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'Fast-forward' al verano

Diario del coronavirus

Elena Cabrera

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¿Quién le niega un entretenimiento a una niña que lleva 41 días sin pisar la calle? La he dejado hacer volteretas en cualquier parte de la casa (lo cual incluye mi cuerpo acurrucado en el sofá a las nueve de la noche mientras vemos una película). Ha hecho pompas de jabón en el parqué (yo corriendo detrás con la fregona). Ha montado una ciudad de playmobil en una mesa auxiliar que teníamos plegada para que no estorbase (Eleonor ha prohibido los desahucios, las figuras tienen que quedarse donde están y esa mesa abierta me impide abrir la puerta de un armario). Disfrutando de la novedad, se cambia de ropa dos y a veces hasta tres veces al día (qué puedo decir, se le da genial conjuntarse).

Contra tanto libertinaje infantil, lo único que le pido es que, por favor, cuando esté en el ordenador escribiendo mis artículos, que no venga a hablarme, a preguntarme o a enseñarme cosas. ¿Cumple su parte del trato? Por supuesto que no, pero he de admitir que está refinando sus técnicas de interrupción. La de hoy ha sido tan ingeniosa que os he grabado un video para compartirlo. Se trata de una tecnología a medio camino entre la piedra con mensaje arrojada a la ventana y el email.

Si tuviera que evaluarla en la asignatura “Mamá, Hazme Caso”, le pondría un sobresaliente. El día anterior sufrí mucho intentando enseñarle las fracciones y ahora me trae un post-it que dice “no entiendo los decimales”. Con el tema de las fracciones, afortunadamente para mi poca destreza pedagógica, ella es muy de querer comer más pizza de la que le toca, así que algo ya había aprendido muchas de esas noches en las que yo le decía: “si somos tres, tocamos a un tercio cada uno”. Y ella: “no, porque a mí me gusta más que a ti, yo me como dos tercios”. Es una dictadora, pero entiende las matemáticas si tienen que ver con la pizza o la tarta. Pero hoy me pedía en su “correo” que le explicara los decimales. Sudor frío. Al final, he terminado escaqueándome y el asunto queda para mañana. Pero no nos desviemos del tema, que el tema de hoy era el cambio textil de temporada. Hace un mes que me pidió sacar la caja de ropa de verano del fondo del armario (literalmente). En una casa como la nuestra, para sacar la de verano hay que guardar la de invierno, ambas tribus no pueden convivir en el mismo territorio, no hay espacio suficiente. Miré por la ventana, consulté el calendario, observé el color del cielo y le dije que no.

Al día siguiente, se repitió la misma situación. Fui inflexible. Al tercer día, me lo vino a pedir mientras yo escribía en el ordenador. Me parece que volví a negarle el capricho, pero quién sabe qué fue lo que realmente le dije. Cuando me levanté, la caja de la ropa de verano yacía en mitad de su habitación, abierta de par en par, y con todos esos colores alegres brotando desordenados desde dentro, como vísceras de un vientre abierto en canal. “¡Eleonor!”, la llamo gritando su nombre, como si fuera un comandante. La soldado Eleonor se reporta en el puesto de mando. Viste camiseta de tirantes y falda de gasa. Respiro hondo, señalo este golpe de estado al invierno que reposa tendido en el suelo de su cuarto. “¿Cómo explicas esto?”, le digo, en tono autoritario. Era una pregunta retórica, pero se lanzó a darme contestación: “cuando te pregunté qué día empezaba la primavera, me dijiste que el 21 de marzo”. Maldición, he vuelto a caer en una de sus trampas. Acorralada, contesté: “¡no en esta casa!”.

Desde entonces, los vestidos playeros, las camisetas de ombligo, las minifaldas, los monos de tirantes, los minishorts y las chanclas forman parte de sus diversos modelitos diarios, como si estuviéramos en verano. O mejor, como si acabara de subir de una piscina inexistente, como si en su cabeza se preparara para bajar a una playa (a cientos de kilómetros de aquí), como si estuviera a punto de pedirme un euro para un helado. Tengo la sospecha de que ella, con más visión que nosotros, ya ha aceptado que no va a salir de casa hasta junio y, directamente, ha apretado el botón de fast-forward. Cuando llegue el día, estará más preparada que nadie.

Me dicen otras madres del colegio que este asunto está llegando ahora a sus hogares. “Aunque hace ya temperatura para hacer el cambio, hasta que no nos han dado fecha para sacar a los niños no nos hemos decidido”, me dice la madre de G. “Aquí, al menos, necesitábamos un deadline”. No sé, yo miro por la ventana, consulto el calendario y la temperatura exterior y sigo viendo entre 9 y 12 grados de temperatura. En mi friolera opinión, esto no justifica guardar la ropa de invierno. El día que permití que sacara la caja de verano sin guardar antes la de invierno, provoqué una batalla campal entre la lana gris y al algodón rosa que se libra cada día en una habitación en la que no quiero, perdón, en la que no puedo entrar. No quepo.

Me acerco a Eleonor. Está jugando a Minecraft (sí, otra vez). Me ve la cara de “otra vez” y se anticipa: me enseña que es un juego de matemáticas dentro de Minecraft. ¡Doble maldición! Esta niña empieza a conocerme demasiado bien. No son fracciones ni decimales, pero bueno, algo es algo. Le digo: “Eleonor, voy a escribir de tu caja de ropa de verano en mi diario”. Me mira con cara de horror: “¡no quiero ponerme ahora a guardar la ropa de invierno!”. “No, mujer, solo quiero hacer una foto del desastre”. Me dice, “ah, vale”, deja el mando en el suelo y nos abrimos paso por el campo de batalla. “Si acabo pronto de escribir, hacemos el cambio de temporada”, le digo. Ella asiente como quien da la razón a los locos, porque al menos van cinco días que le digo la misma frase; sabe que nunca acabaré de trabajar a tiempo.

El otro día le pregunté qué querrá hacer el domingo 26, el día que por fin pueda salir a la calle para dar un paseo. Para Eleonor, ahora mismo, la pregunta importante no es esa, sino cuál de todos esos sueños de verano con forma de faldas y vestidos se va a poner.

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