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El ángulo doméstico

Bandera casera

Elena Cabrera

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Una visita al pequeño supermercado del barrio trae malas noticias. La ausencia prolongada del carnicero se debía al coronavirus, el cual ha contagiado también a su familia y a su compañero tras el mostrador, el charcutero que me recomendó una pata de jamón y un buen vino para la cuarentena. Por desgracia, al charcutero le ha pillado fuerte y está en el hospital. Por ahora, el resto de empleados están bien, aunque se escuchan algunas toses al fondo. Siendo más cómodo ir a un lugar más grande, me tira más hacer la compra en esta tienda, a la que llamar supermercado le hace, quizá, sonrojarse. “Supermercadito” le encajaría mejor. Me ha gustado leer en este artículo de Analía Plaza que no soy la única: estamos comprando más en los súpers regionales que en las grandes cadenas.

Para los que han vuelto al trabajo y para los que nunca lo han abandonado, mi mayor preocupación es comprobar con qué medidas de protección personal lo están haciendo. No todos en el supermercadito llevaban mascarilla, pero sí todos usaban guantes. La obra que hay enfrente de mi casa se ha reanudado, tras un lunes de desconcierto en el que, quizá, ni ellos mismos sabían sí podían o no acudir. Hoy, en cambio, nos han dado mucho qué mirar. Eleonor y yo hemos vuelto a nuestro puesto habitual de vigilancia y nos hemos llamado mutuamente cuando sucedía algo nuevo: una maquinaria extraña era introducida en la finca, una grúa traía un nuevo contenedor, una conversación entre técnicos, aunque parecía que se producía en susurros, llenaba toda la calle. La grúa dejó el enorme cajetón de hierro para los escombros demasiado lejos de la acera, por lo que un capataz llamó a cuatro obreros más y, juntos, lo levantaron a pulso. Eso me permitió fijarme en que su equipo de protección personal era inexistente: ni guantes, ni mascarilla y una distancia interpersonal más cercana a la del tango que a la del twist. No sé qué hacer cuando veo esto. No quiero ser la policía de riesgos laborales del balcón, pero me quedo preocupada.

Cuando las personas que tengo cerca me explican de primera mano cómo se siente el coronavirus en el cuerpo, más que preocuparme, me aterro. Me siento como una refugiada. No puedo evitar pensar que todas estas tonterías que nos pasan en casa, o mejor dicho, todo aquello con lo que llenamos el hueco de las cosas que no nos pasan, están fuera de lugar. Cuando recordemos cómo fueron estas semanas terribles, muchos tendrán historias de las trincheras, pero la gran mayoría guardarán memorias de la retaguardia. Como este diario. Y cuando le pongo humor o le saco punta, sobre todo cuando observo los días a través de la mirada de mi hija, pienso si alguien se sentirá herido. Pero el pasado lunes, quizá como muchos de vosotros y vosotras, estuve viendo a mi director, Ignacio Escolar, conversar con Andreu Buenafuente. El humorista reflexionó sobre esto mismo y dijo que, si quizá no era el momento de abordar lo que nos está pasando con comedia, al menos sí con “el ángulo doméstico”. Podríamos haber llamado así a este diario pero, el primer día, la verdad, no me lo pensé mucho, no tenía la perspectiva que tengo hoy y contar lo que sucedía de puertas para adentro se me hacía tan imprescindible como abrir las ventanas cada día para ventilar.

Mientras espero noticias del Servicio Público de Empleo Estatal sobre mi subsidio por desempleo (de mi otro trabajo que no es escribir este diario, lo cuento para los que se lían), que creo entender que no llegará hasta mayo, me pregunto si deberíamos ya inventar cómo se conjuga el verbo “ertear”: “me han erteado ayer”, “¿os han erteado ya?, a mí todavía no”, “estoy supererteadísima”, etcétera. Hoy ha hecho frío, en algunos lugares ha caído una fuerte granizada, y he encendido la calefacción como con miedo de estar gastando por encima de mis posibilidades.

Para preocuparse menos, lo mejor es el trabajo manual: desinfectar la casa, tender la ropa y hacer pretecnología, como lo llamábamos en la EGB; sin saber que nunca llegaríamos a la tecnología en nuestros planes de estudios del siglo pasado. Para celebrar el 14 de abril, Día de la República, le he pedido a Eleonor sus ceras y, mientras hacía sus deberes, me senté a su lado para colorear tres folios con rojo, amarillo y morado. Después, los pegamos con celo a los barrotes del balcón y no ha habido lluvia o granizo que pudiera con ellos. Mi hija me preguntó porqué hacía eso y qué significaba que hubiera morado en lugar de rojo. Le dije que no lo sabía, pero le expliqué lo que era la República y por qué ya no la tenemos. Ella me dijo, sin abandonar el acento mexicano que le caracteriza en estos últimos tiempos de adicción a Youtube, que obviamente lo del morado estaba claro: era por las mujeres. Casi me la como. Le contesté que quizá tenía razón, enumerándole las cosas que las mujeres podían hacer en la República pero tuvieron prohibido durante los cuarenta años posteriores. Me miró como si me lo estuviera inventando todo. Tras quedarse un rato en silencio, me dijo: “qué suerte tuvo tu abuelo, que murió en la guerra y no tuvo que aguantar a Franco”. A veces, los niños de 8 años te sueltan estas cosas. Me dediqué otro rato de silencio y le pregunté, para hacerla pensar: “¿qué es mejor, morir en libertad o vivir muchos años en dictadura?”.

No supo qué responderme, así que volvió alegremente a su cuaderno de matemáticas, con esa liviandad que dejan los niños en el aire, como si nada fuera tan importante. Un rato más tarde, un largo rato más tarde, cuando yo ya había acabado de colorear mi bandera casera y me disponía a hacer la comida, añadió: “¡al menos no murió de coronavirus!”.

Somos 172.541 casos de COVID-19 confirmados en España. 933.519, en Europa. 1.776.867, en el mundo.

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