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Mauthausen: la incesante lucha contra el olvido de abuelo a nieta

Mauthausen: la incesante lucha contra el olvido de abuelo a nieta

Judith Miralles

Mi abuelo murió un 18 de octubre de 2010. Mi último recuerdo de él se sitúa en el hospital. Cuando me quedé sola con él y me acerqué sólo farfullaba palabras en alemán. Con cada palabra se encogía más y su rostro mostraba muecas de dolor. Le pregunté qué le ocurría y sólo alcanzó a decirme: un SS. El alzheimer que presentó la última etapa de su vida le había devuelto al campo, concretamente al momento en que un SS le castigaba con veinticinco vergajazos. Y yo le había hecho perder la cuenta. Los golpes volvían a empezar. Me quedé helada contemplándole hasta que paró y su mente volvió a la habitación del hospital.

Recientemente he tenido conocimiento de la moción aprobada hace un año, gracias al tesón del historiador Víctor Peñalver, para homenajear a los 85 deportados murcianos que, tras sufrir la Guerra civil española, acabaron en las garras de Hitler. Entre esos 85 nombres se encuentran los de mi abuelo, José Egea Pujante, y su padre, José Egea García, ambos naturales de Aljucer (Murcia).

La historia de mi abuelo se remonta al 27 de enero de 1921, permaneciendo en Murcia hasta 1924, cuando sus padres, José Egea García y Josefa Pujante Sánchez, decidieron emigrar a Sitges. Si bien la localidad barcelonesa se convirtió en su lugar de adopción y donde conservaba los más tiernos recuerdos de su infancia junto a su padre, él siempre se consideró murciano.

Tenía quince años cuando se alistó en el Ejército republicano e incluso quería ser piloto, petición a la que su padre no cedió. Tras luchar durante la Guerra civil junto a su padre, el 25 de enero de 1939 abandonó Barcelona con las tanquetas franquistas pisándoles los talones. Mi abuelo y otros camaradas llegaron hasta la Junquera, donde fueron obligados por los gendarmes franceses a abandonar las armas y fueron confinados, el 12 de febrero de 1939, en una playa rodeada de alambradas en Argèles-sur-Mer. Fue allí donde, gracias a su compañero José Torres, descubrió que su padre se encontraba en el mismo lugar, reencontrándose con él y con dos compañeros más, Carlos Fransó y Tomás Iglesias. Allí permanecieron unos meses en condiciones insalubres, arrastrándose sobre la arena cuando querían desplazarse de un sitio a otro e, incluso, durmiendo al raso hasta que los mismos presos construyeron barracas para guarecerse.

En mayo de 1939 las autoridades francesas anunciaron la posibilidad de alistarse en el Ejército francés para poder obtener, tras un tiempo mínimo, la nacionalidad francesa. Así, mi abuelo, su padre, Carlos Fransó y Tomás Iglesias se alistaron en la 11ª Compañía de Trabajadores Extranjera (CTE), compuesta por 250 republicanos.

El 3 de mayo de 1939 se embarcaron en un ferrocarril hasta La Condamine, en los Altos Alpes, donde trabajaron construyendo puentes y carreteras. A su paso por el pequeño pueblo las contraventanas se cerraban, incluso el cura del pueblo anunciaba la llegada de los rojos españoles. Pasados unos meses fueron trasladados a Novéant-sur-Moselle (Alsacia Lorena) para trabajar en el refuerzo de la Línea Maginot junto con el XL Regimiento de Ingenieros. A los pocos días de la retirada de los primeros soldados belgas desde Las Ardenas. Días mas tarde se trasladaron a Épinal, donde sufrieron el primer bombardeo de la aviación alemana. Continuaron su marcha a pie hasta Belfort, que se encontraba ya bajo el yugo nazi. Fue la primera vez que burlaron al III Reich escondiéndose en una pradera mientras veían la columna de personas que se dirigía hacia los campos de concentración nazis. Mi abuelo volvió a reencontrarse con dos compañeros, Antonio Sospedra Herrera y Mariano, no constando de este último los apellidos. Ya había perdido el rastro de su padre.

Mi abuelo, Antonio y Mariano continuaron su viaje hasta Montpellier, donde encontraron a Jesús Solís, un asturiano dinamitero, y decidieron retomar el camino hacia Suiza. En su camino, divisando la frontera suiza en el horizonte, se toparon con un control de la Gestapo en el que fueron detenidos y conducidos al frontstalag 140 en Belfort, donde le dijeron que su padre había estado allí y seguía vivo. Fue una inmensa alegría para mi abuelo, pues pensaba que jamás volvería a ver a su padre.

