Estoy durmiendo mal estos días porque hay obras debajo de mi casa. Cada mañana, desde las siete, escucho ese trrrrrrrr aniquilador de tímpanos de un taladro y el clataclack de un mazo haciendo añicos azulejos, losas y todo lo que pilla por delante. Desde el bar, los días que bajo a desayunar, veo a los peones currar y mover y desembalar cajas y palés de un lado a otro.
Después del desayuno -tostadas y un cortao, no soy muy original- me preparo cigarrillo y camino un rato por detrás de casa. En esos ratos me gusta escuchar lo del Cruzzi o Saske o alguna cosa vieja, tipo Hell on Earth de Mobb Deep o algún disco de Dropkick Murphys y confabulo con mi sombra lo que voy a hacer el resto del día. Tengo una vida demasiado reflexiva. Ayer, en el clímax de mi rutina, me senté a rematar un Winston en la acera del portal. Hay una familia de gatos muy majos a los que una vecina les pone pienso y agua en unos tarritos que siempre se me acercan y me dan unos puntitos de serotonina.
Fui albañil un tiempo, en la pandemia, y en obras que abarcan un local entero suelen trabajar distintas cuadrillas; los electricistas son de una empresa, los del suelo de otra y el pintor es autónomo, y cosas así. Hay un argentino y un marroquí que desayunan a las nueve y pico todos los días y siempre andan discutiendo de esto o de aquello. “La concha de tu madre, Mohammed” le escucho decir de vez en cuando, lo cual me provoca muchísima risa y me hace pensar en lo guay que es que dos chavales nacidos a cinco mil kilómetros de distancia estén desayunando debajo de mi casa.
Me gusta escribir en un bar porque estoy cómodo y no tengo que levantarme a por una cerveza porque me cuesta trabajo escribir y cuando lo hago suelo hacerlo del tirón sin desconcentrarme demasiado. Una parte de mi se siente un beatnik -traducido a los tiempos que corren: un intelectual con greñas, un Cristo, que diría Kerouac-, aunque no sea más que un veinteañero tardío con pretensiones de llevarse un Julio Camba algún día y una miopía que tira para atrás.
El otro jueves hice tres entrevistas, como si fuese un técnico de selección de personal. Al acabar, al mediodía, necesitaba un café y me di el lujo de ir a un Starwars, o como se escriba, porque como os digo había hecho tres entrevistas y eso significa ganar dinero en un plazo que va de sesenta a noventa días -cabrones-. Esquina de Gran Vía con Fernández Ardavín. Mientras pedía, vi a un tipo, gordo y barbudo de pelo largo, con una chaqueta militar de manga larga -de las que abrigan un montón- sin camiseta debajo, la panza al aire y unos pantalones piratas de cuadros que le llegaban hasta los tobillos. Tenía cara de regentar una tienda de vinilos de segunda mano en Seattle. También había mogollón de chavalitos de la privada, con sus uniformes de polos azules y pantalón negro y sus portátiles en ristre tomando un ristretto -no pienso pedir perdón por el juego de palabras-.
Hace unos años, cuando lo que estaba de moda era decirle “cuñao” a la peña y la nueva palabra de nuestras vidas -yo lo llamo el wortgeist, pero soy un friki- era hipster, o postureo, uno asociaba Starwars a ese tipo de gente: barbudos presuntuosos salidos del logo de una marca de ceras para el bigote y tías chulísimas veganas que por fin podían pedir leche de avena sin sentirse juzgadas. Fueron los tiempos en los que esta y otras franquicias yankis cayeron en la España provinciana y todo cambió para siempre. La consumación del capitalismo es, supongo, que Uber y Amazon repartan en pueblos de la Serranía de Cuenca mientras piden a grito pelao acabar con el servicio de Correos.
Los parroquianos de Starwars son los que pueden permitirse pagar cuatro pavos por un café americano en vaso de litro. Yo estoy acostumbrado a que Antonio me dé de desayunar por 2,50 y a veces hasta me invita. También hay parejas de ancianos que dan un aire ciberpunk al sitio. Casi todo en la cafetería parece atrezzo. Me subió un poco el ego que la camarera escribiese mi nombre junto a un corazón en el vaso. Duró poco la alegría, porque el mismo corazón estaba rotulado en todos los vasos que servía, así que, o aquella muchacha era una cualquiera o era su forma de canalizar las ganas de escupir en cada expresso que servía. Majísima, en cualquier caso.
Ese microverso de Apple, la Embajada de Palo Alto de cada barrio, representa una diversidad cultural forzada basada en postulados asumidos y tragados sin masticar de los Estados Unidos y en ese bronceado forzoso, casi obligatorio de la época del año, de las pijas que se aburren en La Torre de la Horadada o Mil Palmeras que echan un viajecito en BMW a pasearse por El Corte Inglés una tarde flamígera de julio. Los hombres, generalmente sus maridos, parecen salidos de una valla publicitaria de puntos de amarre para yates, y tienen todos pinta de poner cámaras en casa para vigilar que la filipina no se lleve las monedas del cestito de las llaves. Pensé en las dieciséis nacionalidades de mi barrio y en la cafetera de Antonio y clavé la mirada en el portátil.
Echaba en falta a Mohammed y a ese cabrón del taladro argentino. No tendrán la nacionalidad, pero de desayunar entienden, y eso para mí es mucho más importante.
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