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Estado de alarma versus estado de excepción: una polémica estéril

El BOE publica la prórroga del estado de alarma otros quince días

Artemi Rallo Lombarte

Catedrático de Derecho Constitucional y portavoz de la comisión constitucional —

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La declaración del estado de alarma para combatir la pandemia provocada por la COVID-19 mereció en un primer momento críticas aisladas pero, más recientemente, observamos una auténtica ofensiva que cuestiona la legitimidad constitucional del estado de alarma en beneficio de la que se supone que debería ser la forma de emergencia constitucionalmente adecuada: el estado de excepción.

No se ponen en duda las medidas adoptadas por el Gobierno (el confinamiento de la totalidad de la ciudadanía) sino la modalidad de emergencia afirmándose que tales medidas suponen limitaciones a derechos que solo pueden verse suspendidos en un estado de excepción. No se discute la restricción de derechos sino cómo hacerlo de forma constitucional y legalmente adecuadas. El debate planteado no lo es en favor de la preeminencia de los derechos sino en cuál es la forma correcta para restringirlos.

Afirmar que los derechos fundamentales están amenazados por el estado de alarma no es otra cosa que un exabrupto. Nadie puede decir, desde una mínima honestidad intelectual, que los derechos fundamentales susceptibles de suspensión en un estado de excepción ex art. 55.1 CE han sido siquiera afectados por la declaración del estado de alarma: ni las garantías frente a la privación de libertad (art. 17) ni la inviolabilidad del domicilio (18.2) ni el secreto de las comunicaciones (18.3) ni la libertad de expresión, ni el derecho a la información (20) ni el derecho de reunión o de manifestación (21) ni el derecho de huelga (28).

La detenciones policiales observan las garantías constitucionales, los medios de comunicación públicos y privados ejercen plenamente su función y nada impediría ejercer el derecho de reunión, manifestación o de huelga sin otras limitaciones que las propias de su régimen legal ordinario aplicado a las exigencias actuales de distanciamiento personal.

Es cierto que la libertad deambulatoria (libertad de circulación ex art. 19 CE) ha sido totalmente arrumbada por el estado de alarma a pesar de que su suspensión también queda reservada al estado de excepción ex art. 55.1 CE. No existe manifestación más clara de la restricción de la libertad de circulación consagrada por el art. 19 CE que el confinamiento de la totalidad de la población española en sus domicilios.

Es evidente que existe un solapamiento en la LO 1/81 entre la facultad vinculada al estado de alarma para “limitar la circulación de personas” (art. 11) y la reserva de su suspensión en favor del estado de excepción (art. 20). Pero es aún más evidente que el confinamiento domiciliario resulta tan ajeno al estado de excepción (art. 13) como propio del estado de alarma al aplicarse este último a “crisis sanitarias” y “epidemias” (art. 5) que permiten “limitar” o “condicionar” la circulación de personas. Ahora bien, no me cabe duda de que el legislador imaginó esta facultad de forma restringida, humana y/o territorialmente, y nunca pensó que acabaría sirviendo para declarar un confinamiento domiciliario de la totalidad de la ciudadanía.

La declaración del estado de alarma ha respetado desde el minuto uno la literalidad y el espíritu de la LO 1/81 aunque esta norma merezca una futura revisión clarificadora del solapamiento normativo ya advertido.

Si nadie cuestiona el confinamiento total para combatir la pandemia ni, en consecuencia, la restricción de la libertad de circulación de los españoles, ¿qué sentido y alcance jurídico-constitucional tiene reivindicar la declaración del estado de excepción? Ninguno. La legitimación parlamentaria de la declaración o prórroga de un estado de alarma o de excepción resulta hoy idéntica y es el resultado de una explicación pública y de un debate parlamentario.

Afear al Gobierno un ejercicio ilegítimo del estado de alarma no tiene base constitucional alguna. Completar esta imputación con la de falta de calidad democrática y con un intento gubernamental de deteriorar el funcionamiento del Parlamento como institución democrática central tampoco tienen sustento pero revelan la finalidad última que persigue ese reproche inicial: deterioriar políticamente al Gobierno.

Con la mitad de la población mundial recluida en sus domicilios, amenazada en su salud y vida y experimentando una realidad inédita en toda la historia de la humanidad, deberían tenerse más claras las prioridades, evitándose los artificios jurídicos e iniciándo el esfuerzo intelectual necesario para abordar los muchos retos jurídicos y constitucionales (privacidad, tecnología, derechos sociales, estado del bienestar, etc.) que nos planteará la era postCOVID-19.

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