Tras unos días de confinamiento los hicieron formar en otra columna que les conduciría a los campos de concentración. Sin embargo, mi abuelo, Antonio y Mariano se escondieron tras unos pastos altos hasta que la columna de personas se perdió de vista. Habían burlado por segunda vez a la bestia nazi. Días más tarde, volvieron a ser capturados por la Wehrmacht y trasladados nuevamente a Belfort, donde al fin mi abuelo se reencontró con su padre. Allí formaron un kommando de trabajo destinado a San Hipólito para recuperar material de guerra francés hasta el 6 de enero de 1941, día en que fueron trasladados de vuelta a Belfort. El 20 de enero les hicieron subir a vagones de carga marcados con la inscripción “8 caballos, 40 hombres”con destino el Stalag XI-B de Fallingbostel (Alemania). Tras un trayecto de dos días hacinados en los vagones, les hicieron bajar del tren para, al día siguiente, ser obligados a subir de nuevo, permaneciendo en esta ocasión cuatro días y tres noches. Para muchos, ese fue el último viaje. La inmensa mayoría de deportados coinciden en describirlo como sardinas en lata, si se sentaban resultaba muy difícil ponerse de pie. Sin comida, sin agua, con un cubo para todo el vagón para hacer sus necesidades. El hedor era insoportable, a orín, a hacinamiento, a muerte en sí.

El 27 de enero de 1941 las puertas del vagón se abrieron. Todavía era de noche, había medio metro de nieve y fueron obligados a salir del vagón en estampida, a golpes de culata, patadas, palos, gritos de “raus, raus”. Los SS les hicieron formar en fila de a cinco y hasta una hora después no se pusieron en marcha por el bosque entre ladridos de perros, sintiendo el quejido de la nieve bajo sus pies. Al romper el alba llegaron a la cumbre y entre los focos se erigía una inmensa muralla gris. Ese día mi abuelo cumplía 20 años. Su padre le cogió la mano y le dijo: “José, este es el último viaje que hacemos juntos”. Ante ellos se abría el único campo de categoría III del universo concentracionario nazi: Mauthausen.

A su llegada fueron advertidos por el mensaje que rezaba al lado del inmenso portalón, bajo el águila nazi: Vosotros que entráis, dejad aquí toda esperanza. De Mauthausen sólo se salía por el crematorio, convertido en humo.

A mi abuelo le asignaron el número 5894. Ya no sería José, sino KL 5894. Su padre sería KL 6315.

El primer trabajo de mi abuelo fue en la cantera de Wiener Graben, con sus 186 peldaños. Se dice que cada piedra de la cantera de Mauthausen lleva la sangre de un español. Como decía mi abuelo, en invierno, sobre la nieve, Mauthausen era un campo de amapolas. La muerte se cernía día y noche sobre ellos. El olor a carne quemada era el olor de sus días.

El 8 de abril de 1941 su padre fue trasladado a Gusen, subcampo de Mautahusen que hacía las veces de tumba para todo aquél que era destinado allí, pues significaba que ya no servía para trabajar, agilizando así el proceso de exterminación, aliviando la carga de los hornos crematorios de Mautahusen, los cuales no daban abasto. Oficialmente, mi bisabuelo murió el 27 de septiembre de 1941 en Gusen. Hace relativamente pocos años tuvimos constancia de que mi bisabuelo había sido una víctima del programa de Hitler denominado Aktion T4, llevado a cabo en el Castillo de Hartheim. Mi bisabuelo fue asesinado por los nazis el 15 de agosto de 1941.

Tras trabajar en Mauthausen, mi abuelo fue trasladado al kommando Steyr, una fábrica de material de guerra y, en los primeros días de abril de 1945 lo enviaron a Gusen, su sentencia de muerte. Con la bestia nazi agonizando en sus últimos días, los SS pretendieron volar los túneles en Gusen con los presos dentro, sin éxito. Afortunadamente, el 5 de mayo de 1945 la 11ª División acorazada de los EEUU, la Thunderbolt, entró en Mauthausen y en Gusen, liberando así al contingente de presos.

Mauthausen había sido considerado el campo de los españoles, no por su superioridad numérica, sino por la estupefacción que causaba a nazis la organización política que desarrollaron los españoles en el campo. Ni siquiera ostentaban el triángulo rojo de los presos políticos como llevaban, por ejemplo, los franceses. Ellos lucían un triángulo azul, el de los apátridas, con la S de Spanier. Estos hombres, que tanto habían luchado por la libertad y la democracia, no tenían país al que volver. Si bien muchos permanecieron en Francia el resto de sus días, mi abuelo decidió volver a España en 1948 de manera clandestina.

Desde enero de 1941 hasta mayo de 1945 los nazis intentaron convertirle en KL 5894. No lo consiguieron, él siguió siendo José. Su máxima desde que tengo uso de razón fue transmitir los valores por los que había luchado y por los que muchos, entre ellos su padre, se desvanecieron en la noche y en la niebla. Fueron caminos difíciles para los republicanos españoles, y todavía no han obtenido un reconocimiento por las instituciones españolas. El tiempo ha jugado sus cartas y muchos, como mi abuelo, no se encuentran ya entre nosotros. Nunca es tarde para homenajear a estos hombres que lucharon contra el fascismo y el nazismo hasta el fin de sus días y enarbolaron la libertad como bandera. Dicho lo cual, en Mauthausen destaca la ausencia de la bandera española ante la negativa de las propias instituciones, ondeando en su lugar la republicana. Tras muchos años de lucha, el momento, al menos para los murcianos, ha llegado. Sin embargo, mientras nuestro país siga volviendo la espalda a los deportados españoles, los hornos crematorios humearán eternamente.

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