Rosa Ribas: “En el momento en que te autocensuras para no ofender, te han pillado, te has echado a perder”
Rosa Ribas se aleja de nuevo de la novela negra en La luna en las minas (Siruela), libro que relata la aventura de Joaquín, un hombre lobo del Maestrazgo que, aprovechando la masiva emigración española a Alemania en los años sesenta, busca trabajo en una mina germana para huir de su maldición. La autora, afincada en Alemania desde 1991, ha volcado en su personaje mucho de sí. Lo cuenta en esta entrevista, mantenida tras la presentación de su libro en la librería Colette (C/ Cánovas del Castillo, 17, Murcia). Rosa Ribas se expresa con suavidad, pero dejando cargas de profundidad en cada respuesta.
La emigración de los años sesenta y hombres lobo… Una curiosa combinación.
Hacía tiempo que quería escribir sobre la emigración. En novelas anteriores había tocado el tema, pero tangencialmente. No quería hacer una novela realista al uso, del típico emigrante que se va a Alemania. Eso está muy visto. Entonces surgió el tema de los hombres lobo, que me interesa mucho y que conecta con algo en lo que quería ahondar, que es la bestialización del extranjero. Cómo lo convertimos en animal cuando hablamos despectivamente de él, le negamos la cultura, la lengua, la civilización. Ambas ideas se juntaron y así fue como surgió el personaje de Joaquín, que se marcha a la minas de carbón de Alemania para huir de la maldición que sufre y que lo empuja a matar.
¿Qué te interesa en el hombre lobo?
Siempre me ha parecido el más interesante de los monstruos, porque en el fondo es el ser humano: Esa parte animal que llevamos todos junto a la parte racional, civilizada. El miedo al hombre lobo es el miedo a la bestia que hay en nosotros, que está ahí siempre y que espera el momento de salir. Es también la figura más dramática, porque sufre al no ser dueña de sus actos, al matar siguiendo su naturaleza, que es cazar para alimentarse. El cine suele abordarlo de manera truculenta, con transformaciones espectaculares. A mí me interesaba más la parte moral.
“La luna en las minas” es también una historia de supervivencia: La lucha de Joaquín por tener algo en apariencia fácil: una vida normal.
Y el descubrir que nunca la va a tener. Pero descubre también que hay cosas por las que merece la pena vivir, como la amistad, ese compañerismo tan intenso que se da entre mineros. Entrevisté a un minero español en Alemania y me contó que en ningún lugar se crea una amistad como la que surge entre ellos porque, si sucede algo allí abajo, eres tú quien va a salvar a tu compañero y él quien te va a salvar a ti.
En la novela es importante también la figura de la abuela, quien le aporta la educación y la humanidad, a veces a golpes, para alejarlo de la bestia. ¿Hay en esto la idea de que el amor y la cultura son la única manera de dominar a la bestia que llevamos todos dentro?
Sí, el amor, la amistad, el libre albedrío… son las cosas que preservan nuestra humanidad. La bestia está ahí, todos somos capaces de lo peor. Hemos visto a gente normal, que no eran monstruos ni enfermos mentales, cometer los más horribles actos. Sin embargo, podían no haberlo hecho. Siempre tenemos la opción de no hacerlo.
¿Con qué aspectos de tu hombre lobo te identificas?
Con la vivencia de ser extranjera, de vivir en un entorno que no es el tuyo, esa sensación de extrañeza, de estar fuera de lugar, sobre todo al principio, cuando llegas a un nuevo país. Es como jugar a un juego cuyas instrucciones no te han explicado. Eso me ha ayudado a crear al personaje de Joaquín, pero también viejas experiencias de rechazo en la infancia: Yo llevaba unas gafas enormes y había gente que se metía conmigo. Este rechazo tan cruel de los niños lo transmites a tus personajes. Siempre, en tus personajes, estás hablando de ti más de lo que crees.
Empezaste a publicar a los 43 años. ¿Por qué tan tarde?
Porque no me atrevía. Que quería ser escritora lo sabía desde siempre, pero tenía también mucho miedo al rechazo, a descubrir que lo que creía mi vocación no fuese en realidad lo mío. Hasta que llegué a un punto en que dije: “Ya está bien, no puedo esperar toda mi vida”. A cierta edad tienes una personalidad más asentada, más firme para afrontar las críticas negativas, los rechazos. El primero que me llevé, siendo muy joven, fue tremendo, pero ahora lo agradezco. Tiendes a creer que un rechazo a tu novela es un rechazo a tu persona. Con los años aprendes que no es así.
Luego en cambio has sido muy prolífica: Doce novelas en apenas una década.
No sé hacer nada a medias (ríe). Pensé que, si escribir era lo que siempre había querido, debía poner todas mis fuerzas en ello. En 2008 abandoné la universidad. Lo tiré por todo por la borda: el trabajo de licenciarme, doctorarme, sacar la plaza… Adiós. De ese momento en adelante, sólo escribir. Había demasiadas cosas que quería contar.
Has hecho sobre todo novela negra, pero últimamente te has acercado a temas fantásticos. ¿Te quieres diversificar?
Sí, de hecho las últimas novelas se han ido ya por otro lado, desde “Miss Fifty” (2015). Ese fue un libro muy especial. Lo escribí a raíz de una amiga que enfermó de cáncer y me fascinó cómo llevaba su enfermedad. En una conversación que tuve en el hospital con ella salió el tema de que las superheroínas del cine son todas jovencitas y guapas. Entonces ella, con su pijama a cuadritos, hizo la pose de Superman y dijo: “Necesitamos una heroína cincuentona, se podría llamar Miss Fifty”… Salí del hospital pensando: “Tengo un encargo”. Y escribí la historia de ese personaje, que era como ella: con su pijama, el pelo corto… y que, durante una sesión de radioterapia, le da un rayo raro y descubre que tiene superpoderes. Era cómico, pero a la vez muy dramático. Lo publicamos por entregas en Internet, y eso era muy bonito porque hubo una respuesta inmediata de mucha gente que estaba pasando por esa situación. Una vez alguien nos acusó en el foro de hacer bromas con algo tan serio, y una mujer que estaba en tratamiento le respondió que había que bromear “porque cuando dejamos de reírnos empezamos a morirnos”.
Es que parece que de un tiempo a esta parte se ha perdido el sentido de la ligereza, del humor.
Hay una hipersensibilidad causada no sé muy bien por qué… Me gustaría poder ver la razón. Lo peor es que empezamos a autocensurarnos. En la literatura para niños ya no se pueden tocar según que temas. Nos estamos volviendo un poco idiotas. En la infancia los libros nos exponen a las cosas que nos asustan, por eso los leemos. Los libros que leí de niña dejaban imágenes perturbadoras, pero, por eso mismo, te ayudan a lidiar con los conflictos, miedos y problemas que vienen con la vida. Ahora, en cambio, vamos como con algodoncitos.
¿Esa autocensura se puede extender a toda la literatura?
Podría pasar y sería horroroso. Hay que trabajar a la contra. Los escritores estamos precisamente para eso. En el momento en que te autocensuras para no ofender te han pillado, te has echado a perder. Hemos pasado de ser unos bestias a ser unos reprimidos. Debemos ser sensibles, aceptar a la gente diferente, pero eso no significa reprimirnos, porque siempre habrá alguien a quien ofendamos. La literatura debe tener ese punto de provocación. Si no, no estamos haciendo nada.