Las adaptaciones
Es extrañísimo, si una se pone a pensarlo, que las historias que pasan de generación en generación para ser leídas, gozadas y adaptadas una y otra vez sean tan a menudo historias de amor. Dirán que el amor no pasa de moda, que es eterno y atemporal: pero no hay casi nada más temporal que el amor. Lo que se entiende por amor en una época y en un lugar no se parece en nada a lo que se entiende por amor en otra. Pero alcanza con algunos códigos, con algunas palabras clave para que podamos superponer nuestras formas de amar en cualquier relato, y de eso se tratan esas historias de amor que terminan llamándose clásicos y volviéndose recipientes para que cada época deposite sus deseos y ansiedades.
Pensaba en esto mirando Persuasión, la ultimísima y ultra criticada adaptación de Jane Austen protagonizada por Dakota Johnson, pero lo suelo pensar también mirando la Orgullo y prejuicio de Keira Knightley que a la gente en general sí le gusta. En el fondo una adaptación quizás sea eso: trasladar una historia a un lenguaje tal que las personas de otra época puedan sentir por ella la agitación y la emoción que las de otro tiempo sintieron por la obra original. Cuando era chica era una lectora obsesiva de Jane Austen y recuerdo que siempre me decepcionaban los finales: las cosas terminan bien, pero Austen hacía un esfuerzo por explicar que la protagonista no se enamoraba del encanto y la ironía (de hecho, en las novelas de Austen siempre hay un falso candidato que es más encantador que el que gana al final, un chanta hermoso y galante que resulta ser, bueno, eso mismo) sino de la integridad del carácter, de la altura moral y la nobleza que se expresaba tanto en las acciones como en el rango (ninguna protagonista, jamás, termina con un pobre). La Elizabeth Bennett de Keira Knightley se enamora, como en las comedias románticas de los 90 y los primeros 2000, del ida y vuelta canchero con su Darcy: empiezan sacándose chispas y terminan prendiéndose fuego. Sería mucho más difícil mostrar que ella se enamora, como subraya Austen en el libro, que lo que a Lizzy la sorprende y la seduce es el modo en que Darcy ayuda a su familia a salvar su honor sin tener por qué hacerlo ni esperar nada a cambio; es bastante difícil que un espectador contemporáneo se entusiasme con algo así. Y sin embargo, puede que lo más rico e intenso de la experiencia de leer a Jane Austen sea eso, no leer una historia de amor como la que a una le gustaría vivir sino transportarse a sentimientos que ya no estamos configuradas para experimentar, acercarse a subjetividades que ya no pueden ser las nuestras y entender cómo esa gente, con esos valores tan distintos, trataba de compartir la vida; habitar el mundo de una heroína que es inteligente y sensible pero no piensa que el honor sea una tontería, que se toma en serio a la virtud y a los títulos nobiliarios y que piensa críticamente sobre el rol de las mujeres en su mundo pero un poco como nosotras debemos de pensar el nuestro, con puntos ciegos que solo entenderán nuestras hijas.
Hay poco de eso en las adaptaciones de Austen de los 90 y los 2000, que en general son intentos de Nora Ephron con enaguas; la de Emma Thompson y Ang Lee de Sensatez y sentimientos es, desde mi humilde posición, la única que hace el esfuerzo de ir hacia Austen en lugar de traer a Austen hacia nosotros, y el resultado es una película de un tono muy singular, como hecha en colores callados, sin estridencias ni complacencias para el público (y que conserva, mejor que ninguna, el final decepcionante que tanto goce neurótico me daba de chica). Pero la Persuasión de Netflix indica que estamos, quizás, ante una nueva era de adaptaciones, que ya ni siquiera se contentan con convertir a estos relatos corteses de matrimonio en amores ardorosos; ya ni siquiera soportan a sus heroínas. Necesitan que los personajes tengan el nivel de autoconciencia, distancia crítica de su época y hasta casi de terapia de una chica urbana del siglo XXI. No se les ocurre que una pueda interesarse en la mente y el corazón de una persona que no es eso; como si para interesarme por un relato de la juventud de mi abuela yo tuviera que entender que, en el fondo, mi abuela es igual que yo, habla a cámara como Fleabag y piensa como tuitera. Es como si de verdad no pudiéramos entender o admirar ninguna forma de sensibilidad e inteligencia que no fuera exactamente la nuestra.
Me molesta Persuasión por eso, no porque me interese la fidelidad de nada o a nada. Adaptar una obra es siempre elegir qué historia una va a contar, y ninguna elección es en sí misma más válida que ninguna otra, como no es en principio ni más ni menos valioso elegir escribir un cuento sobre un granjero o sobre una princesa de Mónaco. Pero mi sensación es que a la pregunta de “qué nos puede interesar de una novela de Jane Austen hoy”, la respuesta de Persuasión es “contar un mundo donde nadie trabaja, las mujeres no tienen sexo y todos se dedican a la banalidad sin tener que hacernos cargo de por qué”; es arbitrario que la Anne de Dakota Johnson pueda tomar vino del pico en su cuarto pero no puede ocupar su tiempo en nada útil ni tener sexo antes de casarse, realmente. Es arbitrario que su hermana hable como una cheta de Instagram, que todos hablen como gente de Instagram pero lleven esos vestidos y vivan en palacios. Todo en la ficción puede ser un poco arbitrario, pero la pregunta es por qué alguien elige para contarnos estas arbitrariedades y no otras. Clueless, mi otra adaptación favorita de Austen de los 90, decide que lo importante de Emma no son los vestidos corte princesa ni los matrimonios arreglados sino el cuento de una chica frívola y fascinada con su propio encanto que en algún momento tiene que empezar a tener registro del resto del mundo y de su propio corazón: ese es el tipo de cosa que no pasa de moda. La sensación con Persuasión es que nos da pudor hacer Gossip Girl en un mundo teñido de supuesto progresismo y entonces la cambiamos de época y le metemos unas narrativas de diversidad inverosímiles, pero en el fondo creemos que nada le interesa más a la audiencia que un montón de chicas aburridas sin sensibilidad, prospectos ni básicamente razones para vivir; es como si no quisieran meterse con las dificultades de ser mujer ahora, pero tampoco con las de ser mujer ayer, que las enuncian, pero no parecen entenderlas.
Creo que esta película intrascendente me incomodó porque me hizo sentir en una especie de distopía neoconservadora, un mundo sin los problemas del sexo y el deseo con los que vivimos hoy pero sin tampoco los problemas de vivir sin libertad para el sexo y el deseo como antes; un mundo en el que nos interesamos sin pudor por la vida de gente que no hace nada, por sus pequeños problemitas, básicamente como contar vidas de influencers pero tomándolas en serio, como si creyéramos que la verdad del sentido de la existencia y del amor está en esas viditas que nos muestran, como si el hecho de que Kim Kardashian cada tanto haga un buen chiste a cámara la volviera algo mas valioso y menos decadente. Lo había escrito Foster Wallace, en su ensayo sobre la televisión: la trampa de la televisión es que puede ser irónica sobre sí misma y así hacerte sentir que no es ridícula y banal, que está por encima de eso, que nosotros estamos por encima de eso. Jane Austen se reía en su novelas del absurdo de las vidas que retrataba, mucho más en su discurso indirecto (el recurso literario que más famosa la hizo) que en boca de sus personajes; probablemente lo que le falte a esta película es eso, discurso indirecto y verdadera conciencia del ridículo. En otras palabras: a diferencia de la Persuasión de 2022, Jane Austen sabía que ella no estaba por encima de nada; no sabría cómo describir mejor la marca de su grandeza, la sutileza de su crítica social.
TT
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