo de puta” al violador, es legítimo, y es políticamente incorrecto igual.

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