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El pucherazo como arma: Guardiola y la erosión de la confianza electoral

Alberto Núñez Feijóo y María Guardiola, en Don Benito el 4 de diciembre.

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Insinuar fraude sin pruebas puede no encajar hoy en un tipo penal, pero sí deteriora el bien común que hace posible la democracia: la confianza en las reglas del voto

La madrugada del 18 de diciembre de 2025 unos ladrones arrancaron la caja fuerte de una oficina de Correos en Fuente de Cantos (Badajoz). Dentro había dinero en efectivo y también votos por correo ya emitidos. La caja apareció después calcinada, con las papeletas esparcidas, y la Junta Electoral Provincial habilitó un procedimiento para que las 124 personas afectadas pudieran votar de nuevo y no quedaran privadas de su derecho de sufragio a las puertas del 21-D. La Guardia Civil situó desde el inicio la investigación en el terreno de la delincuencia común: el objetivo del robo era el dinero.

Hasta aquí, un suceso grave, sí, pero con un perímetro claro y una respuesta institucional igualmente clara. Lo preocupante llegó cuando una parte de la política decidió reinterpretarlo no como un delito patrimonial, sino como el prólogo de una conspiración electoral. María Guardiola habló de “robo de la democracia” y sostuvo, en plena campaña, la insinuación del “pucherazo” como si el hecho de que existan mecanismos de reparación –y se activen con rapidez– fuera irrelevante frente al rédito de sembrar sospechas.

Que en una campaña se fiscalice el voto por correo y se exija transparencia es legítimo. Que se transforme un robo común en una acusación de fraude sistémico sin prueba alguna, y que se mantenga el relato incluso cuando las autoridades electorales y la investigación policial encauzan el incidente, es otra cosa: es una estrategia de deslegitimación. Basta con instalar una idea simple, emocional y pegajosa –“nos están manipulando el resultado”– para que el resultado, sea cual sea, quede bajo sospecha preventiva. No hace falta convencer a todo el mundo; basta con inocular la duda en los propios y en los indecisos, y con abrir la puerta a una impugnación social del veredicto de las urnas.

Aquí aparece el núcleo de la hipótesis: esto, hoy, no es delito… pero debería preocuparnos como si lo fuera. En España el Derecho penal se activa con razón cuando hay alteración material del proceso electoral: coacciones, falsedades, manipulaciones del recuento, compra de votos. Sin embargo, la difusión política de una imputación falsa de fraude –si no se traduce en una denuncia formal conscientemente falsa, o no encaja en figuras muy concretas– suele quedar fuera del castigo penal y se refugia en la nebulosa de la “batalla política”. El problema es que, cuando el objeto de la mentira no es un adversario sino la limpieza del procedimiento electoral, el bien lesionado no es solo el honor de alguien, sino la confianza colectiva en las reglas del juego.

Mercedes García Arán ha descrito con una frase la pendiente por la que resbala la democracia cuando el debate se degrada hasta buscar la “destrucción del adversario”: esa dinámica termina llevando a una “peligrosa descalificación del sistema democrático” por parte de la ciudadanía. El bulo de “pucherazo” es la versión más dañina de esa lógica, porque no se conforma con disputar políticas o liderazgos: pone en cuestión la fuente misma de legitimidad que permite gobernar y ser oposición.

Ahora bien, pedir un nuevo delito exige prudencia extrema. Tipificar “bulos” en abstracto sería incompatible con un Estado constitucional: abriría la puerta a tipos penales vagos, fácilmente utilizables contra la crítica política y con un efecto desaliento directo sobre la libertad de expresión. La salida, si se explora, solo puede ser estrecha y garantista. No se trataría de castigar opiniones, exageraciones o metáforas, sino la atribución de hechos falsos y verificables sobre el propio proceso electoral, difundidos con conocimiento de su falsedad —o con desprecio temerario por la verdad— por quienes tienen capacidad real de amplificación institucional, precisamente en el tramo temporal en que más frágil es la confianza pública. Y la respuesta, además, no tendría por qué ser la prisión: en democracia, cuando el abuso está ligado al ejercicio de lo público, las sanciones más coherentes suelen ser las que afectan al acceso y al desempeño de cargos, junto con multas proporcionadas, obligaciones de rectificación inmediata y, sobre todo, una cultura institucional de transparencia que desactive el rumor antes de que se convierta en dogma.

Mientras ese debate no exista, seguiremos atrapados en un incentivo perverso: mentir sobre las urnas sale barato. El desmentido llega tarde, circula menos y rara vez repara la corrosión. Por eso el episodio de Fuente de Cantos importa más allá de sus cifras. Importa porque muestra cómo, ante un hecho grave pero acotado, algunos prefieren el atajo de la sospecha total. Y porque recuerda algo elemental: perder forma parte del contrato democrático. Quien siembra “pucherazos” sin pruebas está rompiendo ese contrato, no con un gesto épico, sino con una erosión lenta y rentable.

